Josué tiene 32 años, la piel blanca y los ojos rasgados. Solo se necesita un rato junto a él para saber que es feliz con cosas simples -bailar reguetón, ir a la playa durante el verano y ver las carrozas en los carnavales. Josué dice palabras cortas, aunque parece entender más de lo puede articular. A su hermana, por ejemplo, la llama Nené. Nené o Jéssica tiene ocho años menos que él, pero lo ha cuidado desde que recuerda.
Si se les mira con detenimiento hay en ellos rasgos comunes: el color del cabello, la piel, algunas facciones… En definitiva solo los diferencia un cromosoma: él es síndrome de Down; ella, una muchacha “normal” que con solo 13 años se quedó al cuidado de su hermano mayor.
Jéssica tuvo la ayuda de Yeya, una cuidadora que el Estado cubano pagaba mensualmente por atender al muchacho. Yeya fue durante dos años la tutora legal de los hermanos y un apoyo inmenso mientras la madre de ambos, Juana cumplía misión internacionalista como enfermera en Honduras.
Cuando mi mamá se fue para Venezuela fue una etapa muy dura para mí.
Pienso en preguntarle a Jéssica por qué su mamá decidió irse. Quiero entender por qué Juana dejó atrás una niña, un muchacho discapacitado. Pero quizás mi pregunta no sea oportuna. La aplazo. Mejor pregunto generalidades sobre esa etapa.
“Mi adolescencia transcurrió con más responsabilidades que las que una chiquilla debería tener: las obligaciones escolares, estar pendiente de cada paso de Josué y enseñarle algunas cosas. No quería que se sintiera inútil, ni que dependiera totalmente de otros.”
Así vivió durante dos años: Yeya se convirtió en parte de la familia. Josué cada día se conectó más con su hermana: la esperaba despierto cuando salía de casa, se entristecía si ella lo regaña, no permitía que nadie le alzara la voz a Nené. La protegió. Entonces regresó Juana a Cuba. Pasan un par de años. Jéssica alcanzó la mayoría de edad. Comienza a estudiar medicina. Juana vuelve a salir de misión. Ellos se quedan otra vez solos.
“Cuando mi mamá se fue para Venezuela fue una etapa muy dura para mí. La gente cree que ella solo se fue de misión por dinero, para mejorar; pero no es el caso. Mi mamá ha sido una mujer muy revolucionaria. Ella siempre afirma que era una guajirita de Ceja del Negro y que si estudió enfermería, si le dieron este apartamento, si fue internacionalista se lo debe a la Revolución. Y creo es verdad pero también se lo debe a ella misma. Es una mujer que se ha sacrificado por nosotros y también por sus ideas. Una misión que era de dos años terminó duplicándose.
“En ese tiempo Yeya cuidaba a mi hermano mientras yo estaba en la universidad, pero desde la tarde y durante los fines de semana la responsabilidad era mía. Llevaba a la par escuela, deberes de ama de casa y el cuidado de Josué, quien se enfermó varias veces.
“A eso súmale que Medicina es una carrera compleja que demanda horas de estudio y consagración. Quería dedicarle más tiempo pero no podía. Finalmente en septiembre comienzo mi último curso. Aprobé todos los años y nunca tuve que examinar ninguna materia en un mundial pero hubo momentos en los que creí que no podía con tanto”.
Jéssica estaba en medio de un seminario. Había estudiado, pero quizás no lo suficiente como para complacer las demandas de una profesora, célebre por su rectitud y exigencia. La profesora lanza preguntas. Ella contesta lo que sabe. Entonces la mujer la señala por no estar bien preparada. Le asegura que eso es injustificable, que su única obligación era estudiar.
“Me dolió que hablara así sin saber cómo era mi vida, ni quién estaba en ella”.
Mientras la muchacha me cuenta, pienso que pudo haber dicho: “los problemas que había en mi vida”. Pero cuando se le conoce, se tiene la certeza de que nunca nombraría a Josué así. Y es que nunca lo ha visto así.
Converso con ella el día antes de que salieran de vacaciones. Josué se siente feliz porque estarán una semana en la playa, me lo dice muchas veces mientras su hermana termina de acomodar un maletín. En la habitación, sobre la mesa de la computadora, encuentro unas fotos suyas de cuando eran niños.
Son unas imágenes descoloridas. Cuesta identificar en ellas la misma casa en la que hoy estoy. Ahora es un apartamento cómodamente amueblado, sin privaciones, equipado con los años de ausencia; pero en las fotos que observo solo hay un televisor en blanco y negro, marca Caribe, dispuesto frente a un sofá sencillo con espaldares agujereados. En el fondo de la imagen se ve un juego de comedor de hierro con una cubierta de zinc a medio pintar; y paredes, muchas paredes vacías.
Y entonces entiendo que aquella pregunta era absurda, ese “¿por qué se fue?”. Comprendo que no tengo derecho a juzgar. Nadie lo tiene. Hay demasiadas intimidades en el trasfondo del internacionalismo.
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