Todo parece indicar que la corrupción es Cuba en un caso perdido. Nada, excepto la burocracia, afecta tanto el desarrollo del país como la creciente ola de funcionarios corruptos a todos los niveles.
La reciente condena a un importante empresario canadiense en Cuba, junto a un grupo de altos funcionarios isleños acusados de delitos graves para la economía nacional, ha vuelto a llamar la atención sobre los elevados índices de corrupción en la isla; un mal cada vez mayor que se esparce como un cáncer maligno por los diferentes estratos de la sociedad cubana.
Irónicamente lo que más preocupa no es el daño que ya está hecho, sino que aún no se avizore una estrategia precisa para combatir este fenómeno, que además de estar ramificado a nivel social, se ha abierto peligrosos caminos en el mundo empresarial poniendo en riesgo la estabilidad económica de la nación.
Si a esto le añadimos la incertidumbre que deja semejante imagen a futuros inversores, el balance resulta ser doblemente negativo, principalmente para un país que aspira impulsar su economía a expensas de inversiones extranjeras.
El futuro y el espejo empañado
Para los más jóvenes resulta difícil contribuir a una sociedad de bien mientras su entorno se hace cada vez más complicado y convulso. Conscientes de esto, las autoridades del país utilizan los medios de comunicación para llamar la atención sobre éste u otros males, pero casi siempre la cruda realidad se impone. Sobre todo en aquellos que desde pequeños ven con total naturaleza los delitos y falta de valores como un medio familiar de supervivencia.
Por ejemplo, con el ánimo de “ayudarse mutuamente” los cubanos dinero en mano, pueden limpiar sus antecedentes penales para viajar al extranjero, comprar una plaza laboral en una codiciada empresa, o incluso tener un título universitario originalmente sellado de la bicentenaria Universidad de La Habana. Todo depende del efectivo disponible para cada uno de estos fines.
En este sentido la atenuante que muchos esgrimen para justificar lo mal hecho es la clásico: “hay que luchar porque la vida está muy dura”, y bajo este banal pretexto se refugian el robo, la estafa, e incluso el abuso de poder. Tiene lógica entonces que tras largos años adquiriendo “todo tipo de experiencias”, muchos de los que llegan a ocupar altos cargos a nivel empresarial sientan una particular afinidad por hacer todo tipo de “negocios”.
Si caer en un círculo vicioso resulta ser un juego sumamente peligroso, peor es no tener alternativas como país que representen un respiro económico al bolsillo de la familia, lo que irremediablemente impulsa a un gran número de cubanos al delito para la supervivencia.
Justo antes de terminar este artículo le pregunté a mi madre qué le preocupa más sobre la creciente ola de corrupción en Cuba, y en su opinión, lo que no puede volvernos a suceder es que perdamos lo que tanto costó revertir tras el triunfo de la revolución; es decir, políticos que se corrompen para llegar al poder, empresarios que aceptan sobornos o con cuentas millonarias en el extranjero, o que el pueblo pierda la confianza en un sistema económico justo que le aporte a todos. Irónico, ¿verdad?
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Gregorio