Emma cumplió cuatro meses de edad en la travesía rumbo a Estados Unidos. Daniel tenía dos años y medio. Ahora que lo leo mientras escribo, esto me parece una total locura. ¿Cómo pudimos hacer una travesía tan peligrosa con dos niños pequeños? Escribir en primera persona es un acto sumamente arriesgado. Es como desnudarse ante el lector. Cuando te conviertes en narrador y protagonista, los sentimientos son la materia prima que luego se transforma en oraciones, en párrafos, en una especie de confesión que te hace sentir vulnerable. Quizá por eso este texto ha sido tan difícil de escribir: en él se cuenta uno de los momentos más importantes de mi vida…
Todavía pienso todo lo que vivimos y me parece un sueño, una película de ficción, el cuento de un imposible. Pero sí, en verdad sucedió, y no hay un solo día en el que no piense en eso y llore un poco, en silencio, agradecida, pero también con los nervios de quien no puede olvidar esas semanas. Quizá escribirlo me ayude a superar un poco el trauma, y el tiempo, que dicen lo alivia todo. Por eso, ahí les va mi historia… Tantas fronteras, tantos miedos, tantas emociones y un sueño: empezar una nueva vida con mi familia y ofrecer un futuro de libertad a mis hijos…
La decisión… La citación… La cacofonía de un adiós…
¿Quién se queda con los gatos? Te preguntas cuando sabes que incluso para ellos todo cambiará luego de la decisión. ¿Estarán bien con otras personas? ¿Volveré a ver a mi abuela? ¿Iré de nuevo a la finca de mis tíos que me sirvió de refugio durante la cuarentena? ¿Algún día todo volverá a la normalidad para mí, para nosotros? ¿Cuba cambiará? «Será lo mejor para tus niños», te dices para convencerte. Por ellos y para ellos es esta decisión. Y también por ti, por ustedes…
Miras a Emma dormida en tu regazo y le pides perdón desde ahora, porque vendrán momentos duros para ella, que apenas tiene tres meses y no entiende nada. Y miras a Daniel correr de un lugar para otro, con la inocencia de no saber que su vida le cambiará para siempre. Guardas en una maleta algunos de tus libros preferidos por si alguien algún día te los puede llevar. Los títulos, los recuerdos, intentas acomodar todo eso en una pequeña maleta, «la maleta de la esperanza», la maleta que dejas preparada para cuando puedas llegar a tu destino. Y le pides a Dios, a tus santos, que todo salga bien. Te aferras a la fe…
Te preparas para el viaje. ¿Cómo hago para echar en una sola mochila todo lo que los niños necesitan? ¿Y si les hace falta algo en el camino y no lo tengo? Mil dudas, una mochila y tanto que arriesgar.
Piensas en la citación policial que te llegó cuando estabas embarazada de Emma. En el desprecio con el que aquel oficial te entregó la citación y cuando preguntaste por qué, te respondió: «Tú sabes el porqué». Y se fue dejándote allí, en el portal de tu casa, con una citación en la mano para el día siguiente, como si fueras una criminal… Tú, que nunca habías pisado una estación de policía, sometida a esa situación. Embarazada, saliente de COVID, con tu mamá en cama por una fractura de peroné y tu pequeño con el papá aislado para no contagiarse. Esa noche casi no pudiste dormir, era una mezcla entre miedo e impotencia. Especialmente impotencia, y desilusión, y también un poco de tristeza.
