Mi madre me apretaba la mano sin compasión cuando íbamos a cruzar una calle peligrosa, allá en los tiernos años ochenta, cuando los helados se lamían al descuido y el oso Misha saludaba desde cualquier estanquillo de periódicos.
Las madres que trabajaban en fábricas y oficinas, o en escuelas, hospitales y ministerios, eran distintas de las que se quedaban en casa. A las primeras se les decía trabajadoras, a las segundas, «amas de casa». Una mujer trabajadora tenía Plan Jaba, privilegio que consistía en comprar antes que el resto de las mujeres en cualquier cola que se produjera. Las madres que criaban a sus hijos e hijas en el hogar compraban de últimas, y de últimas las llamaban para adquirir los productos industriales de la libreta de racionamiento y los juguetes para sus hijas e hijos cuando llegaba el Día del Juguete (siempre en julio, nunca en enero).
Las madres que trabajaban en la calle, es decir, que tenían un horario laboral dentro de una relación contractual con el Estado, podían dejar a sus hijas e hijos en la escuela todo el día. En los seminternados, sus descendientes tenían derecho a almuerzo y a un vaso de leche fría, de la que se expendía en litros de cristal. El célebre litro de leche con el que mucha gente en Cuba acompañaba sus comidas, como si se tratara de agua. Eran los tiernos años ochenta. La leche no ha vuelto a ser líquida desde entonces.
Las mujeres y las madres no paraban de trabajar. El gesto más elegante de un hombre «comprensivo» era no pisar las losas, húmedas todavía, de la casa recién baldeada, o levantar los pies, con resignación y durante un breve instante, para que el trapeador y la frazada de piso pudieran llegar debajo del sillón. Las mujeres soportaban en los ochenta un machismo poco expuesto, casi nunca señalado, a veces mostrado en una película rompedora, o en una comedia de televisión, en la que pesaba más el estereotipo de la mujer que la crítica a los dominadores, beneficiarios del patriarcado.
Las mujeres y las madres no paran de trabajar todavía. Ahora es público, mayormente gracias a medios de prensa independientes y organizaciones de la sociedad civil, que existen los feminicidios y que ocurren con más frecuencia de lo que la sociedad está preparada para aceptar, o de lo que el Estado quiere reconocer. Las mujeres mueren a manos de sus exparejas, parejas, familiares cercanos, vecinos, como si la selva fuera nuestro hábitat, como si el derecho de propiedad se extendiera sobre los cuerpos y las almas de las mujeres.
Las mujeres siguen teniendo que soportar y resistir, como si su ambiente fuera una selva, para alimentar a sus hijos e hijas, para llegar temprano al trabajo, para estudiar después de que todos duermen, para encontrar un momento para ser ellas mismas y no las aguerridas e integradas federadas. Muchos hombres, mientras, observan el panorama y las ven pasar como si fueran presas para devorar, para tocar y para llevar a casa. Estamos en el tercer milenio, pero las mujeres son ultrajadas por los hombres como si el tiempo y las leyes no hubieran pasado por nuestra cultura.
Los hombres se defienden, en vez de tragarse su poder y su orgullo y sus miserables privilegios. En el mejor de los casos ponen a la mujer en el lugar de la protección, de la necesidad de auxilio, en el lugar de la ternura, de la belleza y la languidez. La mujer con títulos, con dinero, con autonomía y con relaciones sociales libres es una amenaza para los machistas violentos.
Algunos y algunas siguen diciendo que no hace falta una ley integral contra la violencia de género en Cuba. En Cuba necesitamos todo. La ley, el pan, la educación en derechos, la seguridad y las garantías jurídicas e institucionales. Nada sobra y todo falta cuando se trata de reparar injusticias milenarias de las que somos cómplices, en el mejor de los casos, tragando en seco, en el peor, mirando hacia otro lado mientras sucede el próximo feminicidio.
Las madres cubanas sostienen los hogares mientras cargan con el machismo de sus esposos, padres e hijos varones, y resisten el totalitarismo, machista también, del Estado cubano. Ellas enseñan a sus hijas mujeres a sobrevivir en la selva que es el mundo para ellas. Hay derechos, hay trabajos, hay escaños en las Asambleas, hay Constituciones grandilocuentes, hay investigaciones, hay cuerpos y mentes liberados y hay mujeres que luchan. También hay derechos que faltan, discriminaciones que persisten, cargos que nunca han sido ocupados por mujeres, mentiras en las leyes, investigaciones en gavetas, cuerpos y almas sometidos por hombres y mujeres que no pueden luchar porque tienen que subsistir.
También hay cientos de madres con sus hijas e hijos presos, en hospitales, a miles de kilómetros de casa, y para ellas no habrá postal ni gladiolo ni dulce que les alegre el domingo. Las madres van a ser celebradas, pero es necesario trabajar para que el sol penetre en la selva en la que ellas siguen sobreviviendo. Lo que no hacemos ahora mismo contribuye a su dolor y a su opresión.
Esta es la simple mirada de un hombre que ha sido y es testigo de la vida de mujeres cubanas. Las he visto, escuchado, leído. Pero sigo siendo un hombre y hay experiencias y luchas, sufrimientos, goces y rituales que no puedo explicar. Desde ese lugar escribo e intento no ser cómplice del olvido.
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MAYTE GUTIERREZ
Sanson