Es junio de 2022, plena temporada de lluvias. Los empaquetadores de bananos de la finca Santa Rosa llegan temprano, pero aún se demorarán en comenzar el trabajo. Antes, se encuentran con la imagen misma de la desgracia. Dan aviso a la Policía y se mantienen junto a su hallazgo, con ese morbo inexplicable que alimentará a una muchedumbre cada vez más grande.
El descubrimiento es un cuerpo magullado, con golpes y heridas abiertas. No se le puede ver el rostro. Lo dejaron tirado en un charco, bocabajo, en una vía que los medios insisten en llamar carretera, pero que se deja ver en las fotografías como un camino ancho de tierra mojada.
Cuando la Policía llega, hace retroceder a los curiosos, cierra la zona y voltea el cuerpo para llevárselo. Un conocido lo reconoce al instante. Es Alfredo Ferretti, uno de los tantos cubanos que ha decidido lanzarse a los peligros y la esperanza de la emigración irregular.
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El lugar donde fue abandonado pudiera ser la entrada a cualquier barrio insalubre en Cuba ―a cualquiera que tenga, por lo menos, un camino por el cual llegar―, pero no lo es. Es la comunidad de San Nicolás Lagartero, uno de los puntos que utilizan cientos de migrantes latinoamericanos para evitar los retenes policiales tras pasar la frontera guatemalteca. Es Tapachula, México, ciudad en la cual se concentra el grueso de los migrantes irregulares de la región en espera de sus peticiones de asilo para poder seguir rumbo al norte. Desde enero hasta septiembre de 2022, la ciudad llegó a atender 86 621 de esas solicitudes; unas 14 056 por parte de ciudadanos cubanos.
«Ya yo no regreso»
30 de diciembre de 2021: Celestino se encarga de las preparaciones del fin de año en casa de su madre, en el municipio Regla, cuando llega su hermano Alfredo. No pasa mucho rato con ellos, solo quiere avisarles que se va de viaje. Otras veces ha ido a países como Guyana o Haití a buscar mercancía para vender en Cuba y hacer algo de dinero; así que Celestino y su madre creen que se irá por pocos días.
De todos modos, insisten en acompañarlo a su casa, donde esta misma noche lo debe recoger el carro para llevarlo al aeropuerto. Antes de partir, se sincera con ellos. «Me voy para Nicaragua ―les dice―. Voy a subir hasta México y a tratar de cruzar para los Estados Unidos».
1992: Celestino es el tercer hijo de su madre. Cuando nace, Alfredo tiene diez años. Es el inicio del Período Especial en Cuba, tiempos de hambre y escasez, y toda la familia vive reunida en una casucha en el municipio Diez de Octubre. Son más de 15 personas, con pocos recursos. La puerta que da a la calle es una cortina hecha con sacos cosidos. Luego la cambiarán por una lona antes de vender la casa.
El hermano mayor es muy malo para la escuela; pero, por el contrario, parece nacido para cualquier trabajo físico. Corta yerbas para ganarse diez pesos y ayudar a su madre. También trabaja en un agromercado, donde consigue alguna vianda además de un poco de dinero.
A Celestino, mientras crece, le repetirán constantemente que sus primeras malangas y casi todo lo primero que comió tras dejar la leche materna fue trabajado y traído a la casa por su hermano Alfredo.
27 de enero de 2019: El hermano mayor de Celestino define su estilo de vida en una simple frase que repite cuanto puede: «Ningún trabajo es una vergüenza para uno». En los últimos años, ha trabajado en Geocuba, en puestos de viandas, ha criado más de 80 puercos, ha sido botero, ha viajado y, con todo ello, ha logrado armar su propio hogar para él, su mujer y sus dos hijas. Es una casita de madera enchapada con zinc y aluminio. El techo es de fibrocemento. Él mismo, poco a poco, la fue mejorando. No es un palacio, pero está bastante bien.
Su mujer no está en casa ahora, solo él y las niñas; una tiene 11 años y la otra apenas cuatro. La noche terminó de caer hace pocos minutos. Él, a esta hora, suele ver la televisión mientras espera a que se le termine de asentar el sueño para acostarse temprano.