El corazón parecía que iba a salirse del pecho, la presión alta, unas manchitas rojas cuando fuiste al baño, amenaza de aborto. «Respira, Rachel», te aconsejas en modo de autoterapia. Piensa en el pequeño que viene en camino. No imaginabas que sería Emma, la niña guerrera. Y te dices, en modo de consuelo, que estás del lado correcto de la historia, que no le debes nada a nadie. Tu principal profesión en los últimos dos años ha sido ser madre y casi siempre escribes sobre eso. Pero también escribes sobre justicia, sobre libertad, sobre el amor como arma para salvar, para cambiar, para luchar…
Ese día de la citación, ese viernes lluvioso en el que pisé por primera vez una estación de policía, embarazada, triste, desilusionada, desde ese viernes algo en mí se rompió, y no escribí más durante la barriga. Guardé los sentimientos, las palabras y me encerré en una burbuja salvadora con mis niños para sobrevivir a esos malos ratos. Ese viernes lluvioso, esa triste citación, ese oficial que me miró con desprecio, todo eso fue el prólogo de nuestra decisión…
Por eso, mientras preparas la mochila, lo que ocurrió el último año te da vueltas en la cabeza. Piensas de nuevo en tus hijos y su futuro, en tu familia, en lo triste que es irse, pero también que a esa altura ya no es una opción quedarse. En la maestría en España, en las parálisis faciales que te han cambiado la sonrisa, en todo lo que está en juego.
Sigues recogiendo la mochila. Vendes tu cámara fotográfica, la cuna que nunca usaron tus pequeños pero que compraste con tanta ilusión. Miras el cuarto recién pintado para la llegada de Emma, los planes, el dolor. Te desprendes de todo, menos de tus convicciones. Empacas los sueños, los pañales y los biberones.
Abrazas a los más allegados. No le cuentas a casi nadie lo que están a punto de hacer. Por miedo, porque el teléfono ya no es una vía confiable, por cuidarlos a ellos y cuidar a los tuyos. Y cuidar los planes, los proyectos en marcha, las fechas que lo cambiarán todo. Las conversaciones con tu esposo se convierten en largos susurros para que nadie escuche. Casi no duermen, piensan mucho, lloran un poco y se muerden las uñas. Nerviosos, ansiosos, con la incertidumbre de quienes van a emprender el viaje más importante de sus vidas.
Mi mamá había roto el hielo y nos esperaba en Tapachula, México, con el mismo nudo en la garganta y con sus más de cincuenta años, lista para emprender un nuevo camino y empezar de cero, con el dolor de dejar todo atrás y con la esperanza de quien se aferra a un futuro mejor.
Regalas la ropita de tus niños. La comida casi no baja por la garganta, el nudo es demasiado grande, las visitas son apresuradas, el adiós, inevitable. Escuchas un millón de cuentos sobre las travesías, no sabes si serás capaz, si podrás hacerlo con dos niños pequeños. Vuelves a dudar, te llenas de coraje y te montas en el avión apresurada, con los pies temblando, pero en los brazos tu tesoro más preciado: la pequeña Emma, y agarrado a tu mano Daniel, y su papá, quien ha sabido sostenerlos con tanto amor…
Le aprietas fuerte la mano a tu pequeño de dos años y medio, que no entiende nada. Le abrochas el cinturón, y le hablas de volar, de las nubes, y de lo lindo que son los aviones para que no tenga miedo. Él te dice que cuando sea grande será piloto. «Serás lo que tú quieras, hijo mío», le digo dándole un beso. El cinturón apretado, las manos sudadas, los motores encendidos, el despegue… Todo comienza a verse pequeño desde el cielo… Vas dejando atrás parte de tu familia, amigos, recuerdos, vas dejando atrás tu vida, vas dejando atrás Cuba… Y detrás de ese adiós, llega la difícil travesía.
La travesía: el peligro, el miedo y la fuerza… Las fronteras…
Cuando llegamos a Nicaragua, después de una larga escala en Jamaica, todo sucedió muy rápido. Lo viví como una película para poder llenarme de valor y enfrentar los momentos difíciles que vendrían luego. Nos bajamos del avión pero todavía me sentía en las nubes. No había vuelta atrás. Lo peor de atravesar tantas fronteras en plena madrugada, con dos niños pequeños, no son solo las curvas, los barrancos, la velocidad, la persecución. Lo peor es la incertidumbre, no poder controlar lo que sucederá en los próximos cinco minutos, atravesar caminos intransitables mientras intentas darle el biberón a Emma o cambiarle el pañal.
Lo peor es que el peligro y el miedo toman asiento a tu lado y te acompañan en todo el recorrido… Tú intentas no mirarlos, no hacerles caso, pero a veces, muchas veces, te miran directo a los ojos y te hacen temblar.
