En un proceso de cambios es importante salvar esencias. Poner demasiado en venta puede ser un camino sin retorno, en el que la mayoría termina sin nada.
La primera patria es la familia, la segunda es el barrio. Llegan noticias a los vecinos de que Planificación Física ha autorizado la construcción de un hotel frente a nosotros. Los ingleses deben haber ofrecido una cantidad exorbitante porque la construcción implicaría demoler dos construcciones de bien público situadas en el malecón habanero: el Castillito y las piscinas del Camilo Cienfuegos.
Aún así, los ingleses parecen conquistarnos sin que tengamos un Pepe Antonio esta vez para salvarnos.
El Castillito fue impulsado por Fidel Castro en momentos difíciles del país, es un complejo recreativo que cuenta con piscina, gimnasio, salas deportivas y música nocturna. Situado a metros de una beca estudiantil, es una alternativa económica para quienes no pueden acceder a la farándula habanera. El Camilo es la piscina que siempre está llena de niños, que en etapa vacacional se llena de adolescentes y despierta en la mañana con un gimnasio de chicas.
¿Tendremos una invasión inglesa de construcción mecanizada en los próximos tiempos?
Mi barrio es un poco como debiera ser una Cuba mejor, más limpia, que se pinta y se arregla siempre que llega un presidente. También tiene sus miserias, plagado de nuevos ricos que imponen precios exorbitantes en el agro y el peligro constante de que nos nacionalicen algún espacio para un hotel extranjero, como acaba de pasar.
Los ingresos de estas instalaciones son los que pagan las escuelas, los hospitales, las subvenciones a la población y la comida que se pudre en los puertos sin llegar a quienes la necesitan.
La construcción de un hotel frente a nosotros quizás sea conveniente porque traerá más presencia foránea en el barrio y florecerán los negocios vecinales. Aumentarán inevitablemente los jóvenes “emprendedores” que ofrecen todo lo que necesita el visitante extranjero, aumentará un consumo de drogas que todavía no es problema nacional pero va aumentando paralelo al turismo, vendrá lo bueno y lo malo. Pero, ¿cómo maximizar beneficios y minimizar amenazas? ¿Cómo hacer que los cambios actuales beneficien a mis vecinos que tienen menos? Hasta ahora lo que ha ocurrido es que aumenten los ingresos de quienes pueden invertir más, aumentando la brecha social.
Recientemente tuvo lugar la reunión de circunscripción. El único joven creo que era yo, los demás estaban poniendo música o viendo el paquete. El delegado habló un rato, preguntó si había dudas, terminamos y regresamos a nuestro edificio soviético que contrasta con las edificaciones del período capitalista que nos rodean. No hubo mención alguna del asunto, no estaba en la agenda del encuentro. ¿Planificación física habrá avisado a la vecindad? ¿Algunos de los decisores vivirán cerca?
La incertidumbre está a la orden. ¿Tendremos una invasión inglesa de construcción mecanizada en los próximos tiempos? Si en busca de los recursos necesarios perdemos el consenso nacional o le vendemos el alma de la ciudad a intereses foráneos… ¿qué nos quedará? El proceso de cambios es necesario, la inversión extranjera también, pero nunca a costa de perder nuestras esencias.
comentarios
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Manuel Zayas
raul
Ahora bien, creo que estás exagerando un poco en este trabajo, pues aunque tengan una función social relativamente importante, ni el castillito ni las piscinas tienen nada que ver con nuestras esencias nacionales.
Leyendo el trabajo surge una pregunta importante, ¿Basta un ejemplo, o un número reducido de estos, para hacer una generalización válida.
Creo que en este artículo caíste en las trampas inherentes a los razonamientos inductivos.
Además, me pregunto, ¿las edificaciones financiadas con capital extranjero tienen que erigirse en solares yermos? ¿Acaso los proyectos de relevancia nacional deber ser necesariamente sometidos a consultas locales, sobre todo si éstos, aunque cambien la realidad de los barrios, no atentan en principio contra nuestras esencias?
Maibel
Adrián
Harold Cárdenas
Lidiuska Cardero Dieguez
Agustín Borrego Torres