Se escucha un ruido lejano y constante, como de motor, que va intensificándose. En pocos minutos, se vuelve un soplido infernal. Las paredes empiezan a temblar; el enchapado metálico recibe golpes que suenan como bombas y se va volando por pedazos; y el techo suelta polvo, se tambalea y amenaza con enterrarlos en cualquier momento. Las niñas corren a él. La pared del fondo cede, se desprende, les va encima. Él lanza a sus hijas al suelo y las cubre con su propio cuerpo.
Tan rápido como empezó la catástrofe, la furia natural sigue su camino y todo vuelve a quedar en calma. De alguna manera, los tres logran salir de entre las tablas y la destrucción. Están bien, pero la casa se les hizo nada, los equipos se les destruyeron, la ropa se les rompió o se fue volando, y el dinero que pudieran tener guardado en algún rincón sufrió, seguramente, igual destino.
Luego se enterarán de que fue un tornado pero, ahora mismo, ¿qué más da? Lo importante es que siguen vivos y tienen que empezar todo desde el principio. Otra vez.
30 de diciembre de 2021: «Me voy para Nicaragua. Voy a subir hasta México y a tratar de cruzar para los Estados Unidos».
Celestino escucha las palabras de su hermano, primero, con cierta desconfianza. No sabe bien cómo se hace esa travesía, qué tan peligrosa puede ser, y su propio hermano ha tenido malas experiencias en otros países. No será la primera vez que intente emigrar. Pero, por otra parte, le parece que es lo más lógico. Luego del tornado, su hermano logró levantarse de entre las cenizas. Volvió a botear un tiempo, ahorró dinero y alquiló un espacio para hacer su propio quiosco de viandas y hortalizas. Le iba relativamente bien pero, con el ordenamiento monetario, la crisis económica, la pandemia, la inflación y todas las calamidades que los cubanos llevamos a cuestas, ninguna fortuna parece suficiente. Cada día la misma cantidad de dinero vale menos. Y, por si fuera poco, la dueña del local donde tenía el quiosco decidió venderlo y su hermano se quedó sin trabajo. Si tiene que volver a empezar, una vez más, mejor que pruebe suerte en otra parte.
Además, cree, no debe haber peligro cuando tanta gente lo logra. Entre el primero de enero de 2021 y el 3i de octubre de 2022 llegarán a los Estados Unidos 288 355 cubanos, la mayoría por tierra. Es imposible que Celestino, en diciembre de 2021, tenga esta cifra en mente; pero cualquier cubano ha escuchado decenas de historias de personas que hicieron la ruta desde Nicaragua o incluso más lejos y llegaron bien. Los relatos negativos se cuentan menos, o no se cuentan.
―Está bien ―le responde Celestino―, es la decisión que has tomado y sabes que yo siempre he respetado tus decisiones. Tú eres el que sabes lo que vas a hacer.
Su hermano le da un beso a él, otro a su madre y luego reúne todas las frustraciones vividas en Cuba y las suelta en una sola frase:
―Ya yo no regreso.
Tristemente proféticas, esas son las últimas palabras que Alfredo Ferretti les dice en persona a su hermano y a su madre antes de iniciar la que será su segunda y última travesía por Latinoamérica.
El gran viaje latinoamericano
En 2016, con algún dinero reunido, Alfredo viajó a Guyana y cruzó la frontera de Brasil, con la idea de establecerse ahí. En ese momento, su hija mayor tenía unos ocho años y la menor solo meses de nacida.
Consiguió trabajo en Brasil, pero su estatus ilegal lo llevó a ser desechado sin ninguna remuneración. Quedó viviendo en la calle, con muy poco dominio del idioma y sin nadie que lo ayudara, por lo cual decidió cambiar de país por segunda vez.
Hizo el cruce a Perú, apostando su propia vida contra el destino. Según contaría luego, tuvo que atravesar hectáreas de sembrados de marihuana y coca, custodiadas siempre por gente armada.
En Perú conseguía trabajo para un día y luego pasaba hasta dos semanas o más sin poder hacer nada y, por supuesto, sin cobrar un centavo. Vivió en pésimas condiciones. Pasó hambre. Al final, con la piel pegada a los huesos y habiendo gastado hasta el último de sus ahorros, recibió ayuda de varios familiares y amigos para volver a Cuba.
