En mi barrio casi todo el mundo es viejo.
Y como en la mayoría de los barrios cubanos, todo el que ya pasó de los sesenta y tantos años es beneficiado con una pensión. Claro está que, aunque esta protección del Estado es importante, no es suficiente para mantener un nivel de bienestar en la vida de nuestras señoras y señores mayores.
No todos los pensionados —los que viven sólo de su pensión, esa que oscila por los 200 y pico de pesos— pueden permitirse comprar un litro de aceite cuando se les termina, o un paquete de detergente cuando lo necesitan.
Pero en mi barrio casi todo el mundo es Aguilera, así que, si no eres descendiente de Francisco Vicente Aguilera, lo más probables es que lo seas de uno de sus esclavos, pues el insigne patriota bayamés les dio su apellido antes de liberarlos durante la contienda del 68.
Así que esa herencia mambisa y cimarrona nos ha hecho crecernos como comunidad, sobre todo a ese sector tan vulnerable que son nuestras viejitas y viejitos; y han encontrado la manera de tener siempre el aceite y el detergente necesarios, y algún dinerito en el bolsillo, por si acaso.
Y hablo de lo que yo me he tomado la libertad de bautizar como “La ley de los Poquitos”.
Hasta no hace mucho, cuando casi nadie era cuentapropista, en mi cuadra la gente se pedía mutuamente poquitos de cosas todo el tiempo, así que todo el mundo tenía por allí deudas de sangre. Sin embargo, la inercia poderosa que el emprendimiento le ha agregado a nuestro vivir, ha hecho que la gente se deshaga de esa vieja costumbre —más cubana que el casabe— y haya comenzado a establecer relaciones de comercio a niveles insospechadamente discretos.
Se comercia con poquitos de cosas, de productos. Poquitos de aceite, de detergente, de salsa de tomate, de arroz, de cigarros, de ron, y de todo un largo etcétera. Y lo más curioso: casi todos los poquitos cuestan cinco pesos. Claro, está la cuestión de las medidas, ya que no es lo mismo una tacita de detergente, que una latica de leche condensada de detergente, que un pote de yogurt de detergente. Sin embargo, las medidas universales a nivel de barrio, la latica, la taza y el dedo, cuestan cinco pesos, en dependencia del producto que se oferte.
Por ejemplo, en casa de Vicente —y discúlpenme Vicente, y los otros veinte—, la latica de detergente cuesta cinco pesos. En casa de Cristina, una taza pequeña de aceite cuesta lo mismo, y lo mismo ocurre con tres dedos de salsa de tomate —medidos desde el fondo de una botella común— en casa de Benigno.
Así todo el mundo resuelve, todo el mundo sale bien. Hay que aclarar que ninguna de estas personas tiene licencia —¿cómo podrían?—, pero han aprendido a lidiar con las leyes de oferta y demanda del pequeño mercado —¿negro?— de una manera impresionante.
Nada, que a este paso, y quizás en poco tiempo, como el billete de cinco pesos ha adquirido un valor absoluto en mi querido barrio, como si fuera oro del mejor, quizás podamos prescindir de él, y hasta del dinero en general; por qué no. Y tal vez algún día lleguemos al trueque como expresión máxima del comercio comunitario.
Quién sabe, tal vez así la vida sería más simple, y hasta a alguien podría ocurrírsele patentar la idea; y no sé, comercializar en las tiendas pomitos de a una tacita de aceite; paqueticos de a una latica de detergente o frasquitos de a tres dedos de botella de salsa de tomate.
No sería mala idea.
comentarios
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Isabel Caballero
Por supuesto me pierdo terminologías y circunstancias que solo un cubano o integrado en Cuba podría entender, pues estoy…estamos demasiados alejados de tu isla y sus circunstancias.
Veo que hay un montón de artículos interesantes en el blog de ¿jóvenes cubanos?…lo iré leyendo desde que pueda.
Un abrazo grande compañero, de Isabel.
Manuel Roblejo