Le gusta dar. Y dar nunca es cosa fácil. Pero ella, para romper la sinfonía rutinaria de los grillos y llenar las noches con algo más que un novelón brasileño, se dio por entero a un proyecto que acabó plantando escenario en la calle frente a su casa de Vertientes, un municipio al centro sur de la ciudad de Camagüey.
A 30 kilómetros de su hogar, en la capital provincial, quedan los teatros y las escuelas de arte. Esa distancia fue pólvora para Vivian Valdés Molina, “Vivita”. Con una docena de niños y adolescentes transformó el vecindario.
“El nombre de Gente de Barrio se lo pusieron los mismos niños. Nunca los llevé a audiciones a la Casa de Cultura, porque algunos no quisieron. Pero sí hicieron pasarelas en el cine y actuaron en otros barrios”, explica la entusiasta autodidacta, que hace poco más de un año se dedica por completo a su primogénita.
La preparación artística la recibió en el grupo Carlos Moctezuma, dirigido por el profesor de teatro Gaspar Sánchez King. Cuando aquel conjunto institucional dejó de funcionar Vivita montó el suyo propio en el barrio.
En la vecindad, quienes estaban entre seis y 13 años, sabían claro que, después de clases, la cita era fija en el portal de la casa de Vivian, que se convirtió en una suerte de profesora de teatro y danza.
“A todos les gustaba bailar, pero nada más sabían reggaetón. Yo les enseñé otros géneros de música cubana”.
Las actividades las programaban con el promotor cultural de la Casa de la Cultura. Él traía el audio y a instructores de arte que aseguraban el canto. Mientras las gargantas se abrían el reguero de ropas era cerrado en la sala de la casa. “¡Qué muchachos!”, exclamaba a toda sonrisa la abuela de “Vivita”.
Más de 70 personas llegaron a agolparse en la calle. Eran sus pies los palcos en aquel teatro sin tramoyas. Risas, bailes, cantos, declamación de poesías, el bailecito de los pequeños, los pasos cómicos de las ancianas… todo además guardado en los celulares y cámaras fotográficas familiares.
Siempre programados los “shows” antes de la novela nocturna o después, Vivita se aseguraba la asistencia. En el barrio no recogían fondos para meriendas, pero se daban, gracias a la bondad de los vecinos.
“Los niños ahora son jóvenes y tienen otros intereses, por eso no he seguido, y los otros están entre tres y cinco añitos. Pero si por aquí se mudaran de diez años más o menos, sin dudas, los pongo a bailar en el portal. Y mi hija cuando ve a otros chiquillos no me da lucha, ella baila hasta en la cuna, ¡es un cicloncito!”, dice Vivian, y se lamenta de que tras el fin del suyo no haya más proyectos como Gente de Barrio, que se mantuvo cinco años.
“Abunda la gente capacitada, pero escasea la voluntad. Faltan las instituciones y personas con un amor grande por los niños al punto de pasarse tardes danzando con ellos”, razona con manos agitadas a la usanza de una bailarina. Manos. Eso es lo que más ve por ahora, que hace manicure, mientras dura su licencia sin sueldo. Luego volverá de informática en una empresa estatal. Y aquel talento en clausura.
“Me encanta trabajar con niños. Da paciencia. Además, quién no se asombra al verlos creando sus propios pasos de baile, o improvisar el intercambio de una flor en medio de un desfile de modas”.
En el barrio esperan el regreso de los muchachos avisando un día antes de la actividad. Y en gran parte de Vertientes ansían el retorno de la calle tomada por el talento joven que fructificó gracias al entusiasmo espontáneo de “Vivita”.
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Aldo Enrique Díaz