La propagación de la COVID-19 en Cuba ha cambiado todo radicalmente. Todavía nos adaptamos a una «normalidad» en la que la mascarilla se ha convertido en la prenda más usada y necesaria.
Siempre durante mayo, de 2020 y 2021, documenté mi experiencia con esta pandemia mientras servía como voluntario en un centro de aislamiento a las afueras de la ciudad de Matanzas.
La llamada Zona Roja era un hospital de campaña creado en las residencias estudiantiles de la Universidad de Matanzas, uno de los epicentros de la pandemia en Cuba. Allí se aislaba a las personas enfermas con COVID-19. Formé parte como voluntario, junto a otros jóvenes universitarios en su mayoría, del grupo de apoyo a médicos y enfermeros.
Los voluntarios no teníamos ningún tipo de vínculo con la medicina, éramos los encargados de la higiene del hospital y de la distribución de alimentos, tanto al equipo médico como a los pacientes. Allí conocí la tremenda labor que realizan estos verdaderos héroes, personas que constantemente arriesgan sus vidas y hacen sacrificios enormes como dejar de ver a sus seres queridos durante meses.
En mayo de 2020 se recibían solo pacientes sospechosos de COVID-19 y se trabajaba por 14 días y luego, 14 días bajo vigilancia: 28 días en total fuera de casa, con pruebas PCR frecuentes. Aunque el lugar siempre se mantuvo a máxima capacidad, en mayo de 2021 solo recibíamos a pacientes infectados y el ritmo era más intenso: trabajábamos siete días seguidos y descansábamos recluidos otros siete.
La propagación de la enfermedad hizo que por estos centros pasaran personas de todas las edades y sectores sociales, incluso muchos ancianos.
Ahora que aquellos edificios donde recibimos a tantos enfermos volvieron a funcionar como residencias estudiantiles no puedo evitar, cuando paso de camino a mis clases, el recuerdo de aquellos ancianos agradeciendo y aplaudiendo desde sus ventanas.
@davidlopez.stphoto
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