Son las 9 de la noche. Pablo Milanés sube al escenario media hora después de lo previsto, pero a nadie parece importarle el retraso. En su presencia, el Coliseo de la Ciudad Deportiva se cierra en un aplauso incesante. Es imposible saberlo, pero casi todos sospechan que será su último concierto en Cuba.
Hacía más de dos años que no cantaba en la isla, demasiado tiempo para un público acostumbrado a verlo con mayor frecuencia. La última vez que se presentó acá fue en diciembre de 2019, un recital junto a su hija Haydeé, en el Museo Nacional de Bellas Artes. Antes, en 2018, llenó las 5 000 capacidades del teatro Karl Marx.
Esta vez, Pablo vino a La Habana con un formato reducido, característico de la gira «Días de Luz», pero no tan conocido para el público nacional. A su voz, por la que poco parece que pasan los años, la acompañan Miguel Núñez (piano) y Caridad Varona (chelo). Una versión intimista que encaja con la imagen del cantautor: sosegada y tranquila.
Al llegar al atril, dedica unas palabras al público. «Siempre he dicho que Cuba es mi mejor público, pero ustedes ya se pasaron». Pablo sonríe, pasa la mano por su cabeza y hace un saludo formal. Da la bienvenida con las primeras estrofas de Marginal, «Vengan todos a mi jardín, toquen y deshojen las flores (...)». Luego, canta Comienzo y final de una verde mañana. La multitud grita. Empieza el concierto.
Puede que él necesitase cantar otra vez para los suyos, pero los más de 10 mil que estuvimos en la Ciudad Deportiva, necesitábamos escuchar de nuevo —o por primera vez— a Pablo en vivo.
Pablo nos recuerda lo verdaderamente importante. Esta crónica pretendía ser, además, la narración de un fatídico miércoles en el que cientos de personas se quedaron sin entradas porque favorecieron a algunos organismos. O sobre quienes, en medio del concierto, sacaron una bandera del M-26-7 mientras miles de gargantas cantaban No ha sido fácil. O sobre las personas que, al concluir el recital, montaron en dos ómnibus Girón parqueados algunas calles más abajo de la Ciudad Deportiva, donde no eran visibles. Pero no. Cuando la música de Pablo suena, las cosas fútiles dejan de tener protagonismo, él lo acapara todo solo con la melodía de su voz.
Pablo me hace pensar en las decenas de jóvenes que nos conocimos en la cola para comprar las entradas del concierto y que acampamos una noche entera en el Teatro Nacional porque días antes no habíamos alcanzado. Pablo me hace pensar en los aplausos que recibió cuando cantó el verso «hay un pueblo que espera silencioso». Pablo me hace pensar en el abrazo al borde de las lágrimas, con mi mejor amigo, mientras coreábamos Éxodo.
«¿Dónde están?
Quiero verlos para saber
que soy humano,
que vivo y siento por mis hermanos
y ellos por mí».
Tantos años después, resuenan con tierna reciedumbre sus versos más icónicos, sin importar ideologías, grupos etarios o fronteras. Por eso sus giras pasan por lugares tan diversos como España, Estados Unidos o La Habana. Es un artista universal, como pocos en el panorama musical cubano.
No hubo discursos políticos en sus alocuciones, entre canción y canción. De hecho, habló poco. Cedió ese espacio a la música, a la poesía, que son, a fin de cuentas, su esencia. Por eso, resultan difíciles de entender los artículos cargados de veneno y ataques a la figura de Pablo Milanés que profirieron algunas figuras y perfiles cercanos a la oficialidad. Una vez más, temieron a la música.
Pablo agradeció al público, «que ha hecho todo por estar aquí», dijo. Si se tiene en cuenta que casi no ocurre el concierto, razón no le faltaba. Ningún fanático querría perdérselo. Parafraseando a un buen amigo, «nadie tiene la certeza de si será o no el último, sin embargo, lo vivimos como el último».
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