Por Alberto Domínguez
“Es una lástima ver esto así. Funcionó como piscina y La Habana entera estuvo aquí metida. La entrada costaba tres pesos cubanos. Hoy nadie tiene interés de invertir, han venido extranjeros con intenciones de hacerlo y les dicen que no”, cuenta un ex habitante de Alamar, una población a las afueras de la capital cubana. Lo hace parado sobre el borde de una superficie de granito de dos metros de profundidad y un área de casi 5.000 metros cuadrados, algo así como dos piscinas olímpicas. Mira al horizonte y el paisaje es decadente, nostálgico para él: grietas en el piso, paredes roídas por el salitre que arroja la cercana costa, brotes de maleza, árboles que subieron pero cayeron y charcos de agua negra.
También, en una de las desgastadas paredes, se ve un grafiti hecho con marcador azul, trazos claros pero que se niegan a desaparecer: “Enfermardos SK8”. Un indicio de que este elefante blanco todavía respira.
A finales de los años 1980, este espacio fue inaugurado por el gobierno de Fidel Castro como piscina, dicen que la más grande de Latinoamérica.
Con la brisa dándoles en la cara, miles de jóvenes habaneros disfrutaron no solo del agua fresca sino de un complejo recreativo con cafeterías, restaurante, discoteca y plazoleta para actividades culturales.
Después de inaugurada entre vivas a la Revolución y aplausos a Fidel, la piscina no sobrevivió al abandono estatal y al deterioro de la infraestructura a lo largo de toda la isla, provocados por la caída de la Unión Soviética en 1991.
Al olvido en que cayó la piscina, como si fuera poco, se sumó el azote de las tormentas tropicales y huracanes, especialmente la llamada Tormenta del Siglo de marzo de 1993 que arrasó con la costa de Alamar.
Para los jóvenes de esta ciudad-dormitorio, hoy de 150.000 habitantes, la decadencia a la que se sometió la piscina fue como ponerles la soga al cuello: era el único lugar para salir y divertirse en Alamar, y los libraba de tener que moverse a las playas del este de La Habana.
Hoy, sin agua, y siendo un monumento al abandono, la Piscina Gigante —como la llaman— es un spot clandestino, a pocos metros de la costa y entre maleza, codiciado por los skaters de La Habana. Es uno de los pocos espacios donde los jóvenes, armados de tablas y patines, encuentran distracción en Alamar, una población donde el único cine es otro bloque de cemento desgastado por la indiferencia y en la costa hay puro “diente de perro”, como le dicen los cubanos a la piedras calizas que brotan del suelo como cuchillos.
Alamar fue construida en 1971 por microbrigadistas apoyados por el gobierno revolucionario y concebida como el modelo ideal de la nueva sociedad comunista, siguiendo las ideas del hombre nuevo promulgadas por el Che Guevara. Levantada para promover los fines de la Revolución y como techo para los trabajadores y obreros que fueran considerados un ejemplo para la sociedad, Alamar también fue el lugar donde se dio el caldo de cultivo para que movimientos contraculturales de resistencia artística e intelectual, como el Festival de Rap y el Festival Poesía Sin Fin, surgieran en Cuba.
Claro, estas manifestaciones de los jóvenes no estaban en los planes del gobierno para Alamar, como tampoco se contemplaba el hecho de que en esta población se esté gestando hoy, sino un skatepark, un nuevo espacio que apunta a convertirse en otro baluarte de resistencia, ahora deportiva, impulsada desde el skate cubano.
“Dos días sin hacer skate y ya me vuelvo loco. Es como la droga para mí, no puedo dejarlo”, dice Pablo, de 27 años, mientras detiene su tabla sobre el piso de granito de la Piscina Gigante. Su actitud lo muestra como el líder del grupo, el que puso la firma de los Enfermardos Sk8 en la pared marchita. Trabaja como mecánico automotriz en un taller estatal y sus conocimientos los ha aplicado en múltiples reparaciones a su tabla, que da cuenta del uso al que ha sido sometida por el avanzado desgaste que presenta en el eje. “Conseguir los accesorios es muy difícil o muy caro”, explica. Que el eje se le rompa implica que Pablo estará meses sin poder rodar con el skate, el cual llegó a sus manos gracias a que un marinero se lo trajo a su papá.
