En Cuba le decimos “mataperrear”. El significado de este raro verbo corresponde al acto de retozar y corretear que reúne en las calles a niños de diferentes edades. Sobre este asunto me atrevería a asegurar, rozando el absolutismo, que todos los cubanos de pequeños fuimos “mataperros”.
Hembras y varones, chiquilines y púberes, desde el Cabo de San Antonio hasta la Punta de Maisí, los nacidos en este archipiélago, fuimos al inicio de nuestras vidas alegres asaltantes de esquinas, parques y matorrales. El recuerdo de la infancia siempre nos atraviesa a través de esos fotogramas en sepia, donde nos evocamos entre risas y el sudor inherente a la diversión.
Sí porque esa también es Cuba. Por eso, la imagen de los chicos jugando en la vía pública debería ser -junto a los almendrones, las mulatas y el tabaco- otra de las postales descriptivas de la Isla. Y es que tengo noticias de muy pocos países en el mundo donde los chicos puedan salir al exterior de sus casas a jugar largas horas, sin que los ronde el peligro del asalto o el secuestro.
En esta geografía los pequeños no tienen que hipotecar el futuro
De ahí a que en otros lugares los muchachos ven limitadas sus opciones lúdicas al contacto táctil del tablet, a la televisión, el x-box y a las salidas con sus padres. Pero la sensación de correr al aire libre o bañarse en un aguacero para ellos está anclada a un universo paralelo.
En su primer viaje a Cuba, a Gina, una de mis primitas de Miami le encantó la idea de interactuar con los sociables amiguitos de un barrio de Marianao. Entonces aprendió a mataperrear hasta las diez de la noche, hora en que recesaban las búsquedas características del juego “los escondidos”. “La pañoleta” y “los cogidos” fueron otros de sus pasatiempos favoritos. Diez días estuvo Gina en La Habana y en ese tiempo solo tocaba su celular S4 cuando se iba a dormir.
Hace más de 50 años que nuestra ínsula ostenta una realidad: la mayoría de los menores no se ven forzados a quemar etapas. Aquí no cargan con la suerte de salir a trabajar, ante la necesidad de conseguir el arroz y los frijoles. En esta geografía los pequeños no tienen que hipotecar el futuro. El estado cubano realiza un esfuerzo prominente para ofrecer una infancia plácida a niñas y niños, sin que medie condición alguna.
En el país existe un listado acucioso de derechos y deberes destinados a la niñez. Entre las obligaciones figura estudiar, nunca escurrir cristales de autos en los semáforos. El esparcimiento sano supone además un derecho, y en tal sentido las calles son algunos de los escenarios predilectos. En ellas es más atrayente jugar fútbol sin zapatos, empinar papalotes y tirarse loma abajo en chivichana.
No por tener escasez de juguetes sofisticados o desmejorados parques de diversiones, los pequeños cubanos son menos felices que los de otras zonas del orbe. En compensación tienen la libertad de desandar sus vecindarios en bicicleta, sin la sensación jadeante que imponen los sustos.
Esa es una de las grandes virtudes de Cuba, nadie lo dude. Aspiro a que tal herencia se mantenga intacta durante los siglos que aún faltan por desfilar. Ojalá nuestros descendientes conozcan las acepciones del verbo “mataperrear”.
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