Atravesamos Nicaragua en plena madrugada. El carro iba tan rápido que las náuseas eran inevitables. Con nosotros viajaban también una prima de mi esposo y su familia. Ellos fueron un apoyo imprescindible. Habían buscado muchas maneras de salir de Cuba, pero todo siempre se les dificultó. Medio en broma, medio en serio, yo les decía que no habían podido salir antes porque el destino quería que nos fuéramos todos juntos. Ese destino que ahora era tan incierto para nosotros. En medio del camino, la primita pequeña comenzó a vomitar. No podíamos parar y tenía que utilizar una bolsa de nailon. Luego a su papá le pasaría lo mismo en Guatemala.
En Nicaragua eran tantas las curvas que yo pensé que Emma también vomitaría porque se tomaba su biberón entre brincos y a una velocidad increíble. Parecía estar viviendo una escena de Rápido y furioso.
Alrededor de las seis de la mañana estábamos llegando a Honduras. Un campo de maíz, el lodo, una cerca, las moticos que nos llevarían a la ciudad. Tirados en la acera, en Honduras, tuvimos que hacer los trámites del salvoconducto. Las calles repletas de inmigrantes de distintos países.
Ese día recuerdo que empezó a llover y tuvimos que refugiarnos en un portal. Ahí, tirados en la calle, esperábamos nuestro turno. Algunas personas llevaban días marcando, incluso semanas. Noches durmiendo a la intemperie para conseguir el salvoconducto. Emma siempre ha sido de dormir poco y en algunos momentos siento que podía sentir mi ansiedad y comenzaba a llorar sin consuelo. Yo la apretaba contra mi pecho, dándole calor, cantándole bajito, mientras papá cuidaba de Daniel e intentaba hacerle creer que todo era un juego.
Los miraba y me parecía estar viendo la película La vida es bella. Inventábamos actividades para entretenerlos, le contábamos de los duendes mágicos que vivían en las altas montañas y de lo lindos que son los paisajes por aquellas zonas.
Nunca demostramos el miedo que nos taladraba el alma. Por ellos sacábamos fuerzas y nos manteníamos aferrados a la esperanza.
De Honduras recuerdo el polvillo medio rojizo que nos cubría la piel. Los barrancos que estaban acechando en cada esquina. Los caminos interminables, la neblina, las madrugadas en vela… Siempre el peligro y el miedo sentados a nuestro lado, y nosotros intentando no mirarlos, no escuchar sus voces, no darles protagonismo… Pero fue muy duro, en algunos momentos se hicieron protagonistas y parecía que se burlaban de nosotros…
En Guatemala los nervios aumentaron. Cruzar el río en plena madrugada en unas tablas con goma de camión fue una prueba realmente dolorosa. Subir unas lomas llenas de lodo, resbalar, casi caernos, cubrir a Emma y en cada paso sentir que estábamos en peligro. Las piedras cayendo, aquel platanal, el llanto de los niños en medio del silencio, la angustia, los minutos más largos, los escondites, las sirenas de policía a lo lejos, la desesperación.
Aquel recorrido de Guatemala me pareció una pesadilla. El pequeño Daniel en la parte de atrás de una camioneta con su papá. Recuerdo cuando nos montamos y él dijo que quería ir al baño pero no podíamos parar, así que le dijimos que ensuciara en el pañal. Así atravesó Daniel toda Guatemala, con su pañal sucio porque no teníamos espacio para cambiarlo, sentado junto a los hombres y llamándome para que lo cargara mientras yo tenía que cuidar de su hermanita.
El mismo día que llegamos a Tapachula, Emma cumplió sus cuatro meses. Era domingo, muy temprano en la mañana. El reencuentro con mi mamá, que nos esperaba allí desesperada, fue una bocanada de oxígeno. Volví a respirar un tanto aliviada cuando la vi. El abrazo que pensé no llegaría nunca. La comida picante, Daniel enfermito del estómago, mi mamá también. De nuevo la despedida. El viaje a Ciudad México. Los retenes, el sobresalto constante, los brazos cansados, la mente cansada, las oraciones a Dios, a mis santos, que siempre cuidaron de nosotros.
