Me daba miedo que se muriera gritando mi nombre

Foto: Sadiel Mederos.

Me daba miedo que se muriera gritando mi nombre

4 / septiembre / 2024

«Cuando uno sale de Cuba se cree que todo acabó», me dijo uno de esos amigos a quienes no he vuelto a ver. Tenía razón. Cuando sales de Cuba, todo empieza. Las experiencias son diferentes, es cierto, y a cada uno nos crece una expatria dentro del pecho en correspondencia con lo vivido afuera, del otro lado del cielo y del mar, en donde el azul es más claro y los sentimientos se vuelven cada vez más densos, opacos, indescifrables.

Nunca he tenido miedo a volar, por eso me gustan tanto los aviones. Tampoco tengo miedo a caer. ¡Por eso me gustan tanto los aviones! Pero soy nerviosa, mucho, desde que allá en Cuba me sentaba en los parques para conectarme a Internet y un señor con camisa de cuadros y dos bolígrafos en el bolsillo se ponía a mi lado. Pero no voy a hablar de allá, porque después de tres años fuera, es una realidad que apenas logro adivinar.

Volé, al fin, por sobre una vida de restricciones y reivindicaciones políticas y México me abrazó. El día antes de aquel abrazo, mi amiga me había hecho una lista detallada de lo que tenía que hacer en el aeropuerto. Terminaba así: «Ante cualquier contingencia, llamar a amiga o pedir ayuda a un oficial». Llegué el día en el que se suspendió WhatsApp en medio mundo, así que tuve que jalarle la camisa a un oficial para que llamara a mi amiga. Ese día viví el fin de todo, la expectativa ante los nuevos «descubrimientos».

Después vino lo de «turistear» en los OXXO (similares a los servicentros cubanos), comer fresas con frijoles y helados, recolectar bolsas de Amazon, perderme (literal y casi peligrosamente) en las tiendas con mi pequeño celular sin Internet (solo agarraba wifi y algunas redes sociales), fregar botellas de Coca-Cola (no me deshabituaba) para envasarlas con el café que me llevaba para la escuela.

Era la etapa en la que hacía muchísimas fotos porque pensaba que las personas a quienes amaba podrían vivir la suerte de «salir» a través de mí. Cuando me fui de allá, de la isla, estaba enamorada. En Cuba dejé el amor y a la única persona que queda de mi familia, la dueña de ojos cristalinos, canas y piel con pliegos.

Los dos primeros años en México fueron difíciles, pero tenía una misión, un propósito, estudiar mi maestría. Dijo Silvio Rodríguez que si a la juventud se le da un propósito, es capaz de mover el mundo de lugar. Yo no soy tan joven, mi alma tiene muchas, demasiadas manías como para sentirme joven, pero me gustan las metas altas, imposibles.

En ese tiempo conocí a las mexicanas y mexicanos más «chingones y chingonas» y también a los más «pinches weyes cabrones y cabronas». Un casero me robó, la siguiente me extorsionó. «Mima, tengo la llave del gas abierta y me tomé…», me escribió la casera un día cuando yo estaba en clases y antes de que terminara de enumerar la cantidad de medicamentos que se había atragantado, estuve de regreso en la casa. Me expuse a una lista interminable de sus necesidades y demandas para que la pobre no se fuera a cortar las venas.

De aquella casa y de aquella situación me rescataron mis amigos, una vez que me hicieron conciencia real del peligro con el que convivía. ¡Por suerte estudiaba en una universidad en la cual las terapias eran gratis! Después, tuve que volver a buscar renta. Fue cuando conocí un barrio llamado Arenales Tapatíos. «¡Si tú dices que está feo, es porque está feo!», me dijo una de mis amigas, advertida de mi gusto por «los rincones escabrosos y marginales del mundo».

Arenales me dio tanto miedo que mis piernas se congelaron. Me sentí enterrada en medio del «arenal cementoso», ¡tanto!, que me encomendé a cada uno de los santos de Cuba y de México. Por suerte, la aventura no pasó de un rato inmóvil, al desamparo de un barrio peligroso y desconocido, en busca de renta.

Casi al final de los dos años de maestría llegan los días fatales para cualquier cubano becado en México. Se acabó tu beca, no te has graduado, no tienes trabajo ni permiso para ejercerlo y acabas de salir de la burbuja en la que estuviste entumecido durante madrugadas mientras consumías libros y libros. Yo, sabionda y sapiente, quise adelantarme a la barbarie y un mes antes de que se terminara mi beca me fui a trabajar en labores de intendencia en un asilo de ancianos porque uno no debe tenerle miedo a un trapeador. Ningún trabajo es menos si es honesto.

