Cada vez que un agente de la Seguridad del Estado le preguntaba a Pedro Argüelles Morán cómo se sentía, él le respondía a secas: «Aún respiro».
No podía decir que se encontraba bien en la prisión del Combinado del Este. Nadie podría con una condena de 20 años, por no cometer ningún delito, pesando sobre sus hombros. Tampoco quería contestar que estaba mal, para no darles el gusto de ver cuánto le afectaba la situación. Así que escogió trasmitirles siempre la idea de que, por lo menos, seguía vivo.
Desde que creó la dirección de su correo electrónico lo repite a todos, quizá con el mismo aire de resignación: aunrespiro. En minúsculas, sin acento. Y sin espacio de por medio.
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Instalado en la ciudad de Miami, Pedro Argüelles Morán, exprisionero político del grupo de los 75 de la llamada Primavera Negra, admite sentirse cómodo, aunque crea a pie juntillas que la izquierda radical y el comunismo han penetrado de más en todas partes, incluido el recubierto sur de Florida.
Cuando sugiere una serie de televisión menciona The Blacklist, con una voz como de programa radial.
Sus ojos, extrañamente pálidos y sagaces detrás de los lentes, sufren las secuelas de las cataratas. El izquierdo, con la retina desprendida, completamente ciego. En una tarde de octubre de 2020 posa su escasa vista en la fachada del VA Medical Center.
Alrededor de su edificio se alzan varios hospitales. El metrorraíl cruza con silencio metálico de un lado a otro, cerca de su apartamento. Las veces que lo necesita, lo ayuda a desplazarse a céntricos puntos de la ciudad —la Calle Ocho entre ellos— con relativa facilidad.
Si Argüelles se esfuerza por recordar algo, chasquea los dedos y, a veces, se levanta del asiento para gesticular con el cuerpo. Vestido ligero, con ropa deportiva y chancletas, su paso no es lento ni rápido. La sala no es grande ni pequeña.
De las paredes cuelgan sendos reconocimientos. La ONG Casa Cuba de Houston, Texas, lo honró al destacar «su lucha por la libertad, la democracia y derechos humanos». La comunidad de Ciego de Ávila en el exilio resalta «su valor y sacrificio en aras de la libertad» de Cuba.
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En 2003, la abogada Laritza Diversent, de la ONG Cubalex, cursaba el segundo año de la carrera de Derecho. Como periodista independiente del medio CubaNet, tuvo acceso a información de las 75 víctimas de la Primavera Negra, incluido un libro con detalles de las sentencias, que sería confiscado por la Seguridad del Estado en un registro a la sede de la organización.
«Pude leerlas casi todas, un libro bastante grueso. Lo primero que me impactó fue el tipo de hecho imputado. Contra la integridad territorial del Estado, uno de ellos, además de la Ley 88. Me llamó la atención la falta de garantía del debido proceso. Por tener papeles que pudiesen vincular con Estados Unidos, por poseer una radio, cosas así tan ridículas. Los acusaban por delitos contra la seguridad, con 20, 25 años de privación de libertad. Hasta preveían la pena de muerte», explica Diversent.
Fue una forma de castigo del Gobierno de Fidel Castro, porque en verdad no había delito. Era la primera vez que se aplicaba en el país la Ley 88, vigente desde 1999 y de carácter «especial». También ha sido la última ocasión en que la herramienta se ha utilizado. Parte de su sustento es un presunto apoyo de los acusados a la ley estadounidense Helms-Burton.
«Al juzgar a personas solo por su manera de pensar, hay unas violaciones graves del debido proceso», comenta la abogada, que compara el recurso legal empleado con una espada de Damocles, al flotar amenazante sobre la cabeza de cualquier ciudadano en la isla.
La Ley 88 penaliza hechos tan generales y abstractos como «perturbar el orden público». «Tú puedes perturbar a una persona, hacerte pasar por un fantasma o algo, pero ¿cómo perturbas el orden público? Nadie está en condiciones de determinar qué significa o cuál conducta es sancionable», dice.
Diversent recuerda que la mayoría tenía sanciones de más de ocho años, impuestas a través de procedimientos abreviados, método que recoge la legislación cubana: se acortan las fases de los procesos ordinarios porque supuestamente las autoridades cuentan con el número suficiente de pruebas para definir la culpabilidad de los acusados.
