El día en que me convertí en refugiada

Foto: Ella Fernández.

Foto: Ella Fernández.

El mundo afuera seguía igual. El hijo de la abuelita lavaba su jeep; la nieta, guardaba una bicicleta. Adentro, yo dejé de reconocerme. Leí el dictamen de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) y sentí que las piernas me cedían y me dejé caer en una silla negra. Cerré los ojos. Al abrirlos, solo quedaba el frío de saberme otra.

Iguará, el pueblo espirituano en el que nací, quedaba ahora más lejos. Sus calles, sus voces, sus olores, la estación del tren... Mi vida anterior dejó de pertenecerme.

Hasta entonces, ser emigrada parecía solo una palabra. El análisis exhaustivo que me enviaron los oficiales mexicanos por correo electrónico reveló el peso judicial, político y cívico de una decisión que me alejaba de mis amores más profundos y, al mismo tiempo, me devolvía libre y válida.

Diez años habían pasado desde que me segregaron profesionalmente en Cuba por escribir para elTOQUE. Y tres de que había llegado a Guadalajara para estudiar. Miré por la amplia ventana que daba a la iglesia y volví a leer la investigación de la Comar. El «pecado» que me había autocondenado a una vida a oscuras empezaba a disolverse.

Cada argumento validado, cada ensayo de tortura psicológica, vivido en silencio y ahora nombrado, era un grado de temperatura que mi cuerpo liberaba; pedazos de mi esencia que, por fin, se reinstalaban en mí.

Cuando al fin comencé a soltar las lágrimas, llamé a la abogada y a mis mejores amigas, quienes me acompañaron —legal y espiritualmente— a dar el paso, cuando no creí merecer esta redención.

Soy periodista y he realizado muchas entrevistas a lo largo de mi carrera, aunque podrían haber sido más si no fuera por el miedo que experimenté en Cuba. He escuchado vidas que aún permanecen dentro de mí porque no escribí sobre ellas a causa del rechazo y la censura.

No lo niego: también entrevisté a funcionarios y políticos blindados por una ideología resbaladiza, sostenida en cimientos rotos y envuelta en discursos que transmitíamos en la radio oficial como si fueran verdades. Más de una vez los confronté, entre la frustración y el desafío, pero en algún momento, también creí en ellos, como en muchas otras doctrinas.

Convertirme en refugiada significaba abrazar la apertura entre liberación y memoria, asumir la distancia. Un quiebre necesario que me devolvía a mí misma.

En Cuba, viví una semana de interrogatorios que marcaron mi vida, en los que cada palabra y gesto eran evaluados. Los «encuentros» se comunicaban la tarde o la noche anterior para las ocho de la mañana del día siguiente, en la dirección de la cadena provincial de radio de Villa Clara. Aunque siempre me citaban a esa hora, muchas veces llegaban tarde e, incluso, podían dejarme esperando un día entero.

A veces me acompañaban miembros de la dirección de la emisora municipal en la que era plantilla, aunque trabajaba en ambas. Dentro, podía encontrarme con mi exdirector —en algún momento colega y maestro— solo o acompañado, indistintamente, por personal de la emisora o por otros ajenos.

También me informaron que un oficial hablaría conmigo, aunque no llegué a darme cuenta en qué momento sucedió, porque generalmente vestían de civil. Durante esos días, muchas personas se acercaron para pedirme que me retractara.

En México, la entrevista en Comar fue intensa, pero reveladora. Duró varias horas y me obligó a revivir todos estos episodios difíciles. Cada pregunta sobre mis textos, vínculos y silencios me confrontaba, pero también ofrecía un espacio de liberación. La oficial que me escuchó se convirtió en mi confidente y en un pilar de alivio emocional, ayudándome a remover la culpa profunda de haber defendido quién soy.

Hoy, ser refugiada política no es solo haber huido, significa asumir un adiós que no se elige. Significa convivir con el atraso de tu país, con la lentitud de sus cambios, con el quiebre de quienes alguna vez tuvieron esperanzas. Significa aceptar que tu historia ya no se cuenta desde dentro, sino desde afuera. Y que ese afuera, aunque más libre, también duele.

Es empezar una vida sabiendo que tu pasado fue difícil de construir, y que poco de lo que formaste será reconocido en territorio extranjero. Que tus credenciales, tus logros y tus años de trabajo pueden volverse invisibles.

