Foto: Tomada de Cubahora

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Luis Brizuela: cubano, corresponsal de guerra y de paz

2 / diciembre / 2014

A primera vista parece callado, pero al iniciar la conversación afloran la elocuencia, historias, emociones. Claro, es un periodista. Mientras estudiaba en la universidad, a Luis Brizuela no le entusiasmaba demasiado la clásica imagen del corresponsal de guerra o reportero de catástrofes: el “tipo duro” que se sube a un helicóptero o anda con chaleco antibalas. “Hacer eso no deja de ser interesante, pero nunca me lo planteé como meta”. Cuando en 2012 le propusieron cubrir el conflicto en Siria por la agencia cubana Prensa Latina, la idea lo tomó por sorpresa.

“Empecé a leer sobre la cultura, la religión, las características del país, todos los cables que habían enviado los dos corresponsales anteriores. Además yo nunca había hecho cobertura en el exterior. Todo eso genera expectativa y una gran incertidumbre, uno se pregunta hasta qué punto podrá hacerlo bien”.

Para la inmensa mayoría de los cubanos la guerra es una experiencia virtual, solo conocida mediante libros, películas y videojuegos. De modo que al llegar a Damasco, era la primera vez que Luis veía columnas de humo –de verdad— y escuchaba el eco de las bombas. En ese momento tenía 30 años.

Enseguida tuvo que entrenarse en llevar las cuentas de la oficina, encargarse de casi todo. “Mi jefe era yo”, dice sonriendo. Reportaba todos los días, “no había descanso, ni vacaciones”; con un ritmo marcado por frecuentes cortes eléctricos, más las siete horas de diferencia entre La Habana y la capital siria.

Desde el principio, Fadi, su traductor, se convirtió en su amigo. Luego conoció a Ahlam, y a Ghifar, el alauita; y Elías, el kurdo, quienes habían estudiado en Cuba. “Entre los cuatro creamos un equipo. A través de ellos conocí mucho la cultura árabe, y eso, en cierta forma, me ayudó a sobrellevar el estrés del conflicto y la dinámica de trabajo que se crea allí”. Durante algunos ratos libres se sentaban a tomar té, fumar “narguily”, comer semillas y jugar dominó, un entretenimiento típico cubano.

Por momentos, la cara de Luis se pone más seria. Recuerda la fecha exacta en que escuchó explotar el primer coche bomba. “Era medianoche, estaba revisando las informaciones de la jornada, y todo el apartamento se estremeció”. Entonces viene una pregunta medio indiscreta, pero imprescindible. “¿Tuviste miedo alguna vez?”. “Sí, cómo no, en muchas ocasiones; el problema es que el miedo no te puede paralizar, ahí es donde está la clave quizás”.

Las palabras de orden: disciplina y seguridad. “La realidad va contra el estereotipo de que el periodista tiene que tener arrojo, ser loco y un tanto bohemio. En una situación de guerra no se puede andar confiado. Eso hay que aprender a conciliarlo: la profesión, el querer buscar información; pero a la vez tener conciencia de protegerse, es necesario no arriesgar demasiado”.

También hubo momentos de alegría, por suerte, como cuando subió al Monte Qassyoon, una especie de mirador natural desde donde se ve todo Damasco, lleno de agujas, que son los minaretes de la ciudad. “A medida que va cayendo la tarde, de un extremo al otro se oye cómo se van sucediendo los cantos que llaman al rezo, hasta que toda la ciudad es un gran canto. Y las mezquitas empiezan a iluminarse de verde, el color del islam. Es una imagen preciosa, impresionante”.

Incluso fue una aventura la primera vez que nevó, más aún porque Luis venía de un país tropical, y nunca había visto helarse todo a su alrededor. Allá pasó los días del Ramadán, época donde no se ingiere alimentos hasta la puesta del sol. Aunque es un ritual de los practicantes religiosos, si estaba en la calle Luis tampoco comía, por respeto.

Entretanto, la familia en Cuba no lo pasaba bien. “Mi mamá estaba aterrada, igual que mi papá. Cuando regresé sí noté que envejecieron, por la tensión, la preocupación. Aunque mantenía comunicación con ellos, podía sentir su angustia. Al escribirles trataba de calmarlos, de hacerles la lejanía lo menos traumática posible. Incluso las fotos que enviaba eran aquellas donde aparecía sonriendo, para que me vieran contento, y se olvidaran por un momento del panorama de la guerra”.

Seis meses, ese era el tiempo de la misión, pero luego se extendió a casi un año. A la hora de partir aparecían sentimientos encontrados. “Me iba cuando estaba empezando a conocer a más personas, a hacer más amigos, cuando podía comunicarme mejor con ellos. Pero también sabía que, del lado de acá, había gente desesperada por verme. Además hubiera querido recorrer el país, pero no se podía por una cuestión de seguridad. Es una deuda que tengo”.

En la libreta de notas quedan varias lecciones. “Descubrí que me gusta más ser reportero que redactor, aprendí a ser más agudo, a centrarme en el objetivo sin distraerme en detalles secundarios”. De vuelta a casa, todavía pronunciando la Z árabe, como un zumbido, fue invitado a contar sus vivencias a colegas y estudiantes de periodismo.

“Evidentemente el trabajo aquí es distinto, más reposado: no tengo que salir a ‘cazar’ la información en la calle, no estoy expuesto a peligros. Y sí, el conflicto te marca, inevitablemente: te lleva a reflexionar sobre cuán efímera es la existencia, sobre el valor de aferrarse a la vida. Pienso que eso fue otra clase: la importancia de defender la paz”. Otra pregunta inevitable. “¿Entonces es mejor ser un corresponsal de paz?”. “Sí, definitivamente, ojalá no hubiera corresponsales de guerra”.

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