De Holguín a Sujumi: la odisea de una madre cubana en busca de refugio para su familia

Foto: Wikimedia
«Nunca imaginé que tendríamos que cruzar medio mundo para intentar vivir con un poco de dignidad». Así comienza Marilín, cubana de 56 años, su relato de supervivencia. Sentada en la pequeña sala de un modesto apartamento en Sujumi, la capital de Abjasia, recuerda cada decisión que los llevó a ese rincón del Cáucaso, desconocido incluso para muchos mapas.
Lleva más de tres años intentando escapar de la escasez, la desesperanza y el abandono. Junto a su esposo y sus dos hijos, dejó su Holguín natal para emprender una travesía que los llevó primero a Rusia y después a esa pequeña república autoproclamada donde se encuentran hoy.
En Cuba, Marilín trabajaba como secretaria, mientras su esposo, Miguel, era militar de carrera. La vida parecía encarrilada hasta que Yuri (34 años), el mayor de sus dos hijos, comenzó a padecer convulsiones cuando tenía 12 años. Más tarde, fue diagnosticado con epilepsia y esquizofrenia. Desde entonces, ella fue su cuidadora a tiempo completo, sin un apoyo institucional efectivo.
«Me dijeron que me pagarían como madre cuidadora, pero nunca lo hicieron. Tampoco llegó la ayuda que prometió la Seguridad Social. Solo promesas, nada más».
A lo largo de los años, buscó ayuda para Yuri en múltiples centros médicos e instituciones en Cuba, sin conseguir atención efectiva para su hijo. Incluso intentó llevarlo al prestigioso Centro Internacional de Restauración Neurológica (CIREN) en La Habana, pero solo encontró puertas cerradas.
«El médico nos dijo que tal vez, con terapias allí, podía mejorar, pero no lo quisieron ingresar. Nos dijeron que ese hospital era para gobernantes y extranjeros».
En 2021, con la escasez agravándose y los medicamentos imposibles de conseguir, desesperados, decidieron vender su casa en Holguín y lo poco que tenían. Apostaron todo en un boleto de avión a Rusia, buscando atención para Yuri y mejores condiciones de vida.
Rusia: esperanza rota y persecución migratoria
En Moscú, en lugar de la vida mejor que soñaban, se encontraron con una pesadilla burocrática.
Vivieron más de tres años en situación migratoria irregular, temiendo cada golpe a la puerta. Pagaron alquileres exorbitantes por habitaciones compartidas. Sufrieron extorsión por parte de policías y civiles, detenciones, amenazas de deportación. Y Yuri no pudo acceder a la atención médica que buscaban. «Estuvimos tres años y medio ilegales. Fue un estrés terrible».
Aunque Rusia no exige visado a los ciudadanos cubanos, legalmente solo es posible estar tres meses por razones de turismo. Luego, las posibilidades de regularizar la situación migratoria y acceder a la residencia son prácticamente nulas.
Miguel trabajaba limpiando calles por 25 000 rublos al mes (unos 300 dólares). Vivían en cuartos compartidos con desconocidos —en uno de ellos convivieron con un ruso borracho y violento. Mientras, sufrieron detenciones y amenazas de deportación.
«A mi hijo menor, Miguelito, lo detuvieron. Querían deportarlo. A las dos semanas detuvieron a mi esposo. Un vecino dijo que conocía a alguien en la policía, pero había que pagar 45 000 rublos. No teníamos ese dinero. Tuvimos que pedir prestado».