Las restricciones impuestas por el gobierno al comercio exterior, sumado al bloqueo estadounidense y el bajo poder de adquisición de los jóvenes cubanos —el sueldo promedio de un cubano fue de 29.6 dólares mensuales en 2016, según la Oficina Nacional de Estadística de la isla— dificultan, sino imposibilitan, la compra de artículos como las patinetas. Y si tuvieran el dinero, se interpone la inexistencia de una industria o un comercio que fabrique y venda legalmente tablas, por lo cual las pocas que pueden comprarse son a precios exageradamente altos, de 100 dólares para arriba.
Bajo ese panorama, la mayoría de las patinetas que hay en Cuba llega a través de donaciones que realizan los patinadores extranjeros que visitan el país, ya sea cada uno por su lado o coordinados bajo iniciativas no gubernamentales como Amigo Skate Cuba y Cuba Skate. Ambas organizaciones existen desde 2010.
El primer viaje de la gente de Amigo Skate, basada en Miami, se realizó en enero de ese año, cuando todavía Barack Obama no había levantado algunas de las restricciones que tenían los americanos para viajar a Cuba. Su misión, lejos de ser legal, resultó en una aventura riesgosa que culminó con la primera sesión de skate que tuvieron con jóvenes de La Habana. Así han pasado siete años desde que llevan donaciones de hasta 100 tablas por viaje, algunas de ellas donadas por figuras como Andrew Andras, un skater de Miami que tiene el récord mundial en la distancia más larga recorrida en skate en 24 horas.
Pero no todas las donaciones llegan a través de estas organizaciones. Albert, un chico de 23 años que también se pasea en la Piscina Gigante, consiguió su tabla gracias a un amigo californiano que llegó hasta este punto a patinar y se la dejó. Para él, salir a patinar es su momento de evasión. También es uno de los líderes del grupo: “Enfermardos es como decir que estamos enfermos por hacer skate, el skate nos saca del estrés. No tener dinero me estresa, o que no haya lugares para salir”, explica este joven, quien también labora en un taller de televisión estatal y cada día, a las 5 de la tarde, rueda en su tabla sobre las maltrechas calles de Alamar hasta llegar a este lugar y encontrarse con su grupo de amigos.
La carencia en la que practican este deporte urbano es evidente, pero de ella Albert ve que florecen manifestaciones que trascienden la amistad: “Todos tenemos deseos de ser skaters… si a mi amigo le faltan zapatos para patinar, yo le comparto los míos. Así nos unimos más”.
Y si no aparecen las donaciones, siempre está la ocurrencia. Reinier Morales, surfista y skater de 31 años, oriundo de Alamar, recuerda que su primera tabla se la hizo su papá, un carpintero. Le hizo una plancha de madera y las ruedas y los ejes los cogió él de los patines de un amigo, procedente de la Unión Soviética. “Los partí por la mitad (las ruedas y ejes), los clavé uno a uno en la plancha de madera y me funcionó un poco”, recuerda.
De hecho, la historia de cómo obtuvo Reinier su tabla es similar a la de muchos cubanos. Durante los años 1980, los hijos de los soldados y trabajadores estatales soviéticos llegaron a Cuba con sus patines y patinetas, siendo Alamar uno de los lugares donde más se asentó esta población de Europa del Este que venía a apoyar al gobierno revolucionario.
La emigración soviética en Cuba, dicen, significó también el inicio de la cultura cubana del skate, que después sería ampliada y adoptada localmente por skaters pioneros como Che Pando, de 44 años, uno de los tatuadores más reconocidos de La Habana y, podría decirse, perteneciente a la vieja guardia del skate cubano.
Para él, en los últimos años se ha dado una evolución en la idea que se tiene de los skaters, tanto de las autoridades como de la sociedad cubana. En una entrevista publicada en el medio especializado en skateboarding Royal 70 recuerda cómo la policía los perseguía de niños cuando patinaban en una zona aledaña al Hotel Habana Libre, y lo compara con cómo ahora han podido llegar marcas como Red Bull para patrocinar la construcción de una rampa o se transmitió, en televisión estatal, un documental que mostraba cómo es la vida de los patinadores cubanos.