El final de la travesía: más cerca del sueño…
El recorrido a Ciudad Juárez llegó cuando las fuerzas estaban un poco agotadas, pero no podíamos cansarnos. Esa era la parte más importante. Ya faltaba menos. Luego vinieron el parque, la avenida repleta de carros. Era la carrera de nuestras vidas. Todo lo que habíamos hecho no importaba, solo ese momento. Ese era el momento. Correr, correr, correr, con Emma apretada a mi pecho. Habíamos dejado las mochilas, solo cargábamos con una pequeña con los biberones y los pañales.
Cruzar el separador de hierro. La circunvalación. Las personas montando bicicletas y nosotros corriendo. A lo lejos, la X gigante roja que anuncia que estamos en Ciudad Juárez. Los muros lisos, altos, parecían interponerse en nuestro sueño. Mi mamá no podía subirlos. Su fractura en el pie la ponía en desventaja. Agarro al niño y comienzo a subirlo para que mi esposo pueda encargarse de mi mamá. Le decimos al pequeño Daniel que todo es una competencia, que estamos cerca del premio, que el que suba primero se gana unos caramelos. Vuelvo a pensar en La vida es bella. Él corre feliz, sonriendo, con la inocencia de quien desconoce lo que está sucediendo.
Emma despierta, mirando todo, un poco asustada. Esos minutos fueron los más largos que hemos vivido. La agonía, el miedo, siempre el miedo, convertido luego en terror, las dudas, las manos de nuevo sudadas, no pensar, actuar… Adelante, siempre mirar adelante.
Mi mamá se cae en el lodo, todavía nos faltaba un muro para llegar a tierra americana. «Dale, Tuti, que tú puedes», le digo. La ayudo a pararse. Ella se agarra al piecito de la niña. Llegamos arriba, no sé cómo, pero lo logramos. La patrulla fronteriza se ve a lo lejos. Comenzamos a llorar mientras caminamos, o a caminar mientras lloramos, no recuerdo bien. Mi mamá con un ataque de asma. En la carrera habíamos dejado hasta el pomo de agua. Le doy una toallita húmeda, se la paso por la frente, agarro a Emma con todas mis fuerzas y la beso. La patrulla fronteriza está más cerca. Estamos caminando, pero yo siento que floto, me parece increíble todo. Comienzo a pensar en todas las veces que creí que no lo lograríamos. Miro a los niños, todos estamos sucios, ojerosos y los zapatos llenos de lodo. El corazón parece que va a salirse del pecho…
«Ya no teman, están en territorio de los Estados Unidos», nos dice el guardia en español cuando llegamos a él. El suspiro aliviado. Quítense los cordones, móntense en una camioneta con rejas. Por el camino recogimos a otra mujer que cruzó sola y a una familia con dos niños. Se abren las puertas del muro, para mí, se habían abierto las puertas del cielo…
De ese momento todos los recuerdos están borrosos. Rejas, muros, exámenes, la larga espera. Emma llorando con hambre, ya nos habían quitado todo lo que llevábamos. Solo te permiten conservar tus objetos personales de valor, documentos importantes, artículos religiosos, dinero… Todo en una bolsa de nailon. Ahí también guardamos nuestros sueños…
El baño a la una de la mañana fue agobiante. Lavarle la cabeza a Emma, no saber dónde estaban Daniel y su papá. De todo lo que llevábamos puesto, solo nos dejaron el tete de Emma y los zapatos de Daniel. Luego, todos encerrados, juntos, menos mi mamá. La habían trasladado para otro sitio y no sabíamos nada. Nadie te dice nada y tú quieres saberlo todo. El frío en las naves, las mantas térmicas para taparnos que eran como un papel aluminio, los tacos de comida, Daniel pidiendo su yogur. Éramos más de cincuenta familias de distintos países. Lo colchones en el piso, los niños corriendo, jugando, sin esa ansiedad desesperante que agobia a los adultos. Cubanos, venezolanos, peruanos e incluso turcos, todos aferrados a la misma meta, con la misma ilusión en los ojos y con los hijos como mayor impulso.
