Tras el paso del ciclón Rafael, en La Habana, como en toda Cuba, la oscuridad manda en las noches. No hay luces titilantes en las ventanas ni a través de las paredes derruidas. Solo queda el silencio roto por el susurro del viento entre los árboles y, de vez en cuando, el eco de un generador vecino que resiste la penumbra. En esa escena casi fantasmal, las cámaras, con sus lentes abiertos al máximo, intentan hacer lo que los ojos no pueden: revelar la luz que se oculta en la oscuridad de un apagón.
La técnica de la larga exposición, que en otros contextos sería una herramienta para captar la majestuosidad de estrellas o paisajes urbanos vibrantes, aquí se convierte en un testigo doloroso. Las imágenes no muestran lo que hay, sino lo que falta.
Las estelas de luces de un auto, de los hoteles encendidos a lo lejos, dibujan el retrato de una Cuba oscura, donde lo cotidiano se ha adaptado a la precariedad. Lo que la fotografía captura no es solo la ausencia de electricidad, sino las penumbras que han cubierto la vida.
En las imágenes de oscuridad prolongada, que parecen metáforas para la larga noche que atraviesa la isla, las fotos de larga exposición nos hablan de un tiempo que se alarga con las sombras, de un futuro que no llega, de una resistencia que frustra y cansa.
La larga exposición, pensada para embellecer la fotografía, retrata la falta de luz y la resignación en los rostros, en las casas, en las calles vacías. Lo que debería ser pasajero se ha transformado en una rutina que define los días, las noches y, sobre todo, el ánimo de los cubanos. La luz en las fotos no es más que un rastro del pasado.
Y mientras las cámaras se empeñan en prolongar la luz que queda, el tiempo no hace más que alargar la penumbra. Cada fotografía es un paréntesis entre apagones, una pausa que no significa alivio, sino la confirmación de que la larga noche apenas comienza.
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