Cuarenta años de béisbol en las venas causa efectos sobre el cuerpo y el alma. Recuerdo vívidamente mi primer guante y mi primera bola. Mi papá me los regaló cuando yo tenía cuatro o cinco años y los bauticé en un césped florido, entre edificios de Alamar, donde visitábamos a mi abuela.
El béisbol lo aprendí a disfrutar en blanco y negro, y solo cuando iba al estadio Latinoamericano lo descubría colorido y sabroso, porque sabía a pan con croquetas y a cafecito en vasitos diminutos de papel.
Crecí envuelto en un amor desmesurado por el deporte y sus héroes y heroínas. El béisbol era, además, mi pasión. El apartamento de Santos Suárez en el que vivimos durante dos décadas tuvo siempre una gran caja llena de pelotas de todas las dimensiones. Mi papá y mis hermanos mayores me enseñaron a hacer «pelotas de poli» con un centro de goma, hilo y tape; y pelotas para el taco, con papel apretado o cartón y esparadrapo para sellar. También sabíamos ablandar guantes rígidos, con aceite de palma christi y una pelota dentro, amarrados, como si se fueran a amar de por vida.
Tuve la libreta común con recortes de fotos de prensa, con imágenes borrosas de peloteros de las series nacionales. Mi papá y otros mayores de la familia me contaron historias formidables de los peloteros cubanos y extranjeros que jugaban en Cuba antes de 1959. El béisbol era parte de la vida. Su jerga, sus valores, sus trampas, sus estrellas, las jugadas irrepetibles, los jonrones míticos, los árbitros legendarios.
Tuve y miraba a cada rato un afiche de mi pelotero preferido, que guardaba enrollado porque no había puertas para lucirlo. Luis Giraldo Casanova estaba ahí, arrodillado en la grama de un estadio, con un bate en las manos. A nadie le importaba que yo fuera industrialista y tuviera un jugador preferido de otro equipo (Casanova es pinareño).
En mi casa amábamos el juego, el béisbol. No soporté nunca el fanatismo que indicaba decir que tu equipo era el mejor, aunque no lo fuera. Pero tuve la suerte de que Industriales tuviera épocas en las que fue el mejor, y viví acostumbrado a que mi equipo Cuba fuera invencible; aunque a los seguidores del béisbol no nos interesaba mucho ver juegos en los que Cuba ganara 20 por 0 todo el tiempo.
He vivido la gloria de llevar a mis hijos a estadios de béisbol a ver juegos intrascendentes, tanto en La Habana como en Miami. He sido testigo de cómo personas que no conocen mucho de este deporte viven con emoción la experiencia. Es difícil no quedar prendado del béisbol después de ver y sentir la bala blanca salir del bate de Javier Méndez o de Jorge Soler; la pelota fildeada entre tercera y short (campocorto) por Germán Mesa o Adeiny Hechavarría; el sonido de la bola en la mascota del cácher; las señas de los coaches desde las esquinas; la combinación de colores entre la arcilla y el césped.
Ahora se juega el Clásico Mundial. Los juegos del primer Clásico fueron una experiencia emocionante que recuerdo casi con el mismo estrés disfrutable de aquellos días.
Aquel equipo, tan normal, tan humano, tan sencillo frente a las bandas de jerarcas de los demás países, llegó a la final y compitió. Fue el principio del fin de una larga época de victorias en campeonatos mundiales, panamericanos, centroamericanos, intercontinentales y juegos olímpicos. La debacle empezó a sentirse, de manera paulatina, en el béisbol nacional. Los mejores peloteros se marchaban del país, la calidad de la Serie Nacional iba de mal en peor, los equipos que antes no parecían saber jugar nuestro deporte nacional empezaron a ganarnos de pronto.
El béisbol, como nuestra vida, estaba jodido también. Pero el equipo Cuba siguió siendo mi equipo. Como Industriales, que no gana desde 2010, pero que no puedo dejar, porque se me aparecerían mis héroes de los ochenta, los noventa y los 2000, para recordarme que ellos me hicieron feliz.
Cuba está jugando en este Clásico. Es mi equipo, quiero que juegue bien, que demuestre que la pelota en Cuba tiene su cosa, su gracia, su forma y su ambiente. No quiero que sufran ni que los humillen. Son mi gente, son cubanos, son mis hermanos. Como mismo quería que ganara Orlando «El Duque» Hernández cuando tiraba por los Yankees y ahora quiero que al Yuli (Yuliesky Gourriel) le vaya bien en los Marlins. El equipo Cuba que está en el Clásico es un símbolo de otra época o al menos debería enseñarnos que no estamos en la era de los peloteros a los que el Gobierno llamaba traidores porque decidían jugar en Grandes Ligas o en otra parte que no fuera en la isla.
Sabemos que la política oficial cubana convirtió el béisbol en un instrumento del poder. Pero el béisbol es nuestro. Los peloteros no son políticos, son deportistas; son nuestra gente que representa ahora en los terrenos la realidad de un cambio de época. Cuba debe superar las formas de opresión y de odio. El béisbol no puede ser del poder. Es de nosotros. Los peloteros cubanos que están ahí, y que tienen jugosos contratos en Grandes Ligas, viven en estos días emociones únicas. Sus familiares en Cuba, sus amigos de los barrios de Cienfuegos, Guantánamo o La Habana, los están viendo: no representan a un Gobierno, sino a un país.
El equipo Cuba es mi equipo. No quiero evitarlo ni esconderlo. No quiero disimular mi alegría por verlos avanzar y preocupar a los contrarios. Quisiera que nadie ni nada nos separara, que no nos hiciera escoger entre nuestra pasión y una opinión sobre el poder político. Tiene derecho el equipo cubano a invocar a los orishas y a sus antepasados muertos. Que los acompañe también la habilidad de Dihigo y la maña de Marrero, la elegancia de Changa y la exactitud de Huelga. Que Romelio batee con (Joan) Moncada, que acompañe a nuestro receptor la magia de Juan Castro.
Quiero a mi equipo. Soy cubano y amo el béisbol. No estamos en una reunión del Partido ni en un referendo para decidir el futuro de la patria. Es béisbol y quiero disfrutar con el juego y el éxito de mi equipo. Espero que sigamos por el camino de la reconciliación y la superación del autoritarismo y el odio que ciega y asusta. Que gane Cuba pido. Que gane mi equipo.
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