Aquella madrugada fue terrible. Daniel tenía apenas diez meses de nacido y estaba enfermo de otitis. La fiebre pegajosa, el llanto, las noches sin dormir, las compresas y las preocupaciones se acumulaban.
Quizá por eso, cuando empecé a sentirme el rostro extraño y la cara adormecida pensé que se debía al cansancio. No le di importancia en ese momento. Solo quería que el Travieso se curara y que amaneciera, porque con la luz del sol, los problemas a veces parecen menos graves.
Nunca imaginé que, con la luz del sol, empezaría un momento oscuro en mi vida. Me levanté para echarme agua en la cara y me vi la boca extraña. Intenté moverla y llevarla a su sitio, pero no podía. No entendía qué me pasaba. La sonrisa era una mueca horrible que se dibujaba en el espejo como si se tratara de una broma de mal gusto.
Del susto pasé al miedo, luego a la ira, a la negación y a la tristeza. Me costó llegar a la supuesta aceptación, pero creo que nunca lo logré. ¿Por qué me sucedía a mí? ¿Qué me pasó para que mi cuerpo respondiera así? ¿Hice algo mal? Muchas interrogantes y pocas respuestas.
Lo más chocante para mí fue cuando intenté tomar café y se me botó por un costado de la boca. Parecía una pesadilla. Extrañaba mi rostro, extrañaba reír, extrañaba ser yo.
Luego vinieron las consultas, una TAC (tomografía axial computarizada) de urgencia, la acupuntura, los tratamientos, la prednisona en dosis elevadas, las citas con el neurólogo, los masajes, los ejercicios. En medio de lo anterior, debía cuidar al Travieso e intentar sentirme mejor para que mi dolor no lo afectara. Fue muy difícil.
Por suerte, en aquel entonces el niño era pequeño y aunque me miraba extrañado, no era consciente de lo que sucedía. Yo no quería ver a nadie. Me aislé, me alejé, no me miraba al espejo, casi no hablaba — yo que siempre he sido conversadora—. El mundo entero me cambió. Tuve que tomar una pausa necesaria para pensar y reconocer el daño que me había llevado al camino de la parálisis.
Detrás del «estoy bien»
Desde que me diagnosticaron una parálisis facial comencé a estudiar sobre el tema para entender las causas, las consecuencias y evitar que se repitiera en el futuro. Fue un momento de introspección profunda, un punto de inflexión en el que decidí mirar hacia adentro y enfrentar el estrés acumulado que durante tanto tiempo me había jugado malas pasadas. Por primera vez me detuve a pensar en mí misma, en cómo me estaba tratando y en la necesidad urgente de cuidarme.
Durante años, incluso desde mi infancia, había vivido en una constante carrera contra el tiempo, priorizando las necesidades de los demás sobre las mías, relegándome al último lugar de la lista de prioridades. Ocultaba mi dolor detrás de una sonrisa forzada y de un repetitivo «estoy bien», mientras el cuerpo me enviaba señales de advertencia que yo ignoraba. Lo empujé al límite, lo castigué con el peso del estrés y las preocupaciones, lo cargué sin darme cuenta de las graves consecuencias que ello tendría.
Se dice que el cuerpo habla cuando la mente calla. En mi caso, mi cuerpo gritó para hacerse escuchar. Tomó medidas drásticas para obligarme a prestarle atención, para recordarme que yo también merecía cuidado y amor, que no podía ignorar mis necesidades con el propósito de mantener la fachada de bienestar superficial. Fue un despertar doloroso pero necesario, un recordatorio de que la salud física y emocional no puede ser sacrificada en nombre de la complacencia o las expectativas externas.
La parálisis facial fue una llamada de atención abrupta y un recordatorio contundente de que necesitaba cambiar la forma en que vivía. No podía seguir fingiendo que todo estaba bien mientras mi cuerpo y mi mente clamaban por ayuda. Tenía que hacer cambios significativos para priorizar mi bienestar y aprender a amarme y cuidarme de la misma manera en que lo hacía por los demás.
Fue un proceso de autodescubrimiento doloroso, pero liberador. Aprendí a escuchar mi cuerpo y a reconocer las señales que me enviaba, en lugar de ignorarlas o minimizarlas. El aprendizaje continúa, paso a paso, un día a la vez, y es muy difícil para mí, pero sé que también es necesario.