Yuliet Acosta Pérez, también cubana, de Ciego de Ávila, no detuvo su travesía en Perú como hiciera Alfredo en aquel primer intento de establecerse fuera de Cuba.
El 21 de junio de 2022, Yuliet partió hacia Surinam con la idea de asentarse, trabajar y comenzar una nueva vida. Según le comentó a su hija, Yadaris Carranza, en ese país los precios de la renta, la comida y la vida en general eran muy elevados. No creyó que pudiera levantar cabeza si mantenía su plan original de quedarse ahí. Optó entonces por continuar la travesía de más de 5 mil kilómetros que miles de migrantes latinoamericanos realizan cada año, a pie, hacia los Estados Unidos.
Como Alfredo, Yuliet, en un grupo de alrededor de 30 personas, cruzó a Brasil y luego a Perú, después a Ecuador y por último a Colombia, desde donde pasaría a Panamá para seguir el resto del camino hasta Norteamérica.
Al final del país del café y el ballenato, la masa continental se estrecha y deja una única posibilidad de paso por tierra: el llamado Tapón del Darién, que divide los territorios colombiano y panameño. Es especialmente conocido entre los migrantes por su extensa zona de vegetación y aislamiento: la Selva del Darién, con más de 100 kilómetros repletos de ríos, lomas, animales peligrosos (jaguares, serpientes y pumas); y grupos de asaltantes comunes, narcotraficantes y paramilitares.
En la tarde del 17 de julio, Yadaris recibió una llamada de su madre. Le dijo que estaba bien, que la travesía iba por buen camino y que, al día siguiente en la mañana, se adentrarían en la selva. El 18 de julio pasó sin noticias. El 19 recibió otra llamada; pero no era de su madre, sino de una de las personas que iban en su grupo. Yuliet no le había sido honesta. En verdad, había estado muy agotada durante todo el viaje. Tenía catarro. Había tenido fiebre. El día 18, mientras escalaban la loma llamada “La Llorona”, con 107 metros de altitud y famosa por la dificultad del paso y los deslizamientos de tierra, su organismo llegó al tope. Tuvo lo que pareció un infarto fulminante. Los demás siguieron su camino. El cuerpo quedó detrás.
Luego de recibir la llamada, Yadaris entró a grupos de migrantes en redes sociales e intentó averiguar sobre su madre. Supo que en la mañana del 19 de julio el cuerpo seguía ahí. Algunas personas que pasaron le confirmaron haberlo visto abandonado a un lado del camino. Después, nadie más lo vio. Ningún Gobierno o institución ha podido darle respuestas. Algunas personas le han dicho que quizá los pobladores autóctonos de la selva le hayan dado un entierro, pero no es más que una posibilidad. La única certeza es que el cuerpo de Yuliet desapareció en la selva.
Alrededor de un año antes, Yosmel Barrios, otro cubano, de Marianao, atravesó el Darién. En su caso, salió de Cuba hacia Uruguay y desde ahí comenzó la travesía para llegar a la selva con alrededor de 38 personas más, pasando también por Brasil, Perú y Ecuador antes de entrar a Colombia.
Yosmel se hizo conocido en Facebook por documentar su viaje mediante fotos y videos, y fue seguido por varios medios de comunicación. En una entrevista concedida a CiberCuba, narró que en Colombia llegaron a un pueblo costero y un coyote los llevó en lancha hasta Capurganá, en la frontera panameña. Allí los esperaba otro guía que debía llevarlos hasta un campamento para migrantes en la selva, pero los abandonó desde el primer día. Se quedaron solos, sin saber cómo ubicarse. Al segundo día, fueron asaltados y les arrebataron los celulares, el dinero que no pudieron ocultar y casi toda la comida.
El grupo se dispersó y Yosmel quedó solo. Vagó cuatro días más por los caminos intrincados de la selva sin nada que comer, hasta que, de forma milagrosa, halló el campamento. Entonces solo había haitianos y africanos, también en medio de la travesía hacia los Estados Unidos. El resto de los cubanos de su grupo no llegó hasta cuatro días después, lo cual sumaba un total de 10 días perdidos en la selva, ocho de ellos sin comida y bebiendo agua de ríos o de lluvia.