«Pensé que, tras graduarme, me tocaría ejercer de jueza y podía llegarme el momento de aplicar la ley por hechos como esos: reunirse, hablar con Radio Martí, tener un radio que recibía la señal de Miami. Eran los elementos de prueba contra los 75», expone.
En palabras de la abogada, el acceso a aquella información representó «una decepción muy grande». «Nada de lo que me enseñaron en la carrera tenía que ver con la realidad. El papel de los jueces era proteger al sistema, a un grupo político perpetuado en el poder», asegura.
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Argüelles estaba en su casa en Ciego de Ávila el 18 de marzo de 2003. Yolanda, su esposa por aquellas fechas, se despidió de él sobre el mediodía. Iba a la terminal de ómnibus para viajar a La Habana. Argüelles yacía repantigado en un mueble, leyendo Cómo llegó la noche, de Huber Matos. Yolanda había dejado la comida lista antes de marcharse.
Por la tarde pensó trasladarse al mercado a comprar un pan de cinco pesos. Vivía en un tercer piso.
—Al bajar, me topé con más de quince oficiales del Ministerio del Interior —dice.
El mayor Mariño le salió al paso y le deshizo sus planes. «Usted no puede salir, está arrestado», le espetó, comentándole algo acerca de la Ley 88. Argüelles comprendió lo que vendría. Volvió sobre sus pasos, escoltado por los oficiales.
Dentro de la vivienda, ellos comenzaron un registro a las tres de la tarde, que todavía a las 11 de la noche no había concluido. Entre todas, una de sus mayores preocupaciones en ese momento era su pareja de perros. Si se lo llevaban arrestado, las mascotas quedarían solas.
Poco después, el hijo más pequeño de Yolanda, Julito, apareció, quizá avisado de lo que pasaba por los vecinos. Con aires premonitorios, Argüelles se le acercó y le pidió que cuidara de su madre, porque era probable que lo condenaran a no menos de 20 años. Justamente fue esa cantidad, en una sanción conjunta, la que pedirían en su contra los tribunales.
Libros, medicamentos, un par de botas que le habían enviado de Miami, una máquina de escribir vieja —regalo de Raúl Rivero, poeta, periodista y otra de las víctimas de la Primavera Negra—. Revisaron primero dos de las habitaciones, pero había un tercer cuarto que Argüelles tenía habilitado como una especie de oficina. La luz de este se había fundido y permanecía a oscuras. «Ahí estaban todos mis archivos, las denuncias acumuladas por tantos años», cuenta.
Avanzada la noche, los oficiales registraron con una linterna y extrajeron el abultado legajo. El mayor Mariño pidió revisar de inmediato todos los documentos, pero los demás se quejaron de que era muy tarde y el trabajo les tomaría demasiado tiempo. Finalmente, solo contaron los acusadores archivos, que fueron alrededor de 900.
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Pedro Argüelles, oriundo de Ciego de Ávila, tenía 11 años en 1959 y no pensaba diferente de una gran parte de los cubanos respecto de la revolución de Fidel Castro. «Cuando triunfó, aquello fue una euforia, todo el mundo era revolucionario», dice.
Al cabo de dos años, Argüelles se inscribió en las campañas de alfabetización. Lo hizo más para librarse del cuidado excesivo de su madre que por un compromiso verdadero con el proceso. También se apuntó en las milicias y fue en 1963 a trabajar en las cosechas de café dispuestas por el afán promocionista de Castro. «Y ni siquiera me salía pelo en la cara», recuerda, asegurando que se rasuraba el rostro para forzar la salida de un bigote.
Luego lo enviaron a estudiar becado el nivel secundario en Siboney, La Habana. Ahí lo reúnen junto a otros estudiantes con el funcionario Jorge Enrique Mendoza Reboredo, del Ministerio de Educación.
Mendoza, que sería más adelante director del periódico oficialista Granma, les dijo a los adolescentes que fueron seleccionados en un programa para instruir oficiales del ejército, porque muchos arrastraban una pésima preparación. El funcionario les aseguró que su enseñanza no se afectaría, por lo cual accedieron. Pero pronto descubrirían que se trataba de un artificio para sumarlos, en verdad, a la vida militar.