Esos tres días en la frontera fueron largos, larguísimos. El tiempo no avanzaba, no teníamos reloj para saber la hora. Descubrimos uno en la pared que se veía afuera y ese se convirtió en mi recorrido favorito: caminar hasta llegar a la pared que tenía el reloj y mirar la hora de lejos. Por los grandes cristales veíamos pasar a los que trabajaban allí. Algunos se me quedaban mirando cuando me veían con Emma en los brazos y Daniel jugando a mi lado en el colchón. Yo solo deseaba que el tiempo pasara y poder respirar de nuevo. Desde que salí de Cuba sentía que estaba aguantando la respiración…
Comienzan a llamar por nombres, por países… Se acaba el primer listado, van por el segundo… La ansiedad, las ganas de escuchar nuestros nombres… El tercer listado y nada… Habíamos perdido la esperanza de salir ese día… De pronto llegan con otro papel, era mediodía… Escucho Daniel y Rachel, y me regresa el alma al cuerpo… Esas horas esperando fueron larguísimas también… El tiempo no transcurre igual cuando deseamos algo, cuando hemos apostado a lo desconocido y perdemos el control de lo que sucederá… Antes de irnos me entregan la leche de la niña para el camino, una leche especial por su alergia a la proteína de la leche de vaca… Todavía tenemos la lata, el tete y los zapatos de Daniel como recuerdo de aquellos largos días…
Nos entregan la bolsa con nuestros objetos de valor… Y el pasaporte y los papeles con parole… ¡Qué alegría, va faltando menos!… Cuando llegamos a la Iglesia enciendo el celular apresurada, no tengo batería, se me apaga. No he sabido nada de mi mamá desde que nos entregamos en la frontera. A ella la pusieron en otra nave… Con el teléfono de mi esposo hicimos las llamadas apresuradas, necesarias.
Estamos en Texas. Tenemos que inscribirnos en el lugar que nos dejaron. Yo espero un milagro, que mi mamá aparezca para volver a estar juntos. Le pregunto a la encargada si hay otros sitios a los que llevan a los refugiados cuando salen. Me dice que sí. Yo rezo bajito, con fe, que mi mamá vaya para el mismo sitio que nosotros… De repente otro bus. Y sucede el milagro. Mi mamá se baja junto a un grupo de mujeres. Comienzo a llorar desesperada, a descompresionar después de tantas semanas aguantando la respiración. Es la primera vez, en toda la travesía, que me permito ser débil por un momento. Se me aflojan las piernas, me aferro a Emma y a mis Danis. Ya falta menos…
Cuando mi mamá logra llegar adonde estamos, la abrazo como si fuera la primera vez en tantos años. En ese abrazo vuelvo a ser la hija y no la madre de dos pequeños. Me siento niña de nuevo, una niña perdida cuidando de dos niños más…
El viaje al aeropuerto. La escala en Dallas. La misma ropa que nos dieron en la frontera. Las chancletas que nos quedaban grandes, la pantaloneta inmensa y el corazón acelerado. Sucios, despeinados, ojerosos, cansados… pero felices, todavía en las nubes…
Aterrizamos en Miami temprano en la mañana. Mi mamá se agachó antes de salir del aeropuerto y besó el piso, era una promesa que debía cumplir. Nos mirábamos como si todavía no creyéramos lo que estaba sucediendo. Llegamos sin nada material, pero con lo más importante: Emma en los brazos, Daniel agarrado a mi mano… Lo teníamos todo para comenzar de cero…
Se abrieron las puertas del aeropuerto, salimos a la calle. Respiré… Después de tanto tiempo, al fin respiré. La pesadilla había terminado… Lloré, por todas las lágrimas que no había podido soltar en el camino y le agradecí a Dios, a mis santos, a toda la gente linda que nos había ayudado… Era el fin de esa travesía y el inicio de una nueva vida…
Algún día Daniel y Emma sabrán la historia y quizá lean este texto, y volveré a sentirme vulnerable por escribir en primera persona, pero agradecida por poder ofrecerles un mejor futuro… Mientras, vivimos ahora la travesía más importante: la de construir un nuevo hogar con nuestros dos pequeños, en tierras de libertad.
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