En el metro de Ciudad México siempre hay gente, mucha gente, hasta en sus horarios menos complicados. Y todo pasa rápido, demasiado rápido. Quien se sube apenas nota al que se baja. Apretados unos a otros, como en la más nacional de las guaguas, nadie recuerda luego nombres, caras, olores.
Nadie –o casi nadie- cuenta su historia a otro, porque no hay tiempo para eso, porque el metro pasa veloz, siempre así, siempre igual.
Llegué una mañana de domingo cuando la mitad del antiguo Distrito Federal –hoy Ciudad México contra la voluntad de buena parte de los citadinos- descansaba. Aun así en los pasadizos subterráneos la vida vibra, la ciudad se me muestra en su más activa faceta.
“No te puedes ir sin montarte en el metro”, advirtieron el día anterior, como sinónimo de una experiencia necesaria. Y no debía regresar sin hacerlo: allí puede uno conocer las múltiples caras de una ciudad mucho más diversa que lo contado por los medios o las postales turísticas.
Me habían anunciado también que para mi felicidad sería un día de poca gente: “nada de tumultos o apretazones”, y reí. Llevaba conmigo varias maestrías y doctorados en subidas, bajadas y traslados tumultuarios en transportes de todos tipos y formas, en mi Habana colorida y parlanchina.
Todo bien. El metro impresionante. Veloz. Eficiente. Con frecuencia envidiable. Largos pasillos y una excelente señalética terminan por llevarte hasta los andenes donde, en no más de cinco minutos, pasan uno tras otro, una y otra vez. Dicen que es el medio más barato de la ciudad y también la forma más rápida de moverse en la zona central. Tomé asiento mientras me ofrecían detalles del próximo destino: Teotihuacán.
Unas manitas me pusieron sobre las piernas una tirita de papel, pequeña, mínima, suficiente: “Soy una niña pobre y vengo de una de las comunidades indígenas más pobres del país. Pido de usted una moneda que me ayude a mí y a mi familia y no empobrezca su economía”; y continuó camino.
Se me estrujó el corazón. Tuve ganas de llorar. Apenas tenía poco más de cuatro añitos. Vi a mi hermana en toda su pequeñez. De tez aindiada y cara medio sucia solo pude sostenerle la mirada un segundo, mientras recogía su papelito ya de vuelta, lata en mano.
Quizás por la impresión, quizás por lo inconcebible del momento, no atiné a echar ni una moneda.
Con marcado ritual cruzó al siguiente vagón, seguida de otra niña igual de pequeña. Del otro lado de la puerta retomó el modus operandi y luego se bajó en alguna estación, seguro para tomar otro metro, el siguiente, o el otro.
Miré a mi acompañante y quizás porque mi cara lo dijo todo enseguida comentó: “No le cojas lástima, lo peor no es eso, sino que andan con un adulto que les paga a sus padres para usarlas pidiendo monedas” y enseguida agregó: “muchos de ellos ganan el doble que un trabajador, por eso nunca les doy dinero”.
Y el metro no me pareció entonces el mejor lugar. Perdió todo su encanto. Nada puede ser tan bueno si muestra la cara de un país rico que demanda de monedas pedidas por niñas alquiladas.
Se me aparecieron entonces los expulsados por el sistema, esos que duermen cada día a la entrada o salida del metro, resguardándose del sol y la lluvia, pidiendo otras monedas para sobrevivir. También me di cuenta que en los largos pasillos muchos vendían de todo, cualquier cosa, hasta periódicos viejos para sobrevivir a falta de un empleo digno.
En otras estaciones me crucé con quienes tocan algún instrumento –guitarras, acordeones- entre paradas de un metro veloz, siempre sin tiempo, en busca de alguna regalía.
Tenía que ir al metro: allí donde se me presentó un mundo duro, hostil, al que los cubanos creemos –solo creemos- estar adaptados.
Más gente se subió y nosotros bajamos. El metro siguió con sus riquezas y sus miserias, con paradas en otras estaciones donde montarían otros incrédulos que bajarían de él siendo un poco más realistas. O quizás no. Porque en esta ciudad de contrastes puede uno acostumbrarse a la pobreza sin solución. Cruzarse con esas niñas, o aquellos ancianos sin casa, o con los jóvenes que limpian carros en los semáforos y sonreírles, luego seguir.
Nadie –o casi nadie- mira atrás, quizás para no convertirse en estatuas de sal como en la narración bíblica, quizás porque ya lo son.
Me traje de México muchas cosas, entre ellas unas monedas: aquellas que no le di a la niña pobre de alguna pobre comunidad indígena. Ellas me recuerdan, todos los días, lo que no quiero en mi país.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
niños_pobres
Eduardo Pérez
Rey