—Choqué entonces con la mentira —dice Argüelles. Al principio, culpó a los hombres en lugar del sistema. Tendría que sufrir una cadena de traspiés o desengaños, para concluir más tarde que la culpa era del totalitarismo al que los cubanos se estaban sometiendo. Su primera vez en prisión lo convenció definitivamente.
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A los 73 años, guarda un cúmulo de recuerdos desapacibles. Entre ellos, el de 1971, cuando lo acusaron de contrarrevolucionario porque, supuestamente, se corrió el rumor de que había incitado a compañeros de clases a no asistir un día primero de mayo a las aulas, algo que sigue negando con firmeza.
De cualquier modo, tras el señalamiento, su vida parecía haber dado una vuelta en redondo. Le habían propuesto impartir clases en un aula del Instituto de Segunda Enseñanza de Ciego de Ávila, pero se lo negaron. Ignoraba que había dejado de ser confiable para el poder. Lo rechazaban ante cada curso o trabajo al cual se presentaba.
Las autoridades cubanas aplicaban por entonces a muchos jóvenes «desvinculados» la llamada Ley contra la vagancia, con duras sanciones a quienes no estaban empleados, una herramienta represiva y controladora que no sería derogada hasta 1979.
Bajo dicha regulación, mandaron a Argüelles a prisión. Cumplió un año tras las rejas, en varios centros penitenciarios: Camagüey, Kilo 7 y Siboney. Al salir de la cárcel, el castigo continuaba. Lo enviaron a desbrozar terrenos con una guataca en una granja agrícola del poblado avileño Vicente.
Su madre sugirió mudarse a La Habana, a probar suerte, pero tampoco le permitían a él un traslado semejante. Estaba «marcado».
Sin embargo, una funcionaria de la misma granja donde cumplía sanción, y con un interés personal en él, lo ayudó a librarse del trabajo agrícola. De esa forma, en 1973, llegó a la capital.
Fueron 15 años los que vivió en La Habana, donde alcanzó el nivel de técnico medio en Fototopografía. Trabajó en algunas empresas. De todas formas, su relación con el ambiente se había transformado y otras inquietudes afloraron. «Yo ya estaba en contra de la Revolución, pero no existía organización ni grupo donde meterme», dice.
También confiesa que lo frenaba la preocupación por su madre, quien lo había criado prácticamente sola e incluso sufría desmayos al verlo en prisión. Su padre, dentista de profesión, apenas se ocupó de él. Argüelles era fruto de una relación extramatrimonial.
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Cuatro años después de regresar a Ciego de Ávila, en 1992, su madre fallece. Tenía 74 años y una metástasis la había invadido.
La aparente tranquilidad de Argüelles comenzaría a desvanecerse. La dura crisis de los años noventa irrumpía, mientras sintonizaba Radio Martí, una fuente de información que escuchaba desde finales de los ochenta. A su vez, hablaba con un amigo suyo para que lo conectara con gente dedicada a promover los derechos humanos en el país.
Lo consiguió a golpe de insistencia. Fue presentado ante el hombre que estaba a cargo del asunto, y se percató de que lo conocía de vista. Le hizo un par de comentarios al respecto. Entablaron una conversación y acordaron lo siguiente: cada noche, el novato Argüelles iría al Parque Martí de Ciego de Ávila, pero solo se acercaría al grupo si le hacían señas para que lo hiciera. La primera noche, nada, tampoco la segunda. La tercera finalmente lo llamaron.
Necesitaban a alguien que reportara denuncias por vía telefónica sobre atropellos de derechos humanos en la provincia.
Como no tenía teléfono, Argüelles acudió a familiares de confianza. Habló con un cuñado que, de entrada, se mostró receloso, debido a las repercusiones que podía sufrir al permitírselo, pero al rato logró convencerlo de que no se vería involucrado en absoluto. «Si preguntan, tú dices que yo venía aquí a usar el teléfono y no sabías nada de mis temas de conversación», le dijo.
