“El tipo lo ha tenido todo en su vida: jeva cañón, dinero, fiestas y ahora obtuvo la presidencia, sólo los resentidos y los envidiosos no lo celebran”, me dice alguien desde el otro lado del chat de Facebook. Mientras, la pantalla del televisor muestra dos realidades: Donald Trump es presidente de los Estados Unidos y miles de manifestantes en las calles lo repudian. Explicarse un panorama así en un país tan gigantesco e influyente es como entrar en un laberinto.
¿Cómo llega a la cumbre un tipo xenófobo, homófobo, racista, grosero y mediocre?, sólo en un mundo como el nuestro suceden esas cosas, un universo donde la inteligencia, la sensibilidad y el poder creativo ceden ante eternos antivalores: el dinero, la ley del más fuerte, la trampa, el oportunismo. Sí, los norteamericanos no encontraron nada bueno en ninguno de los dos candidatos, simplemente el pueblo no se vio reflejado.
Camino por las calles de Remedios, lugar de 500 años de existencia, y hablo con los viejos, ellos me dicen de la presencia en el pasado de norteamericanos en la villa, de cómo hubo entre ambos países –Cuba y Estados Unidos– esa relación de amor-odio marcada por un viso racista, siendo Remedios una ciudad de mayoría negra abrumadora, toques de tambor, africanías, religiones ancestrales.
¿Qué le dirá Trump a los cubanoamericanos, a los remedianoamericanos?, ¿qué tipo de relación tendrá con este pequeño pueblo que navega en el Caribe?
Tuve una discusión con otro amigo más cercano, uno que vende artesanía en una feria, él aprueba la elección de Trump porque “si el tipo es negociante, sabrá manejar mejor el país que los demás”. Era inútil explicarle que la ley de la competencia y el libre mercado son falacias, que a la cima de un sistema se llega, se llegó y se llegará siempre mediante la extorsión y el engaño, que no hay nada de heroico en presumir de millonario ni coleccionar mujeres-barbies; no, nada de eso edifica ni es propio de un primer ciudadano.
Pienso en Washington y siento respeto ante él, también ante Lincoln, Luther King y otros tantos que construyeron lo que hoy muchos llaman el sueño, un concepto que no está mal pero que se usa de parte de los políticos como señuelo, como carnada para atrapar votantes indecisos. Los remedianos siempre hemos tenido una relación cercana con ese sueño, ese elixir de la eterna juventud que alguien situó en la Florida, ese cáliz que aún buscan muchos lugareños. Para Julio, por ejemplo, el gobierno de Trump es bueno porque quizás reponga la Ley de Pies secos y mojados, “así puedo pirarme en una salida ilegal, lo antes posible”, me dice, apoyado en uno de los laterales de la Iglesia Mayor, mientras hablamos de miles de cosas más.
No he pensado nunca en emprender esa travesía, tampoco me considero resentido ni envidioso, creo en sueños pero no los mezclo con populismo ni falsedades vengan de donde vengan. Trump traspasó las fronteras del respeto y preside la silla principal del país más poderoso del mundo, las predicciones bíblicas acerca de un Anticristo se asemejan mucho al personaje, las cualidades de un dictador populista se avienen con toda la perorata de campaña del magnate inmobiliario. Por más que le doy vueltas al asunto, no veo la democracia ni el sueño en ninguna parte.
“Pero una cosa es con guitarra y otra con violín”, aclara un anciano que vende maní en el parque —él está siempre muy informado en política internacional—, o sea que no significa lo mismo ir como candidato que estar ya electo presidente, se puede decir una cosa y hacer otra, la pelota es redonda y viene en cajas cuadradas. Miro hacia la pantalla de la televisión y oigo las barbaridades que dice Trump y por mucho dinero y mucha “jeva cañón” que tenga no sé, no logro envidiarlo, más bien siento vergüenza ajena por él. Y por todo el sistema que lo eligió.
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