De izquierda a derecha: Yuri (hijo mayor), Miguel (padre), Marilín, Miguel (hijo)
La indefensión era total. Un día de mucho frío, su esposo sufrió una hemorragia estomacal mientras trabajaba en la calle. Su jefe lo dejó frente al edificio para evitar llevarlo al hospital. Tuvieron que suplicar ayuda. «Le pusieron suero, pero a los cuatro días se tuvo que ir; le dijeron que debía pagar la estancia y los medicamentos. No teníamos con qué».
El punto de quiebre llegó cuando la salud de todos se resintió: Marilín, con inflamaciones en las piernas; su esposo, con crisis de ciatalgia y hemorragias gástricas; y su hijo menor, también con problemas en la columna. Yuri, cada vez más inestable.
«Yuri, en ocasiones, entra en crisis y deja de comer y no duerme. En Rusia tuvo que ingresar por urgencia (cuando es una emergencia, la atención básica es gratuita); lo fue a buscar la ambulancia a la casa, estuvo un mes, pero como no sabemos ruso, todo fue muy difícil. No podía quedarme con él, y me dijeron que le dejara lo necesario para su aseo. Les expliqué que dependía totalmente de mí. Las asistentes dijeron que lo ayudarían, pero, cuando me permitían verlo, no estaba aseado y se notaba que no se alimentaba».
El cruce a Abjasia: separación, multas y dolor
A finales de 2024, una publicación en YouTube les abrió una nueva vía y nuevas esperanzas: Abjasia, un país autoproclamado, fronterizo con Rusia, donde podrían obtener un visado. Compraron pasajes hasta Ádler (distrito ruso) y, de ahí, un taxi a la frontera. Fueron rechazados en un primer intento. Luego lograron abordar un tren rumbo a Sujumi (capital de Abjasia), pero los guardias fronterizos los volvieron a parar y les impidieron viajar porque el pasaporte de su hijo menor estaba deteriorado. Finalmente, tuvieron que seguir camino sin él y con un sello de deportación de Rusia en el documento de los demás.
«Fue terrible tener que separarnos. Él dijo que haría su nuevo pasaporte en Moscú y nos alcanzaría. Nos bajamos del tren con el corazón partido».
Lo que siguió fueron meses de angustia. Miguelito volvió a Moscú a tramitar el nuevo pasaporte en el consulado cubano. No podía trabajar mucho por miedo a ser detenido, en momentos de auge de las redadas antiinmigrantes. Cuando por fin intentó cruzar de nuevo, fue retenido en la frontera rusa y casi deportado. Solo la intervención de un abogado, con una multa de por medio, logró salvarlo. «El 11 de marzo, en la madrugada, pude abrazar a mi hijo. Nunca lloré tanto».
Nueva vida y la misma fragilidad
Hoy, Marilín y su familia viven en un apartamento de una sola habitación en Sujumi, por el que pagan 20 000 rublos al mes (un poco más de 200 dólares). Su esposo trabaja en un almacén de lácteos por 30 000 rublos mensuales, haciendo fuerza a pesar de su historial de hernias. El hijo menor tiene trabajos esporádicos; también está enfermo. Yuri continúa bajo tratamiento, pero sin atención médica especializada.
Han intentado regularizarse en Abjasia, pero no lo han conseguido del todo. El esposo tenía visa laboral, que no ha podido renovar por falta de medios; Marilín y Yuri, solo una de turismo. Su hijo menor fue multado con 28 000 rublos por no registrar su estancia a tiempo y actualmente está sin visado. Los cuatro están afectados psicológicamente. No tienen dinero para seguir pagando la renta y, menos aún, para más sanciones.
«Todo es difícil. No tenemos acceso a salud ni garantías. Solo luchamos cada día para sobrevivir».
¿Callejón sin salida?
Abjasia no es reconocida por la mayoría de la comunidad internacional. Las visas emitidas por sus autoridades no son válidas fuera del territorio. Cuba no tiene consulado allí. Las conexiones internacionales son muy limitadas. Para los migrantes como Marilín, eso puede implicar, además, vivir al margen de la legalidad internacional, sin protección diplomática, sin derechos formales y sin salidas a la vista.
«No podemos volver a Rusia porque nos pusieron un cuño de deportación por cinco años. Tampoco a Cuba, porque no existen otras vías y, aunque las hubiese, allá estaríamos peor que antes de venir. Quisiera que apareciera una solución, alguna organización humanitaria o persona que nos ayudase a llegar a un país donde pudiéramos tener documentos, atención médica, un poco de paz. Lo que cualquier ser humano merece. Si no, no sé qué será de nosotros», dice afectada.
La historia de Marilín es el espejo de la de muchas familias cubanas que, ante la desesperación, trazan rutas migratorias improbables. Desde Cuba a Abjasia, o la Antártida, cruzan continentes buscando lo mismo: lo que el país que los vio nacer no supo ofrecerles. Pero, a veces, la solución no aparece al despegar de la pista de Rancho Boyeros, y el futuro sigue siendo incierto y cada vez más lejano.


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