A partir de entonces, empezó a utilizar el seudónimo de Pedro del Sol. «Porque para mí el movimiento de los derechos humanos iba a alumbrar a Cuba como el sol», asegura. El Comité Cubano por los DD. HH. lo había recibido, al iniciar su trayecto en el activismo opositor y la prensa independiente.
Un día escucha la conversación de una mujer con su esposa. La mujer le cuenta que su nieto estaba en un seminternado de primaria, en el que los padres debían pagar siete pesos al mes para que los niños desayunaran. Ella se quejaba de que no siempre contaba con el dinero para pagarlo y el niño padecía las consecuencias, porque le negaban desayuno y almuerzo.
―Redacté una nota y la saqué. A las dos semanas, ella viene a la casa, me abraza y me agradece mucho. Yo no hice nada extraordinario. La habían citado de la escuela para comunicarle que no tendría que pagar más. Su hijo tampoco iba a dejar de desayunar ―cuenta Argüelles.
Más adelante, en la agencia de prensa independiente Cuba Press, fundada por Raúl Rivero, utiliza el seudónimo de Damián Abreu Pérez. Asimismo, funda la Cooperativa Avileña de Periodistas Independientes (CAPI) en 1999, decidido por completo a plasmar las realidades que la prensa oficialista no revelaba.
Antes, en 1995, se había unido al Frente Unido Democrático Camagüey-Ciego de Ávila, del cual es seleccionado como portavoz. Ese año pasó otros nueve meses en la cárcel.
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—Cuando derribaron los aviones de Hermanos al Rescate, yo estaba preso —recuerda. Su paso por cárceles cubanas abarca tres décadas distintas y un mismo Gobierno, un mismo represor. La primera vez que lo enviaron en los años setenta al centro penitenciario Canaleta en Ciego de Ávila, un oficial del Ministerio del Interior le comentó a Argüelles que su mayor problema era tener una lengua «muy larga y muy sucia».
Los guardias, sabiendo que él tenía cierta preparación, a diferencia de otros reclusos, lo colocaron en el área de orden interior. «Allí hacía como un acta de recibimiento cuando entraban los presos, una serie de trabajos burocráticos», cuenta. Su permanencia en ese puesto terminó el día en que confrontó a unos oficiales, porque no quiso pararse del asiento a saludarlos.
En el centro avileño, estrechó alianzas con un recluso apodado «el Ronco», que lo conocía previamente del barrio. «Un tipo muy valiente; incluso le compusieron un guaguancó para honrarlo. Lo mataron muy joven, con menos de 30 años, en la cárcel», evoca.
Con «el Ronco» ganaría, como mínimo, protección. «Dentro de las prisiones se vive mucho ese ambiente, si un tipo guapo y respetado te ampara, los demás no se meten contigo», explica. «Cualquier problema con él, es problema conmigo», alertaba «el Ronco» al resto de los prisioneros en todas las áreas donde se presentaba junto a Argüelles.
En la cárcel de Kilo 7, tuvo una suerte similar. Allí lo acogió Gumersindo Feliú, que supo de Argüelles a través de otros reos de Ciego de Ávila, quienes dieron buenas referencias sobre el coterráneo encerrado sin crimen alguno.
Gumersindo, natural de Camagüey, había caído preso por una venta de dólares, pero adentro su condena se fue alargando. Al momento de conocer a Argüelles, había asesinado a tres hombres en la cárcel y tenía el cuerpo lleno de cicatrices. «En estos momentos estoy jalando 76 años, pero yo sé que de aquí no voy a salir vivo, tengo muchos enemigos», decía.
En una ocasión, Argüelles discutió con otro preso y Gumersindo intervino, para advertir que el avileño estaba bajo su tutela, para disolver enseguida el pleito. «Gumersindo se rodeaba siempre de gente de Ciego de Ávila», recuerda Argüelles.
Para su tercera estadía en prisión, era entonces él quien cuidaba de otros reclusos. Desde el interior del centro penitenciario, denunciaba golpizas a prisioneros. También si se negaban a llevar a alguno a la enfermería o cualquier otro tipo de arbitrariedad. Los reclusos fueron cobrando simpatía por el «político», al tiempo que la salud de su defensor se deterioraba.