He tenido que aprender a establecer límites saludables, a decir «no» cuando es necesario y a delegar responsabilidades. También he intentado practicar el autocuidado de manera consistente, aunque no es tan fácil con dos niños pequeños y empezando de cero en un país nuevo. Aun así, siempre busco la manera para reinventarnos, para crear nuestras tradiciones y actividades familiares que nos traigan alegría a todos.
Impacto en la vida cotidiana
La parálisis facial trajo consigo una serie de desafíos que afectaron casi todos los aspectos de mi vida cotidiana. Desde la dificultad para comunicarme y sonreír hasta los problemas para comer y cuidar de mi pequeño. La lucha por mantener mi autoestima y confianza como madre se volvió una tarea monumental.
Aceptar mi condición fue un proceso gradual y lleno de altibajos emocionales. A medida que me adaptaba a la parálisis facial, aprendí a encontrar nuevas formas de realizar las actividades diarias y a aceptar los cambios en mi apariencia física. Criar a Daniel mientras enfrentaba esos desafíos me obligó a buscar la fuerza interior para seguir adelante.
Durante el viaje, el apoyo emocional fue indispensable. Mis amigos, familiares y profesionales de la Salud se convirtieron en una red sólida que me sostuvo en los momentos más difíciles. Sin embargo, en medio de la red, mi esposo se destacó como una roca en la que pude apoyarme cuando más lo necesitaba. A pesar de la parálisis facial y de las luchas que enfrentábamos, él nunca dejó de demostrarme su amor y cuidado.
Recuerdo cómo, incluso cuando me sentía más vulnerable, mi esposo siempre encontraba la manera de hacerme sentir hermosa. Sus palabras de aliento y su apoyo incondicional fueron un bálsamo para mi alma en momentos de profunda angustia. Él no solo cuidaba de mí físicamente, sino que también era mi apoyo emocional, mi ancla en medio de las tormentas emocionales que parecían sacudirme.
En los momentos en los que sentía que tocaba fondo, mi esposo fue mi impulso para seguir adelante, mi flotador en el mar de la incertidumbre y el dolor. Su presencia constante y su amor incondicional fueron mi refugio, mi hombro-hogar al que podía recurrir en cualquier momento.
Luego, salí embarazada de Emma, de nuevo regresamos a las noches de cólicos y a los dolores de la cesárea. El fantasma de la parálisis deambulaba alrededor de nosotros. Incluso cuando llegamos a Estados Unidos —luego de la travesía que nos cambió la vida para siempre— la parálisis se repitió con más fuerza, aunque creo que en realidad no se había ido del todo porque mi rostro nunca ha sido igual. Ni sus expresiones ni mi boca. Pero poco a poco, con mucha paciencia, he aprendido a conocerme, a escuchar mi cuerpo, mientras continúo en el proceso de sanación no solo físico, sino también mental y emocional.
Del autodescubrimiento al amor propio
El viaje de autodescubrimiento me llevó a entender que el amor propio no es un acto egoísta, sino una necesidad fundamental para una vida equilibrada y plena. Aprendí a reconocer mi valor y a valorar mi salud y felicidad por encima de todo. Aunque el camino hacia la recuperación no ha sido fácil, cada paso que he dado hacia adelante ha valido la pena.
Hoy puedo decir con certeza que la parálisis facial no solo me enseñó lecciones importantes sobre el autocuidado y la autocompasión, sino que me brindó la oportunidad de redescubrirme a mí misma y de abrazar mi verdadera fuerza interior. Aunque mi viaje hacia la curación aún continúa, estoy agradecida por la perspectiva que la experiencia me ha otorgado y por el crecimiento que ha inspirado en mí. Ahora, me comprometo a seguir priorizando mi bienestar y a vivir una vida auténtica y plena, en la cual el amor propio sea siempre mi guía y mi mayor fortaleza.
Con el tiempo, he descubierto que hay luz al final del túnel y que cada obstáculo superado nos hace más fuertes y resilientes. Podemos encontrar la paz y la felicidad —incluso en los momentos más difíciles de la mapaternidad y de la vida en general— con el apoyo adecuado y la determinación para seguir adelante. Aunque parezca un trabalenguas, está bien no estar bien siempre. Aceptar nuestras tristezas, nuestros errores y dolores es parte del proceso de sanación.
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