Uno de los actos más liberadores de mi vida tuvo que ver con el pelo. Con casi veinte años, decidí dejar de hacerme con frecuencia el torniquete, esa simpleza. Una pequeña revolución personal que dura hasta hoy. Con «el desarrollo» mi pelo empezó a ondearse y en el preuniversitario había una suerte de mandato tácito de pelo lacio. Excepto para quienes tenían un cabello resueltamente rizado, no llevarlo estirado equivalía a estar despeinada, y estar despeinada equivalía a estar desarreglada, a estar fea. La belleza se configuraba siempre como un canon que requería de alguna intervención, una alteración de lo que éramos.
En el albergue las niñas dormíamos encapsuladas en ganchos de pelo y medias recortadas o pañuelos en la cabeza. Cuando llegaron a Cuba las primeras planchas para cabello, algunos cubículos se llenaban de un humo ligero y un olor característico a pelo quemado. Después, si por casualidad comenzaba una llovizna, las niñas salíamos despavoridas a procurar un techo sobre nuestras cabezas, no fuera a ser que unas gotas inoportunas malograran el esfuerzo de horas. No llegábamos a los 18 años.
Todas teníamos que afeitarnos todo. Nadie lo había ordenado pero nadie se lo cuestionaba, excepto dos o tres «raras». La percepción generalizada era que todo el mundo lo hacía, al menos las que querían cumplir con lo óptimo y lo deseable; incluso lo «correcto». Eso, en la adolescencia, es mucho decir. Yo cumplía al pie de la letra, como si alguien fuera a fiscalizarme. Era como Dios dentro de la cabeza. El vigilante eras tú.
Los argumentos enarbolados, de tipo higiénico (?) y estético (?), nos empujaban a hacerlo convencidas, complacidas; a pesar de que fuera una tarea extra que además había que repetir con mucha frecuencia; a pesar de que pudiera ser incómodo, lastimara la piel o provocara alergias, irritación o a pesar de que, simplemente, no nos diera la gana.
La madre de una amiga la llevó al psicólogo cuando supo que su hija se rasuraba la zona genital. Tal era el abismo generacional; aunque la ola moderna* de eliminar el vello corporal comenzó a promoverse en Occidente a principios del siglo pasado como condición de «feminidad», alcanzable mediante el uso y consumo de productos diseñados para ese fin. Empezaba a quedar atrás el corsé; pero la industria de la belleza estaba arrancando con fuerza.
Desde pequeña, el pelo es un tema central en la vida de una mujer. Con el pelo largo —cuya alternativa, de hecho, se llama «al machito»— la hora del peinado es un momento amargo que muchas recordarán por años; un temprano y lapidario «para lucir hay que sufrir». Se ha hablado incluso de maltrato infantil a través del «cuidado» del cabello, en especial en niñas negras o mestizas, a menudo expuestas a la aplicación de químicos agresivos para alisar el cabello. «Si yo tengo hembra, desde que esté en la cunita en el hospital, sin que me vean voy a empezar a echarle potasa en las entraditas», era el chiste de una amiga que se sometía ella misma a estos tratamientos.
Mientras para los hombres puede ser una moda la depilación facial o corporal, para las mujeres es un mandato. Y también comienza temprano. No está bien visto que tengan sombra en el labio superior, mucho menos un incipiente bigote; están mal vistas las patillas; ser velluda en sentido general. Las cejas van depiladas, como cualquier otro pelo fuera de la cabeza. Del rostro hasta el mismísimo dedo gordo del pie: axilas, bajo vientre, pubis, genitales, «perianal», muslos, piernas… nalgas si fuera el caso. Delante, detrás, en los costados. Para el bikini, para la vida. Cuchilla, cera caliente, dinero, tiempo, dolor. Una sociedad que hasta en medio de un trabajo de parto te quiere rasurar. Y te rasura.
El mandato capilar no se limita a la presencia de pelos o su estilo, longitud y calidad: también importa el color. Mientras «el hombre es como el oso», «como el vino» y atraen tanto las famosas canas de esa institución sexy que es El Temba Interesante, a las mujeres envejecer con naturalidad, que es decir con libertad, también les está negado.
Pero la pandemia, ese cataclismo de las prioridades, ha hecho que las mujeres, lejos del ojo público, sean —o puedan ser— menos perfeccionistas y más cercanas a lo que serían en su espontaneidad. Hay conocidos exponentes anteriores de la tendencia —vintage si se piensa en una resplandeciente Sophia Loren exhibiendo sus axilas al natural en el Festival de Venecia de 1955—. Madonna y su hija Lourdes León hace años promueven el vello natural en el cuerpo, y se les han sumado Miley Cyrus, Bella Thorne, Paris Jackson, Julia Roberts... Otras famosas también están plantando cara, o canas. Las llaman «el partido de las damas de plata», una especie de capítulo capilar del body positivity o el movimiento por la aceptación propia.
Así, Salma Hayek publicó sus «canas de la sabiduría»; la princesa Carolina de Monaco, ícono de la moda, se presentó a una actividad oficial mostrando canas, lo que despertó admiración y críticas por igual. La reina Letizia de España también las exhibe con orgullo. Jane Fonda, pasados sus 80 años, consideró que quizá había llegado el momento de cambiar su melena rubia por un peinado más corto, de un natural gris perlado.
Todo esto ha sido noticia: otro síntoma que refuerza la centralidad del tema por la atención pública y mediática que atrae. En la mayoría de las publicaciones pueden leerse comentarios en tono sarcástico, escritos por mujeres de distintas edades y países que apuntan al hecho de que aquellas pueden permitírselo por tener dinero, fama y estatus social.
Esto es cierto, como lo es también que precisamente ese estatus les permite enviar un mensaje de sinceridad y aceptación de gran alcance. Que lo hagan referentes de la imagen, íconos que por años han tenido influencia en cómo se muestran y cómo se ven a sí mismas miles y miles de mujeres, abre una puerta a la opción. La opción de elegir: algo tan simple que, sin embargo, como comunidad no hemos tenido y estamos apenas comenzando a considerar, aunque mantengamos en nuestros botiquines las cuchillas, las pinzas y las cremas depilatorias mientras llega el día en que dejemos de usarlas, o no.
*Existen antecedentes en la Antigüedad.
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