arbol

Foto: Scott Zona / Flickr.

Mi vida entre redes

7 / octubre / 2024

Almácigo. Si yo fuera un árbol me gustaría ser un almácigo. No sé por qué digo que me gustaría si en realidad es algo de lo que estoy convencida. Debería decir: Si yo fuera un árbol sería un almácigo y punto. Me cuesta incluso enunciar una frase tan sencilla como esa, y es que cada vez me cuesta más hacer afirmaciones, dictar sentencias sobre la vida. No es algo malo, al contrario, habla de mi certeza sobre la impermanencia de todas las cosas, de esa seguridad absoluta de que lo único realmente seguro es el cambio, la variación. Por eso sería un almácigo, por su capacidad para reinventarse.

Tengo casi 50 años y vivo en Cuba. Nunca he salido del país. No tengo pasaporte. No he solicitado jamás una visa de ningún tipo. Debo ser una especie en extinción, una rara avis.

Así es, no he viajado siquiera a la esquina más cercana del mundo, no he asomado la cabeza en otros paisajes, no tengo fotos de las nubes que comparten el cielo con los aviones. Sin embargo, tengo más visitas a las embajadas y aeropuertos que un gestor de viajes. He despedido a familiares, amigos, novios, otros novios que he tenido cuando los anteriores no han regresado a Cuba, otros amigos que llegan cuando los previos se van; la lista es larga.

He ido a todas las terminales aéreas de La Habana, desde niña hasta ahora. Siempre la misma desolación cuando terminan las despedidas, la idea de que será difícil regresar a casa. Y es que siempre lo es. No hablo solamente del tema del transporte, una vez me pasé la madrugada en Boyeros persiguiendo los camellos extintos de los noventa que evitaban las paradas hasta que el amanecer llegó y con él un ómnibus vacío que parecía una burla o una recompensa por mi larga noche; hablo también del retorno a la vida diaria, del tachar esas tareas que ya no tendrás con los que ves partir, incluso si regresaran a visitarte.

Pero siempre me reinvento, porque soy un almácigo. Recojo la resina rojiza que sale de mi tronco y mudo la piel, dejo que el viento se lleve mis ramas débiles porque sé que saldrán otras nuevas, que retoñaré otra vez. Así ha sido durante muchos años, así quisiera que fuera cada vez.

Pero sucede que ahora estoy en una etapa de la vida que les ha dado en llamar la perimenopausia. No bastaba con menopausia, ahora también tenemos peri, que es un período más largo porque incluye todos los síntomas que se tienen incluso antes de la despedida de la etapa fértil de la vida con la ausencia de la menstruación. 

En los medios se habla de acompañamiento, y se utiliza para decirnos a todas que el proceso de acumular años es dilatado y muchas veces tortuoso, pero que no estamos solas, que miles de mujeres lo padecemos, que podemos estar juntas.

Sobre el asunto tengo sentimientos encontrados. Mal de muchos es consuelo de tontos, decía mi abuela. Sucede que entiendo la necesidad real de hablar de las cosas que nuestras madres y abuelas no se atrevían a decir en público, de compartir las experiencias vividas, pero en verdad hablarlo no me alcanza.

Así sucede en mi día: con mi extremadamente caro paquete de datos, me dispongo a revisar los reels de Instagram que hablan de mi situación. Allí están las doctoras expertas en el tema, las entrenadoras personales, las artistas con pieles perfectas que cuentan los cambios que han tenido, lo que sufren, las terapias a las que acuden. Y entonces descubro —la verdad, sin demasiado asombro—, que ese contenido a mí no me sirve porque yo vivo en un país que no se anda con detalles y donde no hay tiempo real para pensar en mi realidad.

Es un Estado diseñado a esa medida. Es un lugar del mundo donde al Gobierno no le importa que te mires a ti misma; un espacio donde no interesa cómo te sientes, si estás acompañada o si existen leyes que te protejan; que ya sabemos, no existen.

Como en muchos otros países, en Cuba tener mi edad es casi una falta de respeto, prácticamente una fechoría. En estos lares donde el machismo es de un arraigo brutal, una mujer es valiosa en su etapa de fertilidad y, dentro de esa, entre los 20 y los 35 años. Basta buscar los anuncios de ofertas laborales. Para las mujeres de más de 45 lo que hay son labores domésticas. Después de los 40, si no has conseguido un buen trabajo —que no sé bien cuál sería en Cuba—, existen grandes posibilidades de que no encuentres algo de tu agrado.

Pero yo soy un almácigo. Por eso insisto. Por eso busco alternativas.

Hoy en la mañana, después de un desayuno perfectamente balanceado, hice mis ejercicios de fuerza. Aún en la cama, antes de levantarme, ya he hecho los estiramientos que necesito para recuperar la movilidad o mantenerla, es un concepto que está de moda, ese de que envejecer es dejar de moverse, paralizarse poco a poco. Con unas mancuernas que pueden estar entre 2 y 5 kg trabajé mi tren superior. Brazos, hombros, pecho y espalda están incluidos. 

Sobre la manta de yoga comencé entonces a entrenar las piernas, hice sentadillas simples, con peso, trabajé la zona de los glúteos, hice al menos tres tipos diferentes de abdominales. Terminé con estiramientos y me dispuse a hacer mi almuerzo.

Esta comida debe ser para mí llena de proteínas porque estoy trabajando con ejercicios de fuerza que son los que necesita una mujer de mi edad. Así que debo tener al menos un 50 % de proteínas en mi almuerzo. Puedo lograrlo si encuentro la combinación perfecta entre carne, vegetales y fibras. Debo tener cuidado porque los músculos que deseo desarrollar, o mantener para contrarrestar la sarcopenia típica del envejecimiento, solo crecen a base de proteínas; ellos se ponen así, exigentes para evolucionar.

Ay, esperen, hay algo que no les he dicho.

Todo ese régimen solo puedo hacerlo a través de los reels. Es la única manera que tengo.

Cuando mi esposo se fue al trabajo hoy temprano bromeó con eso: «¿Has hecho ya tus ejercicios de la mañana?». Le dije que sí, que solo me faltaba el yoga facial, el que hace que mi piel recupere su tono y su belleza con ayuda de serums y aceites corporales. Luchando contra las arrugas de expresión y pensando en positivo, porque es lo que soy, una mujer real que está obligada a vivir en un mundo virtual y lejano porque el suyo se vuelve cada vez más complicado.

Pero no me quejo. Soy un almácigo insistente. Compro en la bodega las cuatro libras de arroz, que llegaron después del día 20 este mes, y me voy feliz para mi casa. Voy apurada porque a las tres de la tarde empiezan a transmitir Masterchef Celebrity y quiero ver y anotar las recetas que me interesan. 

Para muchos tal vez soy ridícula. A mí no me interesa. Yo no quiero vivir en la queja constante que genera Cuba. Yo no quiero pensar que vivo en un lugar del mundo donde apenas se puede sobrevivir. Yo escojo pensar en positivo, me hago un cocimiento con la corteza de mi árbol preferido, me lo sirvo sin agregarle azúcar, cierro los ojos, respiro y repito para mis adentros:

Yo soy un almácigo y me reinvento.

Yo soy un almácigo.

¿Yo soy?


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