Se acabó. El cuerpo sigue en pie, pero el corazón yace inerte, lo han matado. La política que privilegiaba a los emigrantes cubanos en los Estados Unidos persiste como un armazón museable en manos del Congreso. De un plumazo súbito y calculado Obama rajó en dos las esperanzas de muchos isleños, que se sienten náufragos en su tierra natal y ven en el Norte la tabla de salvación.
Pero no mengua el anhelo. Lo ha dicho ya mucha gente: “seguiremos emigrando”. Y allí, más allá de los análisis políticos y socioeconómicos, están las entrelíneas que captan el vigor loable del espíritu de la nación.
Un arrojo similar vivieron, salvando lógicas distancias, los mambises al partir semidesnudos contra un ejército superior en soldados y pertrechos, los moncadistas, los guerrilleros en la Sierra Maestra y los que vivimos los 90. Entonces lo que mandaba la conciencia popular era que había que luchar. Hoy no es diferente. Gran parte del pueblo pugna por salirse del Caimán. Y no solo para la casa del tío Sam, a muchos les da igual alojarse con cualquier otro pariente.
El caso es partir. Lo afirman cientos de miles que viven en España; los que cruzan la frontera de Guyana a Brasil; los que se quedaron en Ecuador, en Venezuela; los que invocaron genes de abuelos ibéricos, haitianos, indonesios… con tal de salir dejaron de ser exclusivamente cubanos. “Resolvieron, es lo que importa”. Así piensan varios en Cuba durante las últimas décadas. Maquiavelo sonreiría.
“Emigrar no es moda, es necesidad”, razona Leo desde el chat, desde Colombia, desde la experiencia de alguien que vivía bien, como se le dice aquí a comer sin estresarse a diario y no esperar meses para comprarse un pantalón o unos zapatos. Allá está varado a la espera de la visa norteamericana. En Camagüey la familia no se desprende del celular, gasta horas y ahorros en la Wifi, los padres rezan porque lo aprueben, como su papeleo estaba en proceso antes del 12 de enero…
Leo, el médico que dejó la misión y quizás sea deportado, es una Cuba a la expectativa.
El éxodo continúa. Ya se sabe que no por ser mimados por el Norte, que ahora esconde el garrote dentro de una Coca-Cola. Los cubanos siguen alejándose de los cubanos para llegar al siglo XXI, aunque en ello les vaya la vida, no por traviesos, sino por corajudos. Hay que ser bravo para negarse la familia, el barrio, la pareja; para lanzarse a lo incógnito; para contrastar el aumento de las remesas con el de las mesas con puestos vacíos.
La emigración sigue, como los sueños de los que se aferran al suelo propio, poniendo tangible el espíritu de emprendimiento de los cubanos que, en esta estampida de los últimos años, lo hemos sufrido todo: las selvas, las fronteras, las embajadas, los pasaportes, las oficinas, el mar, las esperas.
Como bien sabe Leo, emigrar trae su espina (él se concentra en la rosa), pero demuestra que no somos unos consentidos parapetados en la imagen de hazaña que nos construyeron los abuelos de resistir y vencer. Esta lucha sin fusil es dura, y refleja claro la educación de los cubanos, les retrata como nada el ansia de mejorar, su altura. Lástima que un empeño así no tenga por escenario nuestro patio.
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