Al régimen de La Habana le ha bastado con proponer la disyuntiva «colaboración o cárcel» para someter a muchos periodistas independientes, activistas y emprendedores desde 1959 y, en especial, durante la Primavera Negra de 2003 y los últimos años de crisis política.
La estrategia ha sido efectiva, entre otras razones, porque a diferencia de los periodistas independientes de décadas pasadas, la mayoría de los que hoy trabajan para medios independientes no se autoperciben como opositores políticos. Son, en su mayoría, jóvenes profesionales que solo han experimentado de manera directa la represión del régimen tras intentar ejercer —fuera del control del Partido Comunista— la labor para la que fueron formados: el periodismo.
El hecho de no verse a sí mismos como activistas u opositores, sino como periodistas interesados en narrar la realidad del país, ha condicionado cómo perciben el riesgo de represión y cómo se preparan para enfrentar la violencia estatal en comparación con sus predecesores. En consecuencia, el régimen cubano no necesita recurrir nuevamente a la cárcel como herramienta principal de represión masiva contra la prensa independiente. En su lugar, la extorsión bajo amenazas de prisión (colaboración) ha sido la estrategia preferida para forzar el exilio de generaciones completas de periodistas independientes en los últimos años.
Cuando uso el término colaborar me refiero a que la extorsión implica que, para evitar el procesamiento y la prisión, los periodistas independientes cubanos realizan —muchas veces en contra de su voluntad— lo que la Seguridad del Estado les indica. Las indicaciones pasan por «confesar» ante una cámara hechos inciertos, por ofrecer información sobre otros periodistas, por «entregar» medios de trabajo y dinero, y por comprometerse a abandonar el ejercicio de la profesión para la cual se formaron.
Antes de emitir juicios sobre quienes ceden a la extorsión, es importante considerar que las decisiones están motivadas por un miedo real. El miedo está basado, en primer orden, en la evidencia histórica que indica que el régimen cubano puede sancionar a periodistas a decenas de años de prisión. Evidencia histórica que asegura que el Estado cubano ve a los periodistas como enemigos contrarios al «socialismo irrevocable», como personas capaces de mentir y tergiversar animadas por el dinero.
Pero, sobre todo, el miedo está fundado en el hecho de que el proceso extorsivo se produce en contextos que estuvieron precedidos por detenciones arbitrarias, desapariciones forzadas, torturas e interrogatorios ilegales. Interrogatorios en los cuales a los periodistas independientes se les califica, de forma nominal, como «testigos» de un proceso penal más grande sobre el que no se ofrece dato alguno. En la práctica, se les trata como acusados sin derechos.
TESTIGOS NOMINALES, PERO ACUSADOS REALES
La mayoría de los periodistas que han sido sometidos a los recientes procesos de purga por colaborar con medios de prensa independiente no han sido imputados de manera formal. Los citan para una «entrevista», les informan que son testigos de un proceso penal iniciado o que fueron «mencionados» en una investigación en curso. Pero en la práctica, los acusan, los interrogan y los amenazan con posibles juzgamientos. La calificación de «testigos» no es una condescendencia de un régimen que es inclemente con quienes —como los periodistas independientes— considera «enemigos».
La calificación de «testigo» no está diseñada para ofrecer garantías a los periodistas independientes sometidos a esos procesos. Por el contrario, está diseñada para negarles los mínimos derechos a los que podría apelar alguien que ha sido formalmente acusado: un abogado y el silencio.
Durante el proceso de extorsión a los periodistas independientes, los someten a tortura psicológica y a tratos degradantes que pueden incluir la desnudez forzada. En el caso de las mujeres, pueden ser detenidas e interrogadas violentamente por hombres sin uniforme que utilizan seudónimos. Hombres que muchas veces las mueven en carros sin distintivos y las trasladan no a una estación de Policía, sino a una casa de protocolo en el medio de la nada, lo que profundiza el sentimiento de indefensión y vulnerabilidad. Quien sea sometido a procedimientos como los anteriores debería considerarse una víctima.
Las «confesiones» —grabadas, además— no están diseñadas para testigos. Tampoco —aunque impliquen actos de «mea culpa» y arrepentimiento— garantizan impunidad. Por el contrario, son evidencia de culpabilidad. Y no hay culpabilidad alguna en el ejercicio del periodismo. Asimismo, el arrepentimiento no exime de responsabilidad. En cualquier caso, lo que contribuye es a una sanción más benévola.
La colaboración/confesión podría ofrecer ciertos beneficios a los acusados. Por un lado, si se mantiene durante el juicio, podría considerarse un atenuante de responsabilidad. Por otro, si la confesión es falsa, podría interrumpir los interrogatorios, la represión, y serviría para ganar tiempo porque los acusados tienen derecho a mentir y a cambiar sus declaraciones tantas veces como entiendan. Sin embargo, a diferencia de los acusados, los testigos están obligados a decir la verdad, no pueden cambiar su declaración sin ser cuestionados y, por ende, cualquier confesión que hagan será una prueba casi irrefutable en su contra.
Al nombrarte testigo y obligarte a reconocer o arrepentirte de una actividad que las autoridades consideran delictiva, se violenta uno de los principios más establecidos en Derecho y reconocido, entre otros, por la quinta enmienda de la Constitución de Estados Unidos: nadie está obligado a declarar contra sí mismo.
Lo anterior es especialmente problemático en un contexto como el cubano, en el que no existe un mecanismo eficaz que impida la utilización de confesiones o pruebas obtenidas bajo coacción, amenaza o violación de las garantías básicas del debido proceso.
Por esa razón, las «confesiones de un testigo» no son garantía de seguridad para los periodistas independientes, activistas u opositores. Quien elige «confesar» ante las autoridades cubanas debe entender que, aunque pueda obtener una pausa temporal en la represión, se trata de una pausa discrecional y no está garantizada. Si la ley no es garantía en Cuba, ¿cuán garante puede ser la palabra de un represor que usa seudónimo y detiene a personas ilegalmente?
Quien decida «confesar» ante las autoridades cubanas debe saber que está entregando una prueba irrefutable de su «delito». La evidencia quedará permanentemente en manos de quienes no buscan el bienestar del periodista, sino un instrumento para garantizar que la amenaza «colaboración o prisión» continúe funcionando de manera indefinida contra esa persona. La evidencia acumulada le permite al régimen garantizar, en muchos casos, que la víctima —incluso en el exilio— mantenga la constricción y el silencio.
Describo el proceso no con el ánimo de señalar o juzgar las conductas de quienes considero víctimas de un régimen despótico. Lo hago para resaltar la idea de que los periodistas independientes cubanos jamás serán simples testigos para el régimen.
Son «enemigos». Enemigos que; cuando ceden a la extorsión, «confiesan» y entregan «voluntariamente» medios y dinero; solo les queda un camino: el exilio. Porque solamente el exilio y la distancia del opresor, y no la autocensura ni la renuncia al ejercicio del periodismo, puede garantizar que mañana el régimen no utilice lo que le han entregado para condenarlos y aprehenderlos.
Aunque suene desolador, sistematizar los mecanismos violentos del Estado cubano permite recordar a las víctimas que los responsables de la represión contra quienes decidan hacer periodismo independiente en Cuba no son los colegas con los que comparten penurias, dentro o fuera de la isla. El régimen cubano es el único culpable de la represión que han vivido o puedan vivir por ejercer el periodismo.
Un régimen al que deberíamos entregarle lo menos posible. Sobre todo, deberíamos evitar entregarles a quienes han logrado escapar de su violencia. La mejor arma que tienen los comunicadores para evitar el avance de la represión no es el silencio.
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