Extrañas lo que nunca sucedió. Los hijos que se fueron a vivir a Saturno, porque te negaste a ser madre en un país sin futuro. Los amores que no te quedaste a pelear, porque lo que más querías era respirar.

Extrañas sentarte con tu abuela a perseguir las luces en el cielo. «Si se mueve, es un avión». «Si está quieta, es una estrella». «¡Mira, ahí va tu tío!» Y yo sabía que ella tenía ganas de ver a su hijo, que vivía en la ciudad. En lo que pienso cada vez que me atrapa este recuerdo, ya no lo tengo que explicar.

Pero ser refugiada es también abrir la herida de la memoria del trauma y finalmente drenar, a gusto, desmayarse, sudar la fiebre, expulsar y llorarlo todo, al fin.

El día en que me convertí en refugiada, volví al recuerdo de la oficina del director de CMHW, en Santa Clara, a la semana funesta, a la hoja en blanco. Me pedían explicar por qué había escrito lo que escribí, por qué había colaborado con medios que no eran oficiales.

No gritaban ni amenazaban, pero sabían cómo hacer que una se sintiera culpable. Me hablaban de ética, de compromiso, de patria, como si yo hubiera traicionado algo sagrado.

Citaron a mis compañeros mayores. No se les informó el motivo de la convocatoria, lo que generó confusión tanto en ellos como en mí sobre su papel. 

Al final, no hubo despido. Solo una hoja en blanco y un bolígrafo. Aguanta: «Yo voy a redactar, con toda calma, mi renuncia». Y lo hice, aunque salí de allí con la conciencia entumecida.

En lo sucesivo, el clima de tensión se me volvió una constante: cada mirada, cada gesto. Nunca supe con certeza quién estaba realmente observando. La presión, semejante a la distopía de El cuento de la criada, siguió en mi vida cada vez que conseguía empleo.

En el Centro Provincial del Libro, por ejemplo, me hicieron reconstruir una librería en ruinas, para «probarme». Y me echaron cuando me negué a venderlos sin un inventario previo.

De la Escuela Provincial de Las Artes me sacaron con la excusa de que sobraban maestros de Español, mientras les dijeron a mis niños que yo me había ido a trabajar a un lugar en el que me pagaban más. Recuerdo que en esa ocasión me paré frente al espejo del lugar donde rentaba y me corté el cabello con unas tijeras viejas.

Quisiera decir que estuve firme, que seguí escribiendo, pero no fue así. Con el tiempo, la vigilancia permanente y el miedo me hicieron dudar de mi voz y me enseñaron a silenciarme para sobrevivir. Además, cada vez se me hacía más imposible trabajar. Vendí pizzas, hice guardias, limpié casas, cuidé el padre demente de una «pastora» que nunca me pagó un centavo. Hasta que me rendí y volví a aceptar el poderoso brazo estatal sobre mi hombro, sacrificando la integridad de mis sueños.

Aquella tarde en que recibí el dictamen de la Comar, comencé a somatizar el desagravio. Allí, frente a la ventana que daba a una iglesia, en la hermosa casa jalisciense que me acogió como familiar tras firmas, demostraciones y esperas. Por primera vez, después de años de terapia y vida en México, me dejé ser.

Los tiempos ya no me piden que calle. Me piden que hable. Y eso intento hacer. No como periodista. No como refugiada. Si no como mujer y ciudadana que paradójicamente ha encontrado su libertad y seguridad personal en un país que se encuentra entre los más violentos del mundo.

Eso, mientras las cárceles del mío engordan. Allí, en el país de los Ojos, donde presos políticos y de conciencia sufren palizas y falta de atención médica constante.

Hoy, más que antes, la violencia en Cuba es terror psicológico, moralidad invertida y signo de un valor patrio distorsionado. Es vocación al sacrificio constante, al (in)merecimiento, sujeción de derechos y despojo del yo, mientras nos repiten que afuera todo es peor.

Por esa razón y mucho más, los cubanos nos sentimos refugiados en México, en Haití, en el Polo Norte.

A estas alturas, después de que muchos cubanos se comieron el miedo de tanta hambre física y espiritual, quizá esta crónica parezca un ejercicio de lástima o de justificación forzada. Pero no lo es. Es una declaración de culpas, de las que no me puede exonerar la Comar ni los interrogatorios en Cuba ni mi psicoterapeuta ni el silencio que en algún momento elegí para sobrevivir.


 ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.  
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