Cuando decidí adoptar un perro de pelea nunca imaginé que me iba a causar tantos problemas.
De todas maneras no parecía gran cosa aquella bolita color caramelo que mi cuñado ponía en mis manos, con sólo algunas semanas de nacido.
“Es un Stanford, hijo de…” fulano y de mengana, no recuerdo bien los nombres de los padres del Bi. Sí recuerdo que también me dijo que ese abolengo era muy “abierto”; así se le dice al perro sin miedo, que se lanza ciegamente al combate.
Sin embargo yo sólo quería un perro, y me daba igual que fuera un Staffordshire, que un sato hijo de satos y bisnieto de satos; así que lo puse a dormir en una caja de zapatos al lado de mi cama… y a la mañana siguiente tenía un mastodonte de más de ochenta libras.
No puedo negar que me robó el corazón, pues mientras más grande el perro, más faldero es. El tipo no comía, ni siquiera se bebía la leche, es más: ni agua probaba hasta que no llegaba yo a la casa, para tener la oportunidad de lamerme y revolcarme junto con él por todo el piso.
Pero cuando otro perro —y más otro de pelea—, pasaba cerca de la casa, el Bi se transformaba. Solo la verja del portalito impedía que aquella bola de músculos terminara lastimando al otro animal. Yo estaba consciente de que tenía poder para matar a otro perro; pero eso era lo último que quería.
Luego volvía con los ojos inyectados en sangre y el corazón galopando, con la cabeza lastimada por los vericuetos de la reja que trataba de traspasar siempre, y movía la cola y se echaba en mis pies, como si hubiera hecho algo bueno.
No se podía negar que estaba en sus genes: un perro de pelea es lo que es.
Yo me empeñé en mantenerlo alejado de toda confrontación que pudiera lastimarlo a él o a otro perro, sin embargo el ambiente del barrio no me ayudaba mucho.
Cuando la jauría —humana— de la esquina se dio cuenta de que había un “estánfor” en Manopla que no peleaba, comenzaron a pasar por la casa con sus canes amarrados con pecheras, derrochando músculos y buen porte.
Varias veces salí al portal a echar la pelea por el Bi. Grité, discutí, mandé a buena parte de la pandilla a lugares que no voy a mencionar; pero no fue suficiente.
Una tarde un osado de aquellos llevó su perro justo hasta la puerta de mi casa, provocando una pelea que yo había evitado por meses. La verja no pudo con aquellas ochenta libras de furia.
Yo no estaba. Cuenta mi mujer que sólo duró un segundo. Nadie atinó a hacer nada, ni siquiera el atrevido invasor. Se quedó mirando como el Bi sacudía a su perro —de no sé cuántas peleas ganadas—, como si fuera un peluche inservible.
Por suerte el Bi nunca había peleado, y no fue a rematarlo cuando lo tiró a unos tres metros, como una bolsa de papas.
Lo llevé donde mi madre, y ahora vive tranquilamente en una azotea, en un tercer piso, donde corre y ladra todo lo que quiere; pero está lejos de la crueldad de las peleas y de la muerte.
Si usted no ha visto a un perro acercarse al amo, moviendo la cola todavía, botando la sangre por una herida en el cuello, en chorros de más de un metro, y caer muerto justo a sus pies, no quiera verlo: diga NO a las peleas de perros.
El Bi y yo se lo agradecemos.
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