Cuenta la leyenda que cuando una persona resbala y se cae en el hielo de Nueva York, nunca más regresa a su país. Así le sucedió a Félix Varela. Al llegar a la Gran Manzana, en pleno invierno, aquel frío implacable fue solo el comienzo de su desarraigo y de una caída más fuerte: el exilio.
Hace poco, caminando por Kendall, cerca de la casa en la que vivo con mi familia en Miami, descubrí una escuela con un cartel enorme: Félix Varela High School. Puede que el cartel ni siquiera sea tan grande, pero a mí me pareció inmenso. Quizá por lo que representa Varela para todos los cubanos que emigramos.
En la universidad, cuando estudié para la asignatura Ética Periodística, me tocó investigar sobre la vida de Félix Varela. Al principio, pensé que no había mucho por descubrir, que ya lo conocía de memoria, como todos los cubanos, con esa frase que nos dijeron desde niños: «Fue el primero que nos enseñó a pensar». Pero luego descubrí que la historia cubana no le hace justicia del todo a la figura de Varela. No nos cuentan en los cuadernos acerca de sus pasiones, sus sueños rotos, su dolor en el frío de Nueva York. Esas caídas personales que lo marcaron de manera irrevocable, pero que también lo definieron como un hombre capaz de seguir luchando por la justicia y la libertad, sin importar lo lejos que estuviera de su tierra.
Lo primero que me llamó la atención fue la distancia entre la imagen oficial de Varela y el hombre real: un pensador, sí, pero también un hombre apasionado por la música, un sacerdote que dejó de lado su estatus para luchar por la justicia, el conocimiento y la libertad.
Su pasión por el violín, por ejemplo, es algo que nunca se menciona en los libros de texto, pero que me pareció profundamente revelador de su carácter. Un hombre como él, de alma profunda, que vivió la caída en el frío exilio de Nueva York, sin casi nada material, con apenas una esperanza, pero con la determinación de continuar y compartir hasta el único abrigo que tenía. Esos momentos de vulnerabilidad nos acercan más a la esencia de quien fue realmente Varela.
Así, entre el frío de una ciudad extranjera y el calor de la lucha por la independencia, Varela siguió construyendo su legado, no solo como pensador, sino como ser humano, con todas las contradicciones, pasiones y desvelos que eso implica. Y a través de él, yo también comprendí algo esencial: el exilio no solo es una geografía distinta, es una transformación profunda que te marca, te cambia, y te deja huellas que marcan el nuevo camino.
Varela llegó a Nueva York en 1823, exiliado y perseguido por sus ideas de libertad para Cuba. En el nuevo hogar nunca dejó de lado sus convicciones. Al contrario, transformó su exilio en una plataforma de lucha y solidaridad, trabajando con dedicación para ayudar a otros inmigrantes que, como él, buscaban otro comienzo. En sus años en Estados Unidos, Varela enseñó, escribió, y, sobre todo, construyó comunidad, siendo un apoyo para aquellos que también llegaban con sueños y temores.
Fue en Nueva York donde fundó, en 1825, El Habanero; el primer periódico cubano en el exilio, que se convirtió en un medio de expresión crucial para las ideas de independencia y libertad que defendía. A través de este periódico, Varela no solo abogó por la causa de Cuba, sino también por los derechos humanos, la educación y la justicia social. El Habanero se convirtió en una voz para aquellos que, como él, buscaban un futuro libre para su patria, y en una plataforma para educar a la comunidad cubana en el exilio.
Varela nunca regresó a Cuba, pero su espíritu libre y comprometido con la justicia lo mantuvo cerca de su tierra y su gente. Para él, el exilio no significaba olvido; era una extensión del amor y el compromiso con su patria. En cada palabra que escribía, y en cada persona a la que ayudaba, transmitía el mensaje de que la distancia no desvanece el lazo con lo que uno quiere, sino que lo hace aún más fuerte y profundo.
Como periodista en el exilio, muchas veces siento que las luchas de los migrantes actuales resuenan con las que él enfrentó. Nos encontramos en un país que no es el nuestro, esforzándonos por construir una vida mejor, sin dejar de lado el deseo de ver prosperar a nuestra tierra, de que algún día las ideas de libertad y justicia que inspiraron a Varela se hagan realidad.
En su exilio, él fue un faro para los inmigrantes, enseñándoles inglés, integrándolos en la comunidad, y demostrando que en el trabajo colectivo y en la solidaridad se encuentran las verdaderas raíces de una nueva vida.
Félix Varela High School no solo lleva el nombre de un pensador; lleva el legado de un hombre que, aún separado de su tierra, la mantuvo viva en su lucha y en su obra. Hoy, ese legado debe ser inspiración para las generaciones de jóvenes inmigrantes que han llegado con sus familias, incluso muchos cubanos que estudian en esa escuela y que, a veces sin saberlo, llevan consigo la historia de un país.
Al igual que Varela, siento que el exilio nos da una visión única. Somos una mezcla de nostalgia y anhelo, de recuerdos de una tierra lejana y sueños de un futuro mejor. Por eso, hacer periodismo en el exilio me permite honrar su legado: ser una voz que habla desde fuera, pero para adentro, que sigue comprometida con la verdad y la justicia, que no olvida ni deja atrás.
El 20 de noviembre, en el aniversario de su nacimiento, recuerdo que el exilio, aunque doloroso, es también una oportunidad para hacer, para no olvidar, para construir puentes y mantener viva la esperanza.
A Félix Varela le debo terminar la novela que comencé a escribir después de estudiar su vida en la universidad y quizás aprender a tocar el violín.
Tal vez en el futuro, si todavía vivimos en esta zona, mis hijos podrán estudiar en esa escuela de Kendall que lleva su nombre. Y entonces, entre las aulas, les contaré quién fue Varela. Les hablaré de su pasión por el violín, de su profundo amor por la patria y de lo que significó para nuestra historia. Les contaré que fue el primero que «nos enseñó a pensar», pero, especialmente, a luchar por lo que amamos, aunque estemos lejos. Porque sin importar dónde estemos, nuestras raíces son nuestra fuerza, y nos ayudan a florecer, incluso en el exilio.
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