Pero sin importar cuántos títulos tengas guardados en tu subconsciente o cuántas veces te hayas leído a Paul Ricoeur y a Kavafis, incluso a Marx (el Marx que no ha sido jamás mercenario), si llevas uniforme de intendencia, usas guantes y chancletas eres alguien a quien se le puede gritar. Sobre todo, para doña R. Una señora a la que le gustaba pararse en el borde de un quicio a vociferar mi nombre si no subía urgente con jarras de agua fresca para lavar una y otra vez sus frutas podridas. Yo corría con la jarra en la mano por la casa porque me daba mucho miedo de que R se cayera y se muriera gritando mi nombre.

En México, a las bandejas les dicen charolas y bromeaban conmigo sobre que sería la primera maestra en la faz de la historia que repartía charolas. Pero yo encontraba un refugio terapéutico en trabajar y trabajar y trabajar, como si estuviera pagando mi castigo, por haberme ido de Cuba, por abandonar a mi familia, por abandonar el amor.

Un día, la tía R (así le decía «descariñosamente») salió a vociferar al alero porque quería su comida con urgencia.

—¡Ya está fría!— me gritó cuando llegué y la tiró contra el piso. Con la paciencia de un monje, la recogí, me limpié los espejuelos, le rellené su jarra de agua y fui por otra. Dejé el alimento en su mesa, me fui a fregar trastos interminables hasta que otra vez la escuché gritar mi nombre.

—Se cayó, la pusiste en la orilla—. Volví a limpiar su habitación y volví a traerle comida. Alzó la primera cucharada hasta su boca y la dejó caer en el suelo.

—Recógela— la recogí.

—¡Qué descanses, R!— dije y me fui.

Cuando limpias el piso puedes perder el título, cualquiera que sea, y también puedes perder el nombre.

Pasaron más episodios desagradables en el hogar de ancianos y pasaron otros muy hermosos. Cuando quería llorar por una u otra razón entraba en el cuarto de E, una viejecita dura como el jiquí, que me recordaba a mi abuela, salvo porque mi abuela tiene las manos llenas y E se sentía y se sabía áspera. Pero me inspiraba una fuerza extraña verla allí, en su sillón, escuchando radio, con sus lentes oscuros y su mano izquierda enguantada de negro al estilo Michael Jackson.

Del asilo me fui a un pueblo muy muy lejano de la ciudad, en donde dicen que opera el narco (pero yo no lo vi). Allí impartí docencia y el paisaje de cerros y la adolescencia de centenares de hombrecitos mexicanos me ganaron el corazón. Pero lo volví a perder, el corazón y lo demás, el día que me dijeron: «profa, no hable más de Cuba» y comencé a recostarme en el marco de la puerta y a dar pasitos en retroceso. A veces creo que no me he ido de esa isla.

Aún conservo el gusto por las grandes cocinas de comida china (donde también he trabajado) y por el cuidado de las personas. Ya sé agarrar derecho un trapeador, bolear un caldero, empanizar un sushi y mantener la atención de un pequeño grupo de adolescentes de preparatoria (regresé a otra aula luego de abandonar el pueblo lejano).

Con igual entusiasmo, me maquillo y me pongo tacones y me hundo en el calor de una cocina, con mi delantal, para que se me pase el enamoramiento, porque los tiempos se han puesto viejos mientras imagino el futuro, el horizonte de lo posible. «Cardo ni ortiga cultivo…», me repito cuando pienso en mi patria, la que me crece adentro. En la otra, la expatria (la que ni Marx entiende), me quitarán el gentilicio y me pondrán la condición de emigrante si no logro visitar el país pronto. Qué más quisiera yo, ¡con lo que me gustan los aviones!

No escribo una plegaria de quejas, no creo que mi historia sea más triste que la de muchos emigrados, solo quiero deconstruir —como otros— al «cubano que se fue», a los que nunca dejamos de amar la Cuba detenida en el ángulo que se divisa desde el ala de un avión, pero que no queremos volver a una patria cuya esencia no se puede «salvar» desde dentro.

Cuando sales de Cuba parece que todo acabó, pero no ha hecho más que empezar. Hoy lo sé y es mi apuesta, por la oportunidad de renacer.


ELTOQUE ES UN ESPACIO DE CREACIÓN ABIERTO A DIFERENTES PUNTOS DE VISTA. ESTE MATERIAL RESPONDE A LA OPINIÓN DE SU AUTOR, LA CUAL NO NECESARIAMENTE REFLEJA LA POSTURA EDITORIAL DEL MEDIO.
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Yoel acosta games

Muy bueno su trabajo he interesante para los que como yo nos ha tocado emigrar y vivir una vida dura en un país ajeno donde no tenemos a nadie.
Yoel acosta games

Reynaldo Álvarez

Me gustó mucho el relato , ojalá más cubanos se animen a escribir sobre su experiencia migratoria. También quisiera contactarles para lo mismo . 🫂
elTOQUE

Hola, buenos días. Nos puede escribir a: [email protected]

sumavoces
Reynaldo Álvarez

Laura

Excelente narración. Tristemente bella y real
Laura

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