También, en la Fábrica del Arte Cubano, un espacio vital en la vida cultural y nocturna de La Habana, respaldado oficialmente por el Instituto de la Música, se realizó en meses pasados una exhibición con el trabajo de 19 fotógrafos que registraron los siete años de trabajo de Amigo Skate Cuba en la isla.
Avances los hay, y van de la mano con una juventud cada vez más alejada del recuerdo romántico de la Revolución, de la devoción por los adalides de la gesta revolucionaria. Son jóvenes que prefieren las libertades individuales, el acceso a la información y la modernización y que sueñan, por ejemplo, con poder asistir sin problemas a encuentros mundiales de skate y compartir con los mejores patinadores del globo.
A ojos de Reinier, un tipo que realiza talleres para niños junto a Yaya Guerrero, la primera mujer surfista de La Habana, todavía hay mucho por recorrer. “El problema más grave es que el gobierno no reconozca esto: tu vas patinando por la calle y te para la Policía, te pone una multa; una vez me quitaron el skate. El gobierno no reconoce el skate como un deporte, lo ve como un juego de niños, como algo peligroso. Si el gobierno lo reconoce es posible que se creen tiendas, fábricas, y no tengamos que depender de las donaciones. Ese día se va a romper el corojo, como se dice”, explica entre risas.
La Habana, rica en edificios coloniales, en salsa y ron, también empieza a sacar la cara en cuanto a spots para la práctica de este deporte urbano. A veces, explica Albert, van con sus patinetas al Paseo del Prado, un corredor peatonal en piso de mármol donde se confunden los gritos de los niños habaneros jugando a la pelota con los flashes de los turistas, que conecta la Habana Vieja con los paisajes del mar chocando contra el Malecón.
De hecho, este lugar fue uno de los puntos más movidos durante la Go Skateboarding Week Havana, celebrada entre el 20 y el 26 de junio de este año, promocionada por Amigo Skate Cuba y que contó con el Go Skateboarding Day, el 21 de junio. Durante esos días, hasta 300 skaters formaron piquetes para rodar juntos por toda la ciudad, se celebraron eventos y competencias y, por supuesto, se realizaron donaciones.
Del Paseo del Prado como punto para rodar y hacer trovas —como llaman a los trucos— dicen algunos que es el equivalente a lo que es el Museo del Arte Contemporáneo de Barcelona, reconocido spot de riders internacionales. Pero a este emblemático espacio de la ciudad se suman otros como el Parque Antonio Maceo, la vía peatonal del Malecón y el municipio Playa. Y, de un tiempo corto para acá, la Piscina Gigante.
El futuro del espacio, a ojos de Pablo o Albert, no es el mejor: les han prometido renovación pero no pasa nada y el sitio sigue en el olvido. Incluso el diario oficial Trabajadores denunció, en enero de este año, el “abandono imperdonable” de la piscina y la falta de claridad sobre las rehabilitaciones que han prometido desde el gobierno.
La denuncia en medios oficiales no es nueva. Ya desde 2011, el diario Granma habló de la piscina de Alamar como una de las instalaciones desaprovechadas para la recreación de los jóvenes, “un ejemplo de lo que tal vez ocurre en otros territorios del país”. Han hablado de adaptarlo para conciertos, pista de baile, parque… pero tal vez no se han percatado de que un grupo de muchachos soñadores del skate se está tomando el lugar y le está dando otra identidad sin otro objetivo que recrearse, hacer deporte y forjar un estilo de vida en torno a las ruedas.
Ya la piscina no fue, y el olvido es la constante que esperan jóvenes como Pablo o Albert deje de repetirse. Tampoco extrañan una piscina donde huirle al calor: “¿Piscina? ¿Para qué la piscina? Para nadar tengo la costa aquí al lado”, dice Albert, entre risas.
Este texto es una versión del reportaje publicado originalmente por Revista Late
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