En el campamento, Yosmel entrevistó a varios de sus compañeros de viaje. Una mujer de más de cuarenta años que se identificó como Yeni contó que por lo duro del trayecto y la falta de alimentos, primero, tuvo vómitos, luego sufrió decaimiento e incluso perdió el sentido de la orientación. «Me decían: “coge por aquí”, y yo cogía por el otro lado ―dijo―. Deseos de morirme tenía yo allá dentro. De ahí, si tú no sales, no te saca nadie». Además, contó haber sufrido, en total, cuatro asaltos con machetes, pistolas y escopetas.
«Nosotros no vimos ningún muerto ―narró también Yeni―, pero en algunos lugares sentimos peste, bastante. Después, cuando fueron llegando los demás, les decíamos: “íbamos pasando por tal lado y sentíamos peste”, y nos decían: “ahí había seis muertos, ahí había dos…”. Ellos sí los vieron».
Otro de sus entrevistados fue un hombre que se identificó como Orestes Castillo, de 50 años, que aparece en el video postrado en el suelo, con los pies hinchados, amoratados y llenos de heridas grandes y amarillentas. «Nos quitaron dinero, nos quitaron comida, nos amenazaron con armas de fuego, incluso golpes se nos dio ―expuso él―, e inclusive violaron a mujeres. Las amarraron y las violaron».
Sobre la experiencia en general, Orestes concluyó: «Es algo duro pasar la selva. No es comparable con nada, con todo lo que te dicen… No es comparable con nada».
Al salir del Darién, Yosmel Barrios tuvo otros contratiempos. Haber tenido que pagar el poco dinero que le quedaba para entrar a Nicaragua, luego de haber intentado cruzar ilegalmente en varias ocasiones y haber sido descubierto en cada una de ellas. A pesar de todo, logró llegar a Tapachula, México.
A solo un paso de los Estados Unidos, su cuerpo estaba débil y deshidratado. Además, Yosmel padecía de VIH y llevaba tiempo sin recibir el tratamiento necesario. Tuvo que ser ingresado en un hospital, donde pasó varios días, hasta que un paro cardíaco le quitó la vida.
La muerte de Alfredo Ferretti
Alfredo pudo haber muerto mucho antes, en 2003. También en la oscuridad, también asesinado. Celestino y él tuvieron otro hermano. Aquella noche, fueron a una discoteca que habían abierto cerca de donde vivían. Alfredo entró. Su hermano se quedó fuera. Las razones y los hechos se han difuminado con el paso de los años. Lo cierto es que discutió con el portero, uno le dio un galletazo al otro y este se lo devolvió. Ahí quedó todo, o eso parecía. En el camino de regreso a casa, los hermanos fueron sorprendidos y apuñalados por la espalda. Un cuchillo para cada uno. Un neumotórax para cada uno. Alfredo, el mayor, lo superó. Al otro le atravesaron la aorta.
Alfredo practicaba la religión yoruba, era hijo de Changó y de Ollá. Una de las advertencias de los santos fue que siempre siguiera hacia delante, sin parar. El día que se detuviera a mirar hacia detrás… ahí acababa todo.
De esa forma, mirando siempre hacia delante, logró vivir hasta la noche del primero de junio de 2022, cuando Celestino le contó por una llamada de WhatsApp lo duro que estaba el trabajo en el quiosco, cuánto habían subido los precios, cómo la gente compraba menos.
―Quítate de eso ―dijo el hermano mayor―. Mira, te tengo una buena noticia: si Dios quiere, pasado mañana me dan los papeles y en noviembre mando a buscar a las niñas. Espero que ellas estén rápido aquí conmigo. Para diciembre espero que tú y mi mamá también puedan venir. Así que búscate un trabajito que nada más te dé para el diario y ya, espera.
Alfredo había hecho el viaje desde Nicaragua sin dificultades, en guaguas y camionetas. Al llegar a México, vio que era más fácil recibir los papeles de residencia ahí y decidió esperar para poder sacar a su familia y cruzar todos juntos a los Estados Unidos, en lugar de seguir él solo. Al principio, encontró trabajo en un hostal en el que cobraba muy poco. En esas circunstancias, conoció a un abogado que le iba a resolver los papeles necesarios para su residencia. Le cobró 3 mil dólares y no le resolvió nada. Cuando todo parecía torcido, encontró trabajo como cocinero y mensajero en un restaurante cuyo dueño, también abogado, lo ayudó a tramitar los papeles necesarios.
