Pancho tiene más de cincuenta años y desde que lo conozco se llama así, Pancho, tan simple y tan llano que no me imagino otros bautizos, otra imaginería que lo dibuje en el entorno rural donde creció y que ya lo marcaba como parrandero mayor.
Francisco Reinaldo es desconocido, Panchito en cambio encarna al barrio San Salvador, bando simbolizado por un gallo, animal de gesta y de corrales, contradicción entre el machismo y la elegancia. Los parranderos son así, medio artistas naif medio campesinos, tienen la ingenuidad de una noche de jolgorio y las maldades del oficio.
Estas fiestas, realizadas por lo general cada 24 de diciembre, pueden costar entre uno y dos millones de pesos cubanos y devienen a veces en verdaderas fuentes de lucro. Para que se tenga una idea, un carpintero cobra durante un mes de trabajo en una de las casas parranderas alrededor de diez mil pesos o catorce mil por la obra.
El otro ser que simboliza el bando contrario es José Enrique. Dicen que es tan fanático que tiene creencias sobrenaturales acerca del suburbio para el cual trabaja. Él, al igual que Panchito, lleva las riendas de las parrandas, manejan los ánimos callejeros. Por ejemplo, en más de una ocasión algunos parranderos han ido presos por las peleas que se generan entre los enconados fanáticos, encuentros donde priman vituperios, golpetazos, lanzamientos de pequeños cócteles molotov de un lado a otro de las callejuelas de Remedios.
-No sabemos cómo vamos a hacer la parranda de este año, eso siempre es un misterio, porque el financiamiento es el talón de Aquiles –me dice otro viejo barriotero, en medio de la casa de trabajo del barrio San Salvador, donde no obstante veo cómo se levanta un coloso de más de ochenta pies de altura, que ocupará la plaza Isabel II.
En las parrandas se enfrentan desde 1820 dos barrios, San Salvador (un gallo) y El Carmen (un gavilán), por un galardón invisible, por una gloria indescifrable. Los aspectos a competir son tres: carrozas, fuegos artificiales y trabajos de plaza (estructuras lumínicas de más de setenta pies de altura y menos de cien). Cientos de personas acuden ese día a Remedios desde muchas partes desde Cuba y el mundo, lo que comenzó como un divertimento quizás intrascendente y barrial ostenta hoy el título de Patrimonio Cultural de la Nación.
En una noche de parrandas he visto de todo, desde la habitual imagen de cientos de borracheras hasta la muerte de alguien producto de la mala manipulación de los fuegos artificiales. Estas fiestas, como otras tantas de tamaña magnitud, generan siempre algún accidentado, alguna que otra calamidad. Pero lo curioso es cómo un pueblo de poco más de 15 mil habitantes se convierte durante 24 horas en catedral y capital de la cultura cubana.
En ese interregno, las familias se dividen entre seguidores de un bando u otro. Los fanatismos son endémicos porque la victoria, la superioridad, la quieren todos. Un antepasado mío, según cuenta la tradición, construyó una carroza dentro de su casa para guardar el secreto hasta el día de las parrandas, cuando fue a sacarla aquello no cupo por la puerta y derribó toda la fachada. Todo con tal de obtener un triunfo que nadie otorga, pues en las parrandas no hay jurado.
Estas fiestas son violencia y encanto, infantilismo del más puro.
En la mañana del día 25 de diciembre priman los choteos por todo el pueblo, se hacen caricaturas de los supuestos perdedores, se va hasta las puertas de las casas con la conga para generar “pique” y otras provocaciones ingenuas y bárbaras. “En Remedios puede faltar lo que sea menos eso”, le oigo decir a más de uno entre los viejos juerguistas. Porque más de un gobierno local ha caído en desgracia por no garantizar los recursos para la fiesta. El nivel de gestión, de capacidad de un Poder Popular en esta ciudad se mide con el barómetro del 24 de diciembre.
En estos días mi casa es la sede de una decena de amigos de toda Cuba que se hicieron adictos a las parrandas. El infantilismo, el encanto de esta violencia irreal está en el alma de todos, Remedios lo sabe, el país lo disfruta.
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Abel
Fernando Forte