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Las condenas a las víctimas de la Primavera Negra de 2003 estaban sustentadas más exactamente en la Ley 88 de Protección de la Independencia Nacional y la Economía de Cuba (1999), más conocida por la disidencia como ley mordaza.
El artículo 1 expone que su objetivo es tipificar y sancionar aquellos hechos dirigidos a apoyar, facilitar o colaborar con los objetivos de la Ley Helms-Burton el embargo de EE. UU. y la guerra económica contra «nuestro pueblo». Los transgresores podían ser sancionados por «quebrantar el orden interno, desestabilizar el país y liquidar el Estado socialista y la independencia de Cuba».
El artículo 91 del Código Penal (1989), por su parte, rezaba: «el que, en interés de un Estado extranjero, ejecute un hecho con el objeto de que sufra detrimento la independencia del Estado cubano o la integridad de su territorio, incurre en sanción de privación de libertad de diez a 20 años o muerte».
De ese modo, los juicios de la llamada Causa de los 75 condenaron a activistas y periodistas independientes alegando que habían brindado «informaciones manipuladas y falseadas con relación a la situación política, social y económica de Cuba, las que son de interés del Gobierno de los Estados Unidos para utilizarlas en actos hostiles», según consta en las conclusiones provisionales acusatorias del fiscal en el caso de dos detenidos.
En prisión falleció el opositor Orlando Zapata, mientras libraba una huelga de hambre de casi tres meses, un hecho que atrajo el foco de la atención internacional sobre los 75. Luego, Guillermo «Coco» Fariñas se negó igualmente a ingerir alimentos por un tiempo prolongado para demandar la libertad de los presos políticos. Los medios de comunicación esta vez se encontraban muy pendientes del caso, y las presiones aumentaron sobre el régimen de Fidel Castro.
El Gobierno cubano acabó excarcelando a decenas de prisioneros políticos y obligándolos al destierro tras negociaciones entre La Habana y la Administración de José Luis Rodríguez Zapatero en España, con mediación de la Iglesia católica.
Alrededor de una docena de prisioneros de la Primavera Negra rechazaron la imposición en 2010 y decidieron quedarse en la isla. Uno de ellos fue José Daniel Ferrer, líder de la Unión Patriótica de Cuba, arrestado nuevamente tras las protestas del 11 de julio de 2021. Otro de los nombres que figura en dicha relación es el de Pedro Argüelles.
Según Laritza Diversent, el costo de aplicar la Ley 88 fue tan alto para la imagen del castrismo que desde 2003 no se ha vuelto a emplear, recurriendo hoy a delitos como los de desacato y resistencia, por mencionar algunos de los más usuales contra disidentes.
Gran parte de los 75 partieron al exilio. Varios han fallecido. Recientemente, en EE. UU., murió el poeta Raúl Rivero. Entre los menos de diez que permanecen en Cuba se encuentran Ángel Moya Acosta (esposo de la Dama de Blanco Berta Soler), Oscar Elías Biscet González, Iván Hernández Carrillo y Martha Beatriz Roque.
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El régimen de La Habana ha negado históricamente la existencia de presos políticos en el país; sin embargo, Argüelles sostiene que el trato con ellos era diferente dentro de las cárceles.
―Jamás a mí me maltrataron físicamente, ni siquiera las veces que me detuvieron ―asevera Argüelles. Los oficiales de la prisión le decían que ellos eran asunto de la Seguridad del Estado. Si alguno se sentía mal, lo comunicaba al guardia de la cárcel y este, a su vez, lo informaba a la Seguridad del Estado para que tomara cartas en el asunto.
Después de observarlo por quejarse de dolores en las articulaciones, un ortopédico le diagnosticó artrosis y le recomendó caminar más y bañarse con agua tibia. La Seguridad del Estado intercedió y le permitió a Argüelles salir todos los días al patio de la prisión a tomar el sol. De igual forma, le prometieron que tendría disponible agua caliente para bañarse. Los responsables de la cocina se la garantizarían. No obstante, en prisión desarrolló otras afecciones como gastritis crónica y distintas alergias.
