El Gobierno cubano ha reconocido que 1 236 comunidades del país viven en la miseria absoluta. En 2023, el observatorio electoral internacional DatoWorld apuntó un índice de pobreza en la isla del 72 %, por encima de Venezuela (50 %) y Honduras (48 %). El Índice Mundial de Miseria de Hanke (enfocado en la inflación y el desempleo) indexó a Cuba en el puesto noveno en 2022. Según el Observatorio Cubano de Derechos Humanos, en 2024 la extrema pobreza en Cuba escaló a un 89 %.
Aunque las variables y metodologías empleadas en estas evaluaciones son diferentes, ayudan a ilustrar la depresión económica y la escasez de los recursos más básicos para la vida, por la que los cubanos han pasado en los últimos cuatro años. Las crisis multifactoriales, cíclicas y prolongadas en el país tienen un impacto más agudo en el imaginario social.
No hay rasgo más distintivo en una sociedad que ha vivido largamente en crisis, que la justificación y naturalización de sus carencias. La normalización, que resulta de años de escasez y aceptación impotente, es también la mejor estrategia de dominación política para perpetuar la crisis. Naturalizar la pobreza implica que esta condición se vuelve una parte aceptada y esperada de la vida en una comunidad. La percepción de lo que es «normal» se ajusta para incluir la pobreza como una realidad cotidiana y no como una situación excepcional o injusta que necesita ser corregida. La naturalización de la pobreza ocurre cuando no se ha conocido o no se tiene recuerdo de una vida digna.
Durante la década de los noventa, y en medio de la expansión de una crisis económica que no ha visto final, los cubanos comenzaron a ingeniarse recursos de sobrevivencia, recetas de aprovechamiento. La mayoría de la población recurrió a diversas prácticas mediante las que negoció y resistió las condiciones establecidas. El mercado informal se amplió en un intento de socavar las rigurosas políticas del régimen.
Treinta años después, las condiciones han empeorado a límites impensables. Los adultos que vivieron el Periodo Especial deben remontar una nueva y más profunda ola de depresión económica, mientras otra generación nace y crece en mayor penuria. Hablamos de cubanos cuya existencia no ha conocido otra circunstancia que la de la escasez y el racionamiento. En este artículo abordamos la normalización de la pobreza como mecanismo político y reacción social de los que creen no tener más que esperar o reclamar.
La naturalización de la pobreza y su impacto intergeneracional
En las ciencias sociales existe una crítica extendida sobre la naturalización de la pobreza que promueven organismos internacionales como el Banco Mundial o empresas que se benefician del reparto desigual de las riquezas naturales. En los reglamentos y disposiciones de estas entidades se hace uso del término «pobreza» como consecuencia natural, preexistente, inmodificable. En un mundo polarizado como el actual, la naturalización de la pobreza es parte del discurso biopolítico. Tiene que haber pobreza como dispositivo de advertencia, criminalización y condescendencia: «si no haces bien las cosas, lo perderás todo»; «nuestra sociedad está amenazada por ladrones, drogadictos, gente de favela»; «de los pobres es el reino de los cielos»; «pobre, pero honrado». Pero la naturalización de la pobreza tiene otros espacios de reproducción más íntimos, dignos de ser expuestos.
Estudios sobre el período franquista en España apuntan que conformarse, acostumbrarse a vivir con poco, y asimilar la miseria con resignación, fueron actitudes habituales durante la posguerra, hasta el punto de que alimentarse pareció convertirse en la única prioridad durante años: «Como no conocíamos nada mejor, nos conformábamos». Como la normalidad y la anormalidad no son categorías objetivas, sino experiencias subjetivas producidas a través de elementos culturales, la memoria de la carestía de los años cuarenta en España marcó a las generaciones posteriores. En el mismo año (1957) que Herbert Matthews entrevistó a Fidel Castro en la Sierra Maestra, el periodista publicó un reportaje sobre la España profunda tras 18 años de franquismo. En el artículo aseguraba: «[los españoles] tan solo se interesan por tener suficiente comida, una vivienda decente, buenas condiciones laborales, algo de educación (…) que necesitan para su vida cotidiana».
Según trabajos de campo realizados por Food Monitor Program (FMP), la normalización de la pobreza también se presenta en los cubanos viviendo en la policrisis. Al indagar sobre la calidad del acceso a los alimentos, al agua potable o a la energía limpia para cocinar, muchas respuestas sugieren, más allá de la autocensura, un entendimiento naturalizado de la precariedad. Por ejemplo, a la pregunta sobre la estabilidad del servicio del agua en los hogares, fueron frecuentes afirmaciones como: «Es estable, cuando la ponen». Muchas personas han normalizado el suministro cada dos o tres días.
