Desde el 11 de julio hemos dormido poco. Hemos perdido el sueño encerrados en las luces de los teléfonos móviles, perseguidos por las imágenes estrujantes de ese día. En España las cubanas y cubanos no han dormido, ni en México, ni en Miami, ni en todos los lugares donde alguien conserva una preocupación por Cuba y por los que vivimos aquí.
Un temblor en el cuerpo y en el corazón no nos dejan dormir. Si te importa Cuba, no puede darte igual lo que ha pasado. Sentíamos la rabia y el cansancio arreciar, lo sentíamos cómo avanzaba y se colaba en la mirada y en los puños de la gente, sabíamos que podía convertirse en marcha y en protesta, como sabíamos que se iba a combatir a los manifestantes, el día que eso ocurriera.
En Cuba no se duerme igual desde el 11 de julio. La gente se mira con cara de silencio y guarda el grito en las entrañas, pero todo el mundo sabe que algo se volcó. La calma abrumadora de la calle, calma no tan calmada en los solares, ni en las calles sin asfalto de algunos barrios pobres, se acabó. No iba a durar para siempre la disciplina de la cola, disciplina del enfado y la resignación.
Todos los pueblos protestan. Desde siempre todos los pueblos protestan. Los santos pueblos de los cuentos, los pueblos antiguos, los medievales, las villas de los gremios y los aprendices, los pueblos de las ciudades industriales, los pueblos en servidumbre y los pueblos fantasmas. Habíamos olvidado la protesta y pensábamos que era una maldición echada sobre nosotros nuestra calma.
Las cubanas y cubanos que marcharon el 11 de julio gritaban “libertad”. También gritaban “patria y vida”, y vi a una mujer mayor llamarles “batistianos” a unos policías que abusaban de su trabajo. No creo que haya un reconocimiento más hermoso a la Revolución que llamarle “batistiano” a un agente del orden que reprime. También vi a un pueblo corear, frente a un Comandante de la Revolución, una queja adolorida: “nos dieron golpes”. Como si se tratara de un niño pidiendo ayuda a un tutor.
Hemos perdido el sueño de inocencia. El idilio entre el pueblo y su Estado protector acabó. El padre tenía el cinto escondido debajo del colchón (tonfa, escudo, casco, garrote, pistola); pero no lo sacaba porque nuestra relación se basaba en el respeto mutuo, en la soberanía de los hijos, en la responsabilidad de los padres protectores. Todos los padres abusan alguna vez; pero en todos los casos deben pedir disculpas y debe haber leyes que les indiquen las fronteras de su autoridad.
Todos los hijos protestan, escapan, desordenan, cuentan relatos injustos sobre la sobreprotección de sus padres; pero aprendemos, también de nuestros padres, que hay límites para el castigo, que debe tener sentido el castigo, que no se debe tratar nunca de golpearnos por pensar diferente, por aspirar a otras cosas, por cantar otras canciones y leer libros distintos a los que nos regalaron y dedicaron en nuestra infancia.
Se ha ido el sueño. No hay quien pegue los ojos. Ni los golpeados el 11 de julio, ni los que aspiran a que la violencia baile su danza brutal a cada rato en Cuba, ni los que aspiran a que no se mueva una hoja de un árbol en esta Isla hirviente, que no puede ser soberana solo para bailar el son.
El único sueño posible en Cuba, ahora, es el de la reconciliación basada en la justicia, en la responsabilidad, el amor a la diversidad de nuestra cultura, el pluralismo político, la aceptación de la diferencia y la crítica. El bálsamo más efectivo contra la violencia es el Estado de derecho y ni este va a hacer desaparecer la protesta, porque esta es un derecho y es una necesidad de la política.
Los agentes del orden deben representar la legalidad, no el poder. El pacto social de la Revolución tenía como primera cláusula que este era un proyecto de nación para los humildes y, de esta forma, la humildad no sería indignidad, sino soberanía popular, inclusión y justicia social.
Podemos ser humildes, pero empoderados no aspiraremos a la pobreza. La humildad puede ser dignificante; la pobreza no puede ser una aspiración. Cuando los pobres marchan, las tonfas deben bajar la cabeza. En el socialismo manda el pueblo o el poema épico de la Revolución era una parodia risible.
Bandidos habrá siempre. En las colas, los bancos, las marchas, las guaguas, los ministerios, las manifestaciones pacíficas, las reuniones del sindicato, los exámenes de ingreso a la universidad, las reuniones de escalafón, las familias. En cada familia hay un bandido; siempre ha sido así. Pero el pueblo soberano no está compuesto de bandidos; los bandidos son minoría y hay que trabajar con amor para que cambien la violencia, el engaño y el abuso, por trabajo y bondad.
Hemos perdido el sueño. Los ojos no quieren cerrarse y las lágrimas ya no tienen sentido. Tenemos que fundar otro sueño, uno reparador y uno que nos lance a edificar otra paz, otra confianza, otra justicia. Cuba es una sola y de todos los cubanos y cubanas. No se debe tratar de repartirla porque sus migajas no nos complacerán. La necesitamos toda y con todos los cubanos. Ni todos los que marcharon el 11 de julio son delincuentes, ni todos los que salieron con uniformes militares ese día son represores.
Hay que inventar un sueño nuevo; y que este sea custodiado por la luz de la república, la constancia de la justicia, la responsabilidad de la libertad y el filo sanador de la ley.
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