Pueblo cubano

Didier Cruz Fernández

Un pueblo holandés perdido dentro de Cuba

14 / julio / 2017

Uno no se explica para qué puede servir una chimenea en medio del trópico, pero las chimeneas están ahí, con su presencia inquietante, en algunas casas. También sorprende el techo enorme y de un rojo como desvaído, y esas ventanitas en el ático que uno sabe perfectamente que nunca abrirán sus persianas.

—¿Dónde hay una cafetería aquí? —preguntó mi amigo el fotógrafo en una de esas casas admirables pintadas de blanco y puntal elevado.

—Aquí no hay cafetería, ni nada —le respondió una señora mayor con cierto aire ausente.

—¿Ni particular…?

—No.

Sin embargo, este amigo mío casi nunca se da por vencido, insiste e insiste con una sonrisita inocente hasta obtener lo que quiere o al menos una parte de lo que quiere.

—Y entonces —dijo finalmente después de echar un suspiro bien largo—, ¿por qué usted no me regala un vasito de agua?

Este es quizás el pueblo holandés más alejado de Holanda. Está en la isla de Turiguanó, 18 kilómetros al norte de Morón, provincia de Ciego de Ávila. Lo construyeron a inicios de los años sesenta como parte de un proyecto supervisado por Celia Sánchez, una de las figuras determinantes en la génesis de la Revolución Cubana y quien, hasta su muerte en 1980, integró el más estrecho círculo de colaboradores de Fidel Castro.

—Celia se preocupaba mucho por nosotros —me contó un hombre flaco que estaba sentado, sin camisa, en un portal—, nos visitaba a menudo y, mientras ella vivió, este pueblo era una «joyita».

 

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Didier Cruz Fernández

—¿Dónde está la escuela, el consultorio médico, la casa de la cultura? —pregunté yo, mirando alrededor.

—Consultorio hay, pero aquí se ha muerto gente por falta de atención médica.

El hombre se puso de pie.

—A una tía mía le dio un ataque de asma, llamamos para que enviaran una ambulancia y nunca llegó. Tratamos de sacarla en una moto, pero falleció en el camino.

—Y los muchachos van a la escuela de Sandino —dijo una mujer rubia que se incorporó a la conversación.

—¿A cuántos kilómetros queda eso?

—A unos ocho —respondió el hombre con la mirada perdida en el horizonte, como tratando de localizar a Sandino dentro del monte y la mosquitera—, allí está la farmacia, las tiendas para comprar cosas. Todo.

—Y la Casa de la Cultura, ¿qué fue de ella?

La mujer se rio.

—Es esta misma —se revolvió el pelo amarillo y luego se puso las manos en la cintura—. Aquí vivimos tres familias.

Efectivamente, había cordeles en todas las esquinas, ropa tendida, niños jugando y gritando por el lugar.

—Vinieron un día y se llevaron los libros, todas las cosas —agregó la rubia.

—Sí, eran como dos camiones de libros —recordó el hombre y dio una chupada al cigarro que tenía en la mano derecha.

 

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Antes de 1959, la isla de Turiguanó pertenecía a un empresario estadounidense, Ezra Baker, que había construido un emporio ganadero en medio del cenagal. Luego de su expropiación, Celia Sánchez vino de visita y, parada encima de la elevación donde hoy se encuentra la comunidad, dijo: «Esto está bueno para construir un pueblo holandés». Y así fue.

No se sabe a ciencia cierta por qué Celia decidió construir casas de estilo holandés en este rincón apartado: si fue por el hecho de que en Turiguanó también hubo que arrebatarle una parte de la isla al mar, si fue porque los holandeses tienen fama de buenos ganaderos, o si fue porque visitó en alguna ocasión la tierra de los tulipanes y le gustó tanto la experiencia que decidió traer uno de esos pintorescos pueblecitos para Cuba.

La realidad es que este pueblo no se encuentra a miles de kilómetros de Holanda, sino a un mundo de distancia, metido entre la ciénaga y las nubes de mosquitos que molestan en pleno mediodía. Y efectivamente, las casas tienen las fachadas hermosas que uno ve en videos de viajes turísticos, pero por dentro están contaminadas con esa arquitectura de la resistencia que es característica de los hogares cubanos.

 

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—Y a usted, ¿por qué le dieron ese cuarto en la Casa de la Cultura? —pregunté a la rubia.

—Porque un ciclón afectó mi casa, y como mi hija tiene dos muchachos, hace un par de años nos trajeron para acá.

La hija de la rubia se acercó lentamente, detrás de ellas vinieron los dos niños, una hembrita y un varón.

—Nos dijeron que era por 15 o 20 días —añadió la rubia—, y ya usted ve.

El nieto de la rubia se sentó en el piso a sorber un pomo con leche, pero su mamá se lo arrebató y lo apretó bien entre las manos.

—Hace poco nos dijeron que había venido una donación de Holanda y que iban a reparar las casas —explicó la rubia.

Su hija la apoyó diciendo que sí con la cabeza.

—En septiembre mandaron una brigada, pero se fueron a los tres meses, cuando se acabaron los materiales —agregó la mujer y se volvió a poner las manos en la cintura.

—Lo único que hacen es pintar las fachadas y después se van —intervino el hombre.

Buena parte de las personas que viven en esta comunidad son campesinos de bajos ingresos, con escasas posibilidades de subsanar por sus propios medios edificaciones que requieren materiales costosos y, en algunos casos, difíciles de encontrar.

—¿Y cómo reparan las viviendas?

—Con lo que aparece, un saquito de cemento hoy, otro mañana… —dijo la rubia.

—Hace poco nos dieron una puerta de cartón bagazo, de esas que no sirven para nada —añadió el hombre, sus costillas subían y bajaban afanosamente cuando respiraba—. La mayoría de los que viven aquí son viejos que ya no pueden arreglar sus casas.

Unos pocos kilómetros al norte se encuentra el polo turístico Jardines del Rey, uno de los más florecientes de Cuba, y, supuestamente, el Pueblo Holandés es uno de los atractivos de la zona. «Sí, pero ya los turistas no entran aquí como antes, los desvían. ¿Usted no ve que esto está abandonado totalmente?», me dijo la mujer cuando le pregunté si las visitas no reportaban ingresos para mejorar la imagen de la comunidad.

—Aquí la vida se ha parado —reflexionó el hombre y arrojó el cigarro a lo lejos.

Yo bajé los ojos con pena. El hombre me preguntó: «¿Usted no será un periodista “independiente”?».

—Todos los periodistas son dependientes del que le paga —le respondí—, la que tiene que ser independiente es la vergüenza del periodista.

El hombre asintió con la cabeza.

—Si Celia Sánchez estuviera viva, este pueblo no estaría así —me confesó en voz baja.

Y yo le dije que sí. Estaba cayendo la noche y la plaga de mosquitos no tardaría en arreciar.

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Xiomarazoed

Que bello lugar si no entran los holandeses y los ayudan ni esperanzaz amem
Xiomarazoed

Odalys

Gracias por este trabajo conocimos esta realidad.Mi sobrino Didier Cruz todo fotos muy ilustrativas.Gracias buen trabajo chicos.
Odalys

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