Y ahí estábamos, después de seis horas de viaje por carretera, en el punto de control que da acceso a la cayería norte de Villa Clara. La pregunta no dejaba lugar a interpretaciones. “¿Tienen reservación o pasaporte?”
El carné de identidad que nos acredita como ciudadanos cubanos solo fue pedido para corroborar que, de hecho, nuestros nombres eran los de la reservación. No se me ocurrió preguntar qué hubiera sucedido si al policía, después de hacer una llamada telefónica, le hubieran dicho que mi nombre no aparecía por ningún sitio. Ya me habían alertado las personas indicadas que no olvidara ningún papel, o de lo contrario tendría que regresar por donde mismo llegué.
Con mi pequeña tarjeta azul que dice que soy cubano no bastaba, debía tener reservación o pasaporte.
Tal vez si fuera un lugar más cercano, me hubiera arriesgado a una actitud desafiante, a decir este es mi país y yo voy a donde me da la gana… ya sabes, ese tipo de arrebatos que tiene la gente de mi generación porque aprendió en la escuela que todos somos iguales, que en Cuba no hay playas privadas, que cualquier cubano puede ir a cualquier parte del territorio nacional. Pero no, estábamos cansados del viaje y solo queríamos llegar al hotel.
El hotel, por cierto, era precisamente lo que necesitaba. Apartado, tranquilo, moderno, para mayores de 18 años. El servicio era delicado y los empleados del hotel amables sin ser serviles (es un equilibrio extraño, a nosotros, por un problema de educación, nos gusta que nos traten bien, pero como a iguales).
El show en las noches era algo raro. Casi siempre, el nivel artístico en los hoteles es deplorable, pero no fue el caso.
Escuché un quinteto coral masculino que interpretaba desde ópera italiana hasta música tradicional cubana sin malograr una nota, vi unos bailarines que podrían estar en cualquier certamen de danza contemporánea, y las tardes en el bar las amenizaba un guitarrista que tocaba, sin resbalar un traste más allá, por los solos más complicados de los clásicos del rock, por Silvio Rodríguez y por Tom Jobim.
Tuve sentimientos encontrados: el orgullo de que los extranjeros presentes dijeran que en ningún lugar del mundo el show de un hotel de playa es tan bueno y la tristeza por esos artistas que pudiendo estar en cualquier escenario se van a los hoteles por la sencilla y definitiva razón de que no están en La Habana, de que en las provincias no hay nada mejor que hacer, de que esos sean, probablemente, los mejores vocalistas, guitarristas y bailarines de Santa Clara. Pero bueno, los clientes nos divertimos y ellos cobran su dinero… todos felices.
A la salida del cayo estuve detenido, por mi propia voluntad, al menos un minuto en el punto de control. Esperaba a que el oficial me volviera a pedir los documentos, pero no salió, ni me miró. Hice el tonto durante ese tiempo y molesté en vano a la fila que se formó detrás de mí: aparentemente para salir de la cayería norte de Villa Clara no hay que tener reservación o pasaporte.
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