Gran parte de los entrevistados asegura que la canasta básica se compone de arroz, frijoles y azúcar. La afirmación proviene del desconocimiento de una alimentación saludable, sostenible y nutritiva, y remite a la política aprendida del racionamiento. Ninguno de los entrevistados supo decir sobre qué tratan los derechos a una alimentación digna, ni el significado de la alimentación inocua. Entonces, la normalización de la pobreza no es solamente una percepción de terceros sobre los desposeídos, es también una autopercepción que se desarrolla ante las carencias.
El sesgo que resulta de la normalización de la crisis también puede ser indirectamente provechoso para el sistema a la hora de recabar estadísticas sobre seguridad alimentaria; por ejemplo, en opiniones que cosmetizan el estado de los indicadores, mostrando una realidad menos grave ante revisiones internacionales.
La naturalización de la pobreza como instrumento político
En Social norms and social choice, los autores defienden la idea de que, en sociedades altamente normadas como las autocracias, el temor a consecuencias y represalias conducen a un mayor bienestar pseudopercibido (percepciones falsas que representan erróneamente la realidad). Este escenario prolonga las condiciones de vulnerabilidad para determinados grupos poblacionales.
Analizando los contextos y grupos estudiados por FMP, entre los factores que pueden incidir en la naturalización de la pobreza están la falta de movilidad social y la desigualdad estructural en zonas donde se perpetúa la exclusión de comunidades desfavorecidas, en mayores condiciones de vulnerabilidad y con menos oportunidades de contrastar información.
La repetición acrítica del discurso oficial también es un indicador en grupos poblacionales, como los adultos mayores, que han estado más expuestos a la normativación social a través de «valores» inculcados por el sistema. Por ejemplo, la creencia en la meritocracia y en la «benevolencia» y paternalismo del Gobierno promueve una mayor aceptación de las condiciones de precariedad. Cuando recabamos información sobre las condiciones alimentarias de los adultos mayores encontramos que siempre anteponían justificaciones como: «el Gobierno hace lo que puede», «el Gobierno intenta, pero no halla cómo», «el Gobierno tiene mucho en qué ocuparse y se olvida», entre otras frases que reproducen y legitiman la narrativa oficial. La propaganda aprehendida también facilita la normalización de la pobreza. Desde los medios estatales se promueve una cultura de sacrificio y resiliencia que legitima el estado de supervivencia y dificulta salir de la precariedad.
La normalización de las carencias creadas y perpetuadas (directa o indirectamente) por el sistema político no solo vician la vida cotidiana, sino que facilitan la permanencia y legitimación del régimen político que las provoca; a largo plazo interviene en la salud de la nación en general. Allí donde las carencias se extienden en el paisaje social, la población puede volverse insensible a la precariedad y aceptarla como tal. El vacío de perspectivas promueve la inacción política, y se pierde la fiscalización sobre la responsabilidad de los Gobiernos con proponer soluciones o tomar medidas significativas. La normalización puede alcanzar y alterar la percepción de otrora responsabilidades estatales, como el derecho a la salud, la educación y el bienestar general.
En Cuba, la escasez circundante deshumaniza, despoja de identidad, del reconocimiento de derechos. La perpetuación de la espera y la incertidumbre, la asignación a cuentagotas de bienes y servicios básicos, la reproducción de un sistema que apenas funciona, aletarga la vida en la Isla. Una compra que debería demorar 20 minutos toma hasta 15 horas semanales, la cocción de los alimentos del día depende del abasto de agua y del servicio eléctrico. A veces se tiene electricidad, pero no agua; a veces entra el agua, pero no hay electricidad para bombearla. Una preocupación constante de los cubanos es que los pocos alimentos perecederos que alcanzan a comprar se arruinen por las más de 12 horas de apagón diarias.
En estas condiciones, cuando una familia cubana tiene agua potable, alimentos y energía con la que cocinarlos, tres bienes y servicios básicos de la vida moderna, se siente afortunada, bendecida, agradecida. En la actualidad, los cubanos cifran su éxito y suerte en la posibilidad de adquirir una proteína que les dure todo el mes, un medicamento en falta en las farmacias, un ventilador de baterías con el que soportar los largos apagones nocturnos.
Por años el derecho a la libre escogencia se ha visto privado por un sistema de «favores» y paternalismo estatal, perpetuando una torcida maquinaria de sumisión por agradecimiento. Desaprender estas dinámicas de dominación, en la construcción de una nación con derechos, no es un camino fácil; pero la catarsis social ante tanto descalabro no puede demorar mucho más.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
Sonia González
Didi