Lamento monótono de quien se fue

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Foto: José Leandro.

Foto: José Leandro.

«Soñé que me llevaban de aquí a un lugar peor todavía».

Cristina Peri Rossi

Estado de Exilio


Desde que me largué de Cuba, tengo pánico a salir a la calle sin audífonos. Sin exageración, me atrevo a afirmar que es pánico y no rechazo a la interacción social. Tengo tres aparatos inalámbricos que han reproducido, reiteradamente, los mismos temas. Día tras día. 

Dos listas de reproducción en el móvil: una para los días de mayor nostalgia, la otra para suavizar la nostalgia del resto de los días. Cuando el bajón es de los duros, contrario a cualquier lógica, trato de meterle a los temas más absurdamente melancólicos. Intento volverme mierda. Lo logro sin esfuerzo. Un maldito estado degradante —y masoquista— que no disfruto, pero necesito.  

Camino así por calles llenas de gente que grita y sonríe y habla de forma desbocada, como quien escupe palabras para rellenar sus vacíos —tal y como en algunas letras de las canciones— mientras deambula con un ritmo frenético y estéticamente espantoso. Noto en ellos cierta felicidad que odio. No son culpables de mi amargura, pero no puedo controlarlo. Jode que sea así, pero a veces estoy mal.  

Los miro y, a veces, sonrío. Sin motivos. Entonces, me miran como se mira a un estúpido que pareciera burlarse de tu rostro. Me fijo en ángulos, en pliegues, en tonos de piel. Pero no me río de sus rostros. Sí de sus reacciones. De las conversaciones que entiendo al leer sus labios. Y de esos que asumo como sus problemas. ¿Puede un rostro transmitir los problemas a un desconocido?

En Cuba, por ejemplo, recuerdo las caras lánguidas de mis vecinos. La del viejo que, en el camino a la parada de la 222, salía cada día, a eso de las ocho o nueve de la mañana, para mirar pasar a la gente. Desde su silla de ruedas, aquel señor escaneaba —descaradamente en busca de alguna muestra de efusividad— el rostro de quienes circulaban por el frente de su casa. ¿Qué más podía hacer? Ahora lo entiendo. 

También lo hice yo con el rostro de mis padres en los meses previos a mi huida a España. Rostros similares a los que veo a diario, en videollamadas; pero estos, los de ahora, están más gastados. Casi resignados. Como quien sabe que no le queda opción diferente a llegar a la vejez con los malditos problemas de toda la vida a sus espaldas. Como si los años hubiesen sido un mero trámite antes de enfrentar la desgarradora realidad previa a la muerte en Cuba. 

En sus coetáneos que encuentro acá, percibo algo diferente. Incluso en los viejos. Gente 20 años mayor que ellos se reúne con amigos en la terraza de un bar. Mientras paso a su lado, y al verlos, asumo que son otros sus problemas. Alimentarse no lo es. Quizá para algunos sí, pero en verdad creo que son pocos. Siempre algo aparece. En cambio, para mis padres… 

Definitivamente, es aquel maldito lugar su problema. 

También el mío.

***

A comienzos de cada mes reviso alguna aplicación de envíos a Cuba para ponerme al día con mis padres. No lo han pedido, pero sé que lo necesitan. Lo noto. Gasto, entonces, en unos pocos productos lo que acá costaría la compra del mes. Con lo que ganan allá, ellos no pueden adquirir bienes básicos en esas páginas. 

Mi viejo es docente e investigador. Doctor en Ciencias. Tres trabajos tiene. Salarios que juntos apenas alcanzan para pagar un cuarto del pedido en trámite. Mi madre, farmacéutica, se ha visto obligada a dejar la profesión. Prioriza garantizar la comida en casa. Lo necesario para subsistir en un país donde se ha vuelto lujo llevar al estómago más de una ración de alimentos al día. Sobre ella se abalanza la peor parte. Una carga tormentosa. La más estresante. 

Siempre que hablamos, mi madre me aconseja que me olvide de Cuba. Simple y absurdo. El mismo consejo que, años antes, en una de las citas para emborracharnos en un parque de La Habana, le había dado a un amigo que, ante tal sin sentido, se limitó a lanzar su premonición: «ya te tocará. La gente en Cuba no entiende absolutamente nada». 

Razón tenía. Imposible comprender cuando se señala, desde la miseria, el privilegio material ajeno mientras se ignora el irremediable vacío por ausencia. La soledad. Pura lógica mercantilista que prioriza lo tangible sobre lo emocional. Despersonalización involuntaria de la vida al sobreponer nuestra lógica de autopreservación a otras realidades. Comprensible y, a la vez, demasiado cruel. Aún más cuando la sufres tú.

Las interrogantes

«Vuelvo otra vez a lo mismo, a hablarte de lo mismo», dice El B en los primeros segundos del tema, antes de comenzar a rapear. Al unísono, tarareo una melodía que he escuchado en bucle hasta la saciedad. Que suele hacerme recordar que mi vida, a ratos, se vuelve monótona y aburrida. 

En la mesa del bar se van repartiendo la palabra cada uno de quienes me rodean. Guardo silencio. De pronto, todos me observan. Esta vez no hablo solo, como todos los días cuando intento analizar mis actos y sus consecuencias; cuando me aconsejo qué hacer para evitar otro golpe o cuando, al volver a la realidad, entiendo que alguna conversación que antes creí haber tenido nunca ocurrió. 

Me siento solo. Arropado, pero solo. No es un mal cuantitativo que pueda reflejarse en términos de presencia. Tampoco limitado a demostraciones de afecto de gente que me ama, que siempre ha actuado en consecuencia, pero que no es del todo consciente de un dolor que va adaptándose a disímiles formas. Que encuentra en un objeto, en una notificación de mensaje, en un acento que casualmente escucho en la calle, señales de un maldito país que, pese a estar tan distante, no deja de joderme. Que a través de otros vuelve a mí para desgastar el silencio que he adoptado como (quizá) el único método efectivo de reparo. 

Debo decir que odio, aunque siempre lo he negado. A quienes me impulsaron a emigrar, sí, pero también odio —temporalmente y sin maldad de fondo— a gente que no tiene culpa de nada, que desconoce mi desgracia y que apenas se limita a preguntar cómo se vive en un país en el que ya no habito, cuál es el origen de nuestra miseria y, sobre todo, la más punzante: cómo me siento. Unas veces sonrío a medias, los observo y me limito a agradecer su preocupación. Un silencio incómodo que ni convence ni engaña. Ante su curiosidad, huida. Otras, me animo a hablar. Regreso mentalmente a un sitio del que nunca me he movido.

Sentado en la mesa de un bar, hablo de ruinas de un país que no existe. Ellos callan. Son las dos o tres de la mañana y ya me asquea el lúpulo de la cerveza. Me despido. Salgo y enchufo los audífonos mientras, borracho, empiezo el camino de vuelta hacia un sitio extraño que me obliga a llamarle hogar. Que, tres años después, no me pertenece ni lo hará. 

Mientras tanto, con cada tema en mi oído, la maldita depresión invita a preguntarme qué coño hago aquí. Sigo un rumbo incierto. Camino en el medio de una avenida vacía para que, al menos esta vez, nadie se fije en un rostro que no para de llorar mientras, a viva voz, canta que «la vida es un carnaval». 


ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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