—Lo botas tú o lo boto yo —le dijo la directora al jefe del taller de la fábrica de muebles Umbral, de la empresa DUJO, en La Habana. Alexis, uno de los mejores carpinteros, fue expulsado de inmediato luego de contar que estuvo frente al Capitolio durante las manifestaciones del domingo 11 de julio de 2021 y que gritó «patria y vida».
La noticia me choqueó. ¿Importaba entonces muy poco su trabajo? Alexis era de los que siempre se quedaba hasta tarde cuando debían hacer algún «encargo especial» o entregar muebles a contrarreloj para inaugurar uno de los nuevos hoteles construidos en La Habana Vieja. ¿Por qué dejar sin empleo a un hombre que solamente se expresó? La orden de combate emitida por Díaz-Canel en televisión nacional se extendía y no solo a través de la violencia policial, sino también de la detección y purga de quienes no manifestaran su compromiso o se hubieran mostrado «blandos».
Unos meses después, supe también de la expulsión del chofer de un carro de bomberos en Manzanillo, quien llevaba 15 años allí, por negarse a coger un palo para reprimir. En los trabajos estatales, la mano peluda del régimen recompensaba el civismo o la rebeldía de oponerse con burdos escarmientos laborales y despojaba el escaso sustento monetario a sus trabajadores —como si la necesidad de usar la violencia física, sicológica y laboral fuera un componente intrínseco del terror francés que una vez cortó cabezas y que desde el 11 de julio de 2021 en Cuba se transformó en caribeña distopía que decapitaba almas y empleos—.
***
Hay días que se extienden como la resaca. Para el régimen cubano, el origen del dolor de cabeza del 11 de julio de 2021 tenía miles de rostros, nombres, apellidos y familias.
Mi única pretensión ese domingo por la tarde era ver la final de la Eurocopa entre Italia e Inglaterra. Fui de visita con mi novia a casa de unos amigos y mientras transcurría el primer tiempo del partido, la conversación acerca de la situación del país y de la pésima administración para gestionar la crisis generada por la pandemia de la COVID-19 fue inevitable, además de reírnos sobre los memes generados por la actriz de cine para adultos Mía Khalifa sobre Díaz-Canel. Tal vez los minutos del último juego del torneo marcaron el inicio de una chispa encendida en San Antonio de los Baños, cuando la palabra «libertad» sonó más hermosa que nunca en las voces de los cientos de rostros cubiertos por mascarillas.
En medio de los pases, defensas e intercepciones entre ambos equipos, llegó un SMS a mi móvil de trabajo, «Nuestro presidente está en la televisión, hay que escuchar lo que dice y estar pendientes a la situación».
En la pantalla, observé a un hombre de palabras temblorosas e impotente ante una situación que lo desbordaba, casi incrédulo ante la inesperada salida a la calle de cientos de cubanos hastiados de una crisis profunda.
Hay gestos que desenmascaran monstruos. La arrogancia del hombre con cargo de presidente, lejos de establecer un llamado a la prudencia, escogió la alternativa más atroz que podía tomar en la baraja del poder, la represión. Los gestos nerviosos de las manos de Díaz-Canel que señalaba puntos imaginarios y ocupaban parte del espacio de la cámara que lo enfocaba querían aparentar un aire de control inexistente. Pero su autoridad hizo apnea y su endeble actitud de liderazgo solamente apeló a una sentencia, «la orden de combate está dada, a la calle los revolucionarios». Sus nudillos fueron el golpe de mazo para iniciar el fratricidio cubano.
—¡Pero ese hombre está loco! ¡Cómo va a hacer eso! —exclamé sorprendido y molesto.
La tarde nacional convulsionaba con gritos y carteles de un pueblo cansado de ser el blanco de tantas crisis; se sumaban las muertes sin contabilizar por la pandemia. Llamé a mi provincia natal, Las Tunas, para conocer sobre lo que sucedía allá y el panorama era similar, gritos de protesta en diferentes barrios. Tal vez el 11 de julio de 2021 un fenómeno telepático se extendió por Cuba cuando miles de personas caminaban por las calles de sus pueblos y ciudades.
La consecuencia de la «orden de combate» en mi entorno cercano la conocí unos días más tarde, a través del arresto y los golpes que recibió mi amigo Leonardo Romero Negrín; de la frente rota de Fernando Almeyda por una pedrada; y de Miguel A. Hayes quien fue perseguido con un palo para ser golpeado por uno de los hijos de Iroel Sánchez.
***
El 13 de julio de 2021 reunieron a los carpinteros y pintores de la fábrica en el patio de mi trabajo. La secretaria del Partido pidió voluntarios para ir a un parque en la calle Dolores, en Diez de Octubre, porque existían reportes de posibles manifestaciones y había que actuar.
