Esta semana cumplió 56 años. A veces, su cumpleaños ha coincidido con el Día de las Madres, y ambas fechas eran el motivo para una gran reunión familiar: sonrisas, cake, una rica comida, todos sentados a la mesa, conversando, riendo, contando historias, acompañados de las carcajadas de los Traviesos que llegaron para multiplicar la alegría.
Sin embargo, este cumpleaños no hubo bullicio de niños corriendo por el patio, jugando con la manguera de agua ni merengues en los rostros. Tampoco será así el domingo del Día de las Madres. Su hijo está lejos, a noventa millas, con sus nietos; como muchos de los hijos de tantas madres cubanas que ahora deben celebrar a través de la pantalla de un celular, por videollamadas, por mensajes, en la distancia.
Ella es mi suegra, y puede ser tu suegra o la suegra de un amigo o tu mamá o la mamá de otro conocido o la abuela o la tía o la hermana o la prima. Ella es la imagen de Cuba, esa isla-madre que ha dicho adiós a muchos de sus hijos, mientras gran parte de los que quedan también están buscando la manera de despedirse para comenzar de cero en otra tierra. Del otro lado, el corazón se queda anclado en esa matria llena de canas y con la que es imposible cortar el cordón umbilical.
Este Día de las Madres está marcado por el adiós, por un abrazo en la distancia, por un beso en pausa. Madres que se han quedado en sus casas vacías, en los sillones que se mecen solos, con el viento, contando las historias de un pasado convertido en nostalgia. Otras, como la mía que han tenido el coraje de emigrar mayores, cargan con el peso de los años y la decepción, esa que se convierte en tristeza, en angustia y en dolor cuando miramos atrás y vemos todo lo que con cinismo nos arrebataron.
Cuba es la primera madre que habita en mí, y en las madres que también me habitan. Quizá por eso, o por el gorrión que de vez en cuando se posa en la ventana, es que a veces se me hace un nudo en la garganta cuando tengo que hablar de ella. Cuba es la madre que me vio dar los primeros pasos, decir las primeras palabras y dar mis primeros besos. Todo comienza en ella, especialmente este texto que hoy escribo lejos…
En primera plana: mi mamá…
Yo estoy hecha de las madres que el destino ha puesto en mi camino. Soy todas esas mujeres que han marcado cada uno de mis años. Ahí, en primera plana, está mi mamá. Ella nunca pensó que a sus 55 años tendría que correr, con una fractura en el pie, para tocar tierra americana mientras dejaba todo atrás. Su casa, sus amigos, su profesión, su vida… Echó en su mochila sus misiones internacionalistas, su bata de médico, su cuño y ese tiempo que no regresa, sintiéndose cada vez menos joven y con los miedos que implica emigrar a su edad, a cualquier edad.
Mi mamá logró graduarse de Medicina cuando ya yo estaba nacida. Mis abuelos fueron su red de apoyo. Aunque quizá hay muchos pasajes de mi infancia que no fueron del todo felices, mi abuela cuidó de mí de la mejor forma que supo y pudo, según las circunstancias en las que vivía.
A mi abuela debo también este amor incontrolable por la lectura y gracias a ella, que me leía desde pequeña, encontré refugio en los libros. Mi abuela también habita en mí, una parte de ella me acompaña, especialmente en los recuerdos de mi infancia. Todo lo demás que ha pasado y me ha dolido es solo parte de mi historia, esa que me ha fortalecido.
Cuando era niña, mi mamá médico tenía que salir conmigo en el coche para vender ropa, lazos y lo que apareciera. Siempre cargaba con una mochila inmensa, buscando en los centros de trabajo que visitaba un poco de azúcar, arroz o un pomito de aceite para la casa.
Nunca logré entender cómo mi mamá, siendo una profesional en ejercicio, no podía comprarme una muñeca o un collar con mi nombre en la feria de artesanía. Por eso nunca le pedía nada. Crecí comprendiendo, sin entenderlo del todo, que algo estaba mal en Cuba cuando una doctora tenía que salir a vender ropa y lazos con su hija pequeña para sobrevivir. Ese fue mi primer choque con la realidad.
Crecí viéndola sacrificarse por todos, y quizá esa ha sido la mejor y también la peor herencia. No siempre estoy de acuerdo con ella; somos muy diferentes y a la vez tenemos mucho en común. Pero ella ha sido mi referente, mi apoyo y mi amiga. Yo habité en ella durante nueve meses, pero ella siempre habitará en mí.
Mi otra madre: un regalo de la vida…
Ella dice que no tuvo hijos, pero es mi otra madre. Cuando yo apenas tenía seis o siete años llegó a mi vida. Era una guajirita joven que casi no hablaba. Llegó buscando a mi mamá para que la ayudara con una consulta porque ella y su esposo querían ser padres y no lo habían conseguido. No imaginó que encontraría dos hijos en la casa de esa doctora, que se convirtió en una hermana con el paso del tiempo.
Ella fue mi refugio, mi paño de lágrimas, mi consejera, la persona que siempre estuvo cerca para malcriarme y mimarme. A ella corrí cuando tuve mal de amores, cuando sentía que el mundo se me caía encima y cuando la vida se puso complicada. La mejor cocinera de guisos y la abuela que ama a mis hijos como sus nietos, y un poquito más. Ella también habita en mí. Su sonrisa bondadosa, su mano amiga, su amor son parte indispensable de todo lo que soy y he vivido. Es la persona que más extraño desde que emigramos.
Su casa humilde fue siempre mi mayor refugio. Durante la pandemia, solamente rompíamos el encierro de la cuarentena para llegarnos a esa finca en las afueras de Santiago de las Vegas que era mi paraíso. Allí Daniel creció feliz corriendo en los campos de lechuga y bañándose en las regaderas. Sucio, lleno de tierra y cayéndole atrás al tractor de su abuelo Fuqui, el Travieso abrazaba a su «mami», como él le dice desde que comenzó a hablar. Nadie mejor que él para demostrar que ella también es nuestra madre.