Al anterior que lo estafó, una prima de Alfredo cuenta que él lo había encontrado y habían tenido algún tipo de pelea. Celestino agrega que, cuando conversaron, dio a entender que le estaba devolviendo el dinero poco a poco, aunque no queda claro cómo. Esa noche todo parecía resuelto.
―Te tengo que colgar, que me está llamando el jefe porque tengo una mensajería ―terminó Alfredo la conversación.
A las diez de la mañana del 2 de junio, Celestino recibe una llamada de su cuñada. Alfredo no contesta el teléfono. Normalmente, él siempre se comunica cerca de las seis, pero hoy no lo hizo. Ella lo llamó varias veces. Nada. Pensó que podía estar en medio de los trámites para la residencia y no podía responderle, pero han pasado cuatro horas y sigue sin noticias.
Celestino lo llama por WhatsApp. Le manda un mensaje: «Mi hermano, por favor, conéctate, que estamos aquí esperando por ti. Mi cuñada está desesperada». Le timbra directamente a su número de México y la operadora responde que el teléfono está apagado o fuera del área de cobertura.
No queda más que esperar. Acompaña a su madre en algunos quehaceres y, al rato, recibe otra llamada de su cuñada:
―Me hace falta que vengas a mi casa rápido.
―Pero ¿qué pasa? ―le pregunta Celestino― ¿Pasó algo?
―Sí, que… me acaban de llamar de una funeraria. Tu hermano… Tu hermano está muerto.
Un taxista mexicano, con el que Alfredo hizo algunos viajes, fue quien lo reconoció y le escribió a su esposa. Según su testimonio, Alfredo lo llamó sobre las diez de la noche para un viaje, él le respondió que estaba fregando el taxi en ese momento, pero que lo dejara terminar y lo recogía. Alfredo contestó que no, mejor se iba caminando y de paso compraba café.
En ese trayecto se supone que fue sorprendido, mientras andaba solo por la noche de Tapachula. No queda claro cómo transcurrió la pelea, entre cuántos lo asaltaron, dónde tuvo lugar. Solo se sabe que le dieron planazos con machetes, le golpearon el rostro con la culata de una pistola y, como colofón, le dieron un disparo por la parte posterior de la cabeza. Llevaron el cuerpo en algún vehículo hasta el camino de tierra y lo dejaron tirado en un charco, bocabajo, para que fuera encontrado por algún transeúnte ocasional.
―Uno puede calmar los nervios o lo que sea, pero con el dolor se sigue viviendo toda la vida…
Celestino parece ser uno de esos hombres a los que les han repetido desde niños que los varones no lloran y llevan esa enseñanza como un mantra. No sorprendería que recordara, con exactitud, cada lágrima que haya derramado en los últimos 10 o 15 años.
Hoy ha luchado dignamente contra el llanto, pero lo acaba superando. Pide parar un momento, chupa compulsivamente un cigarro y continúa:
―Mi mamá está destrozada. Esto que yo estoy haciendo, ella no lo puede hacer. Y las niñas igual. A la más chiquita la han tenido que llevar al psicólogo.
Enseguida vuelve a traer la conversación a sí mismo, a la relación con su hermano. Hace un tiempo estuvieron distanciados por problemas personales. Pasaron unos dos meses sin hablarse, pero Celestino un día le escribió un mensaje diciéndole que, a pesar de todo, él era su hermano y, más que eso, era su vida. No recuerda del todo la respuesta de Alfredo, pero sabe que lo hizo llorar.
―Mi hermano era mi vida ―dice Celestino mientras llora.
Como él, según el conteo de los últimos dos años que ha podido realizar elTOQUE las familias de al menos 70 cubanos han tenido que llorar sus muertes producto de la migración irregular; mientras que más de 150 se han reportado como desaparecido, muchos de los cuales todavía no se conoce qué les ocurrió.
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Eduardo Gutiérrez
Efigenia Rodrigues Yera 59