Tiempo antes, en 1998, le habían detectado cataratas en ambos ojos. Las dificultades de visión comenzaron a agudizarse en la cárcel. Para leer, en su celda, tenía prácticamente que pegarse los libros al rostro. Un oficial se percató y avisó a los superiores. En el Combinado del Este, lo llevaron ante una doctora que recomendó operarlo con la mayor brevedad posible, pero él rechazaba tener que someterse a un procedimiento de tal envergadura en prisión.
De vuelta en la cárcel Canaleta, Ciego de Ávila, descubrió una mañana que su ojo izquierdo había quedado ciego. Desde el centro penitenciario, debían llamar a la Seguridad del Estado, para que autorizara su traslado al hospital.
Una vez más, concluyeron que la cirugía era ineludible. Argüelles mantenía su decisión de no operarse mientras lo tuvieran encerrado como un criminal. Al cabo de un tiempo, le presentaron a una supuesta oftalmóloga que lo atendería mejor si se sometía al procedimiento. Argüelles seguía receloso, aunque esta vez accedió por curiosidad. El día de la operación, lo trasladaron al hospital y la oftalmóloga le dijo que debía hacerle unos exámenes.
La especialista, tras un breve reconocimiento, determinó que Argüelles tenía un nivel de infección en los ojos que impediría operarlos. Debía esperar a que un tratamiento surtiera efecto, bajo la promesa de llevarlo directo hasta el Hospital «Pando Ferrer» en La Habana, pero eso nunca ocurriría.
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En 2010, tuvo una conversación desde la cárcel con el cardenal Jaime Ortega, arzobispo de La Habana. Ortega le informó que estaba en una lista de prisioneros que podrían partir hacia España, libres, en los próximos días; la condición era no regresar más al país donde nacieron. «Yo de Cuba no me voy», le respondió Argüelles, en tono resolutivo. El arzobispo repuso que entendía. Argüelles se despidió y colgó el auricular.
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―Yo creía que mi destino estaba en Cuba ―explica. Pero Argüelles reconoce que sí había querido, al igual que tantos otros, marcharse del país. Lo intentó por primera vez en 1992, tras la muerte de su madre. Estaba en Alamar, en La Habana del Este. Un hombre joven vendería una motocicleta para costear el viaje. Partiría junto a un grupo (incluido un oficial de la policía) a través de una embarcación desde Cojímar. En ese caso, el joven decidió finalmente aventurarse con otro conjunto que le inspiraba más confianza.
La segunda ocasión sería a bordo de un bote de poliestireno. En total, eran una mujer y seis hombres, contándolo a él. Uno de los tripulantes no sabía nadar. Argüelles le sugirió que aprendiera lo más pronto posible, pero desconfiaba de lleno en el éxito de la operación.
—Yo tenía la costumbre de ir a la costa, meter los pies en el agua y conversar con Yemayá para aclararme la mente —recuerda. De cualquier manera, las preguntas que lanzó a la deidad de las aguas se las supo contestar él mismo. Pensó al final que un viaje de esa naturaleza era bastante imprudente. Decidió volver entonces a Ciego de Ávila y, desde allí, abrirse paso en el terreno inexplorado del activismo.
Luego descubriría que el riesgo no era un factor concluyente en cuanto a su arraigo, porque tuvo una mujer que le propuso irse con ella a España, por vías regulares, y él tampoco asintió.
Fueron, en verdad, las preocupaciones por su salud y su vida —dice— las que lo condujeron al exilio. Al perder la visión del ojo izquierdo, su hermano de causa, Raúl Rivero, intentó disuadirlo de operarse en Cuba. No podía salir del país con permiso temporal, solo con visa definitiva. Los agentes de la Seguridad del Estado le advirtieron que nada más le permitirían viajar afuera en una dirección, de forma definitiva.
En un restaurante de La Habana, tuvo un diálogo algo persuasivo con Oswaldo Payá, el principal gestor del Proyecto Varela. Payá le comentó que en Cuba, dondequiera que estuviese, ningún opositor al régimen podría escapar de la vigilancia del aparato represivo. «Ahora mismo, en este lugar debe haber más de un oficial mirándonos», le señaló. Observaron en derredor y reconocieron a más de un sospechoso. «Cuídate, si no es un médico es otra de su gente, alguien te va a dejar ciego por completo», alertó Payá.