Mi hada madrina
Cuando crecemos, nos dicen que las hadas madrinas no existen, que las calabazas no se convierten en carroza y que nadie va a aparecer para convertir tus vestidos viejos en un traje elegante ni tus botas en zapatillas de cristal. Pero cuando ella apareció en nuestras vidas (de casualidad, casi como un milagro), todo se llenó de magia.
Nuestras primeras conversaciones fueron por correo electrónico, pero yo sentía que la conocía desde siempre. Me gustaba escribirle, desahogarme con ella, pedirle consejos, y hasta en la distancia, nos ayudó a cumplir muchos de nuestros sueños. Me parecía increíble.
Ella estaba pendiente de nosotros, nos aconsejaba y cada una de sus palabras era parte de ese hechizo que me devolvía la fe. Yo solo quería abrazarla, saber que era real, compartir con ella y agradecerle en persona. Fue ella misma la que nos apoyó, nos ayudó y nos tendió la mano, las piernas y el cuerpo entero cuando llegamos a Estados Unidos. Nos abrió las puertas de su casa, de su familia y de su corazón.
Ha sido otra madre que me dio la vida. La persona que, cuando salí embarazada por segunda vez y estaba aterrada, me llamó por WhatsApp y me dijo que una niña hermosa venía en camino, que no me preocupara porque todo estaría bien. Y así fue. Ahí está Emma, su ahijada querida, la niña de los ojos color cielo, para recordarme todo lo que ella representa para nosotros. Como una profecía, su cariño ha sido certeza, consuelo, abrigo. Ella es sabiduría, es bondad, es amor. Y también es silencio, calma y fortaleza.
A su lado hemos aprendido mucho en estos meses. Cuando nos sucede algo o tenemos una nueva idea, ella es la primera persona a la que me gusta acudir. Siempre tiene una solución para cada problema y siente nuestra felicidad como suya. Ella es otra madre que habita en mí, incluso desde mucho antes de conocernos en persona. Su familia es nuestra familia.
Emigrar es un proceso difícil, muchas veces solitario; y con dos niños pequeños y tantas preocupaciones, es un desafío. Pero ella ha sabido guiarnos, acompañarnos y ha pensado incluso en los detalles más simples para ayudarnos a construir nuestro propio rumbo.
Junto a ella, han aparecido otras madres que nos acompañan en este proceso de recomenzar, que llegaron, como en un cuento de hadas, y nos han apoyado con gestos llenos de cariño, especialmente a los Traviesos. Eso se agradece cada día.
Yo como mamá: habitar en mí…
A veces no me creo que soy mamá de dos niños. Todo ha pasado tan rápido que hemos tenido que asimilar los cambios viviéndolos, uno a uno, con los tropiezos, las lágrimas y las sonrisas que eso implica.
Si alguien me preguntara cuál ha sido mi mayor reto como madre, le diría que hacer las paces con mi niña interior. Con la maternidad he aprendido a conocerme como nunca lo había hecho, a reconocer mis fallas, mis traumas, mis mayores tristezas, mis disparadores emocionales; a mirar a mi «yo del pasado» con más compasión y empatía; y a sanar, para poder regalarles una mamá feliz a mis dos Traviesos, para ayudar a que también crezcan felices.
Todavía me parece mentira que con las amigas con las que antes compartía tantas locuras, fiestas y cervezas, ahora comparto consejos de maternidad, madrugadas de cólicos y brotes de crecimiento. De cierta manera ellas también habitan en mí, como lo hacen las tías, las primas, las hermanas, las suegras que han sido como madres. Todas las mujeres que han llegado a mi vida y se han instalado para siempre.
Siento que estoy en una película y que esta adulta que ahora me saluda en el espejo es en realidad la misma niña de motonetas y lazos que ayudaba a su mamá a vender ropa por el barrio. La misma niña que cambiaba las muñecas que le daban de premio en los concursos por carritos para su hermano, y así su madre se ahorraba ese dinero. Desde entonces comenzó este instinto maternal que se ha expandido con los Traviesos.
La mapaternidad ha sido lo más lindo y lo más difícil que he asumido en mi vida. Vivirla en medio de un proceso migratorio es algo que me ha atravesado la vida. Son muchos duelos, muchas etapas y crisis que hemos tenido que enfrentar, mientras intentamos que los niños noten lo menos posible esas preocupaciones y esos cambios, cuidándoles su infancia y respetando sus procesos.
Aunque se acerca el Día de las Madres, no puedo dejar de mencionar a mi esposo. Porque a su lado todo ha sido más llevadero, ha secado mis lágrimas, ha curado mis heridas y juntos hemos construido este camino que nos lleva a cumplir sueños. Gracias a él también soy una madre mejor. Porque me impulsa, me motiva y me ayuda a recuperar la confianza en mí cuando siento que no puedo. Y al final sí puedo, sí podemos, sí lo logramos…
¿Viviría estos últimos años del mismo modo si pudiera repetirlos? Creo que sí, que todas las experiencias son parte de este rompecabezas que a veces no sabemos cómo acomodar, pero cada pieza tiene su espacio. Si tuviera que describir esta etapa de mamá con infinitivos, incluiría recomenzar, decidir, lactar, emigrar, llorar, reír, amar. Especialmente, amar, ese es nuestro impulso. Porque desde que soy mamá, sigo siendo yo, solo que una versión diferente, mejorada, hecha de un amor que es mi fortaleza y que se acomoda para también darle abrigo a todas esas madres que habitan en mí.
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