La escena se repite una y otra vez en la Isla. Cambian actores y circunstancias, se relajan ciertas tensiones, pero ella vuelve, como un pertinaz martillo. El escenario puede ser la reunión en una empresa, la rendición de cuentas de un delegado a sus electores, los debates editoriales en un medio de prensa… A alguien se le ocurre poner sobre la mesa la idea X, filosa, arriesgada, el clásico dedo en la llaga. Y desde un buró, un micrófono o cualquier otro espacio de poder sale cortante la frase: «Es comprensible eso que usted plantea…pero este no es el momento oportuno».
Y como casi siempre desde ese mismo buró o micrófono se define cuándo comienza o acaba el encuentro, no pasa mucho tiempo después del disparo incómodo para que con cualquier fórmula de cortesía se dé por terminada la cita. Luego, la gente murmura, muchos dicen que sí, que eso era lo que había que decir, pero bueno, qué más da… y se sumergen, nos sumergimos, en las angustias cotidianas, donde comprar un paquete de pollo o remendar un par de zapatos importa más, claro que importa más, que debatir sobre el país que nos debemos.
¿Cuál es el momento oportuno? ¿Cuántos momentos oportunos han pasado de largo porque alguien empoderado decidió que no lo eran?
Seguramente en los años 70, entre los maratónicos cortes de caña y las correcciones ideológicas a los «penetrados del Imperialismo» no eran muy adecuados que digamos. Y la primera parte de los 80, con el beligerante Ronald Reagan en la Casa Blanca, tampoco. Los fines de esa década parecieron ser, y se emprendió la «rectificación de errores y tendencias negativas»; pero pronto aquel impulso se «desmerengó» junto a la mole soviética.
La primera y horrorosa década del dulcemente nombrado Periodo Especial —los años 90—, no podrían haber sido acertados para nada, excepto para sobrevivir. Y estrenando los 2000, los aires de la Batalla de Ideas dejaron muy poco espacio a dardos incisivos y criticones.
En la era del vaquero George Bush (el hijo), ni hablar de determinados temas en la Antilla Mayor. Y en la época de Barack Obama, tampoco. Con Trump… !Horror! Cuando construíamos «el hombre nuevo», porque lo estábamos construyendo. Al darnos cuenta de que esa edificación llevaba siglos, como la utopía, pues precisamente por lo arduo y dilatado de la tarea.
Al inicio de los cursos escolares, porque hay que garantizar que comiencen bien; a la mitad, por las evaluaciones, y al cierre, pues, ya sabemos, por el buen cierre… En estación de sequía, ni intentarlo; y en minutos de huracán, totalmente por gusto…
En fin, que en muchos y delicados asuntos al parecer ni ha asomado la cabeza esa categoría cuasi filosófica —«el momento oportuno»—. Y en otros, ya la gente ni se propone buscarlo, porque está resolviendo las urgencias del día a día.
Y como pasa en la vida individual, en la que uno se da cuenta de que no hay instante preciso para comenzar a ser feliz o a indignarse con lo que nos hace infelices; que no podemos esperar a los 15, ni a los 20, ni a los 40 años para ir gozando y sufriendo lo que la suerte nos ponga en frente; en la existencia de las naciones tampoco se puede aguardar a que los tiempos privilegiados caigan de la nube; porque de seguro esperando y esperando lo que nos cae es tremendo aguacero.
No hay que desconocer que las circunstancias marcan de muchas formas los procesos sociales, la economía, la política; y que en una nación siempre están en juego complejas variables, innumerables piezas de un ajedrez gigante. Pero al menos en nuestra realidad ha ocurrido más de la cuenta que quienes usan a su antojo la fórmula infalible del «momento oportuno», en verdad tratan de perpetuar sus oportunistas momentos a costa de los otros.
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Manuel Roblejo
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