Argüelles había salido de prisión en 2011, cuando las autoridades, ante los reclamos internacionales, aceptaron liberar a quienes no toleraron el destierro como salvación. «Por fin, en las próximas horas va a ser excarcelado», le dijo por teléfono el arzobispo Jaime Ortega.
A finales del mismo año, muere en extrañas circunstancias Laura Pollán, fundadora de las Damas de Blanco. En 2012, corre igual suerte Payá. Argüelles empieza a temerse lo peor. Casi daba por hecho que, si se operaba en Cuba, lo dejarían ciego.
—En contra de mi voluntad, me tuve que ir —afirma. Las dificultades de la vista se agravaban. No podía siquiera salir solo a la calle. Otros opositores le planteaban que, de buenas a primeras, un carro podía aplastarlo y culpar a su ceguera del mortal accidente, un método redondo que perfectamente podía urdir el Gobierno para librarse de él.
Con más de 60 años de edad y casi una década de su vida en prisiones por disentir del castrismo, Argüelles se presenta en la Embajada estadounidense de La Habana, en busca de refugio político. Se había propuesto vivir en las ciudades de West New York o Union City en Nueva Jersey, donde le dedicaron homenajes un 20 de mayo, día en que quedó constituida la República de Cuba en 1902.
Un funcionario le aconsejó un destino menos hostil para su artrosis. Llegó en enero de 2014 a Houston, Texas, y rápidamente fue atendido por una doctora que accedió a operarlo de la catarata en el ojo derecho. Ahí supo que la ceguera del izquierdo era irremediable porque la retina se le había desprendido. Según la doctora, tal vez una operación más temprana le hubiese salvado la visión.
Transcurren dos años y medio en Houston. El resto, hasta la actualidad, se enumeran en Miami, una estancia solo interrumpida por una efímera relación con una venezolana en Charlotte, Carolina del Norte, porque las mujeres siempre dibujaron trazos en la navegación de Argüelles.
Reside en ciudades como Hialeah, la Pequeña Habana, Sweetwater. Desde hace un año, vino al apartamento en el llamado Distrito Hospitalario, cerca del VA Medical Center y del metrorraíl, que costea con un exiguo pago bajo la categoría de «deshabilitado».
—Hay un momento que Miami me desborda, la vida tan cara aquí —dice. Sobre el exilio, apunta que nunca aceptó que desde afuera le dijeran cómo debía hacer las cosas. «Los mandaba a la mierda; hay mucha gente que vinieron a hacer historia aquí. Yo no, mi historia la construí dentro de Cuba».
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―Bueno, ¿qué, ya se va? ―le preguntaban los otros reclusos en 2011, al enterarse de que el «político» salía finalmente de prisión. Lo llamaban «político» porque sabían las causas de su encierro. Algunos le preguntaron quién, una vez que él se fuera, iba a asumir el rol de defenderlos. ¿Quién se faja con los guardias aquí por nosotros?, indagaban. Lo recuerda Argüelles, a pesar de todo, como una suma de pequeños momentos emotivos.
Hoy afirma que, aunque se lo permitieran, no volvería a Cuba. Cada vez se le reducen más los motivos. Por ejemplo, al menos cinco de sus grandes amigos de Ciego de Ávila murieron fulminados por el coronavirus. Aun así, no ha perdido el deseo de que el Gobierno que tanto lo flageló acabe. En tal sentido, los hechos del 11 de julio que, a su entender, comenzaron con las protestas del Movimiento San Isidro (MSI) resultaron esperanzadores. «Es el inicio del fin, no será hoy ni mañana, pero la gente perdió el miedo», asegura.
El día que abandonó Cuba, las autoridades habían desplegado un operativo en el aeropuerto de La Habana. No solo Argüelles salía del país, sino que la líder de las Damas de Blanco, Berta Soler, regresaba de algún intercambio en el exterior.
Si, por casualidad, algún agente le hubiera preguntado entonces por su estado, él hubiese contestado lo habitual, que aún respiraba. Y eso podría generar alguna que otra molestia, como siempre.
Este texto forma parte de una alianza entre los medios de periodismo independiente cubanos elToque, Periodismo de Barrio y El Estornudo.
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