Si mis poemas todos se perdiesen
la pequeña verdad que en ellos brilla
permanecería igual en alguna piedra gris
junto al agua, o en una verde yerba.
F.G.M.
Demos gracias por tanta belleza, por el refinamiento de su
mirada, por su sabiduría, por sus conversaciones,
por su amistad, por su sencillez.
Enrique Saínz
Digámoslo sin ambages: Fina García Marruz ya había muerto.
Había muerto de amor por Cintio, cuando él, un día oscuro de 2009, le encajó en el pecho acaso la única traición en más de 60 años de complicidades: partir antes que ella.
Había muerto de rubor cuando asociaron su nombre, su tímido nombre de finura reservada, a fastuosos galardones, como el Pablo Neruda (2007) y el Reina Sofía (2011). «Ante un premio, cualquiera que sea, uno piensa siempre en tantos escritores que lo merecían, y no lo recibieron. Martí, “el hombre más puro de nuestra raza” —como lo llamó Gabriela—, no tuvo sobre su pecho más que una medallita escolar que recibió a sus nueve años. Eso obliga a una gran humildad», respondió en una entrevista.
Había muerto porque el silencio, que suele representar lo inerte, era su mejor luz para comunicarse, en un afán enternecedor por revelar la médula sonora del espíritu. «Quiero escribir con el silencio vivo./ Quiero decir lo que la mano dice./ Porque tú lees mejor el texto vivo/ y el alma, en su guerrear callado, escribe».
Había muerto en 2016 cuando a Sergio, su hijo, una de sus dos melodías de infinitud, le calló de golpe su guitarra, conocedora de algunas de las más perdurables sensibilidades de la nación cubana.
Había muerto porque su tiempo, el de su acendrado lirismo, era el pasado, un pasado transido de melancolía, pero pletórico de futuridad. «Te quiero, ayer, mas sin nostalgia impura,/ no por amor al polvo de mi vida,/ sino porque tan solo tú, pasado,/ me entrarás en la luz desconocida».
Había muerto con cada balcón o acera derruida, cada estancia cerrada para siempre de la ciudad de su alma. «¿Será lo abierto tu secreto,/ noble Habana, Señora,/ tu breve corpulencia,/ tan graciosa…».
Había muerto, sistemática y minuciosamente, en las alucinantes estampidas de su isla quejumbrosa… «No te vayas detrás de esos extraños, que cuando abras los ojos ya te habrán secado el alma y demudado el rostro que yo amaba. Erguida, modesta, valiente ay!, no serás nunca madre nuestra sino hija, Cuba, Cuba, loca mía, desvarío suave?».
Había muerto con la falta de fe y bondad que nos corroe, con el desangelado culto al egoísmo y la desmemoria; ella, quien vivió en la dicha de darse recordando.
Había muerto con las ínfimas y grandes ausencias martianas, multiplicadas en la frase sin raíz, en la consigna impostora al uso, en los panfletos desconocedores de que «Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal. Y allí donde en la medida de nuestras fuerzas participemos de ella, tendremos que encontrarnos con aquel que la realizó plenamente, y que en la abundancia de su corazón y el sacrificio de su vida dio con la naturalidad virginal del hombre».
Había muerto con Haydée, la heroína que ojos energúmenos miraron desdeñosos porque se colgó al final el cintillo de suicida. «Díganle al oído que todo ha sido un sueño./ Ríndanle honores como a una valiente/ Que perdió solo su última batalla./ No se quede en su hora inconsolable./ Sus hechos, no vayan al olvido de la yerba./ Que sean recogidos, uno a uno,/ Allí donde la luz no olvida a sus guerreros».
Había muerto, más allá de los Créditos de Charlot, La familia de «Orígenes»; más allá de sus continuas Visitaciones o Las miradas perdidas, porque morir era su forma de ver el envés de los seres y las cosas, y lograr con ellos una absoluta intimidad. «Una dulce nevada está cayendo/ detrás de cada cosa cada amante,/ una dulce nevada comprendiendo/ lo que la vida tiene de distante».
Había muerto, tal vez, mucho antes, desde que se deslumbró con lo trascendente cuando era apenas una niña, porque solo en la muerte —y en su mejor antifaz, la noche— reina el discreto encanto del poema. «Y sin embargo sé que son tinieblas/ las luces del hogar a que me aferro,/ me agarro a una mampara, a un hondo hierro/ y sin embargo sé que son tinieblas».
Había muerto. Esa es la verdad.
Sin embargo, nos aliviaba tanto saberla viva, radiante y oculta en el trono inasible de sus 99 años que, acaso con ella, entre tantos vendavales, creímos a salvo la Patria y la Poesía, ese sentir ignoto que no está «en lo nuevo desconocido, sino en una dimensión nueva de lo conocido, o acaso, en una dimensión desconocida de lo evidente».
Ay, Fina nuestra, finísima mujer del aire. Eres solo cine mudo, página ida. Mas, de alguna misteriosa forma, sabemos que «volver a lo pasado» no es tu esencia…«¿Pero y aquel aroma de la vida?/ Retenga su promesa, no su fuego».
Y amamos. Y amemos. Amén.
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Jose Gonzalez