La camioneta de la directora tenía los palos listos para que los voluntarios los tomaran. La situación me parecía una mezcla ruin de odio y repulsión injustificada. Otra manera de extender la represión contra el pueblo manifestante que portaba el apelativo falaz de «elementos contrarrevolucionarios». De los presentes, nadie pronunciaba la palabra «yo» para montarse en la camioneta.
Como si fuera una premonición, esperaba que me señalaran.
—¡Alejandro! —me llamó uno de los directivos de la fábrica.
—¿Qué pasa? —respondí, aunque conocía el motivo de usar mi nombre frente al resto de los trabajadores.
—¿Y la gente de mantenimiento?
—¿Le gente de mantenimiento qué? —dije.
—¿No van a dar apoyo?
Tal vez la rabia no me dejó expresarme con la coherencia deseada.
—¿Apoyo a qué? ¿A dar golpes? ¿A reprimir?
Me giré para la brigada de cinco hombres a mi cargo y les pregunté:
—¿Ustedes van a perder un día de trabajo para eso?
El movimiento negativo de sus cabezas fue la confirmación. La mirada en silencio de los presentes, sorprendidos ante mi oposición a la solicitud, fue precedida por mi reafirmación en voz alta.
—¿Qué pasa si voy y me sacan un ojo? ¿Alguno de ustedes se hace responsable? ¿Me van a cuidar en el hospital? ¿Le van a contar a mi madre lo que pasó? Yo no sé si alguno de ustedes se va a prestar para eso. ¡Yo no voy a ningún lado! —dije con el corazón latiendo a toda velocidad y subí para mi oficina.
Minutos más tarde, algunos de quienes permanecieron callados se acercaron para comentarme que ellos tampoco se prestarían para reprimir.
—Es que yo soy ingeniero, no policía. A razón de qué vas a reprimir a tu pueblo —comenté a uno de los jefes de brigada.
La mayoría de los presentes en el patio de la fábrica continuaron su día de trabajo sin mayor novedad, pues había que entregar parte del mobiliario para un hotel nuevo.
Horas más tarde, me llamaron de la dirección.
—¡Tú estás loco! ¿Cómo vas a hacer eso? —me preguntó la directora y prosiguió con unas palabras que no recuerdo, solamente contesté con silencio y con la mirada fija en ella. No tenía nada de que arrepentirme.
Mi respuesta negativa hacia el llamado para reprimir no causó mi expulsión, no corrí igual suerte que Alexis. Tal vez, ser ingeniero y jefe de un departamento con varias personas a cargo me dio cierto blindaje o que la negativa de esperar en un parque la posible réplica de las manifestaciones del 11J no trascendió del patio de la fábrica. Mi escarmiento sería de otra naturaleza, silencioso y lento. Quedé marcado como un tipo que decía lo que pensaba sin importar las consecuencias. Ser honesto, siempre incomoda.
Me importaba poco que me expulsaran, tuve ocasión de poner a salvo mi conciencia ante una petición espantosa y en cierta medida deseaba largarme de allí a como diera lugar. La frustración del mundo se acumulaba encima de mis hombros y el último lastre de la tara fue el querer usarme de arma para golpear a mis hermanos, quienes tuvieron el valor o la oportunidad que no tuve yo de gritar «¡libertad!».
Lo más triste de esa mañana, más allá de mi circunstancia, fue observar cómo algunos trabajadores, alrededor de cinco o seis, sí tomaron los palos encima de la camioneta y se montaron para salir hacia el lugar dispuesto para la «vigilia revolucionaria». Mi ingenuidad política se rompió en esos días. La resaca del régimen ante su borrachera de represión se extendía con el eco de tres palabras de una voz cobarde e impotente y un golpeo de nudillos sobre una mesa que marcó la sentencia de un país entero.
Los testimonios y videos de ese domingo, el arresto arbitrario y las heridas internas de Leonardo Romero; los puntos en la frente y posterior acoso a Fernando Almeyda y mi negativa de convertirme en represor aquel martes 13 de julio, son notas al margen de una historia más grande que excederá siempre cualquier anécdota personal.
En octubre de 2021, marginado desde hacía tiempo de cualquier decisión importante en la fábrica y hastiado de todo lo respectivo al mundo empresarial cubano, más el hecho de ser testigo de un acto deleznable contra el pueblo cubano en mi centro laboral, pedí la baja de aquel sitio y me lancé a la incertidumbre de escribir, que también es otra manera de ser libre. Salí de Cuba rumbo a España a las nueve de la noche del 25 de septiembre de 2023. Dejaba detrás una Habana que aguardaba otro amanecer difícil.
A tres años del 11 de julio de 2021 todavía hay miles de inocentes en las prisiones cubanas, condenados por el antojo de un sistema volcado en silenciar el disenso. Similar a los días transcurridos y los recuerdos acumulados bajo el calor vespertino de una tarde definitoria, en Cuba la inocencia es imperecedera; pero la impunidad del poder totalitario, como las fechas de expiración en las etiquetas de los frascos, también caduca.
ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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