El reciente reconocimiento oficial de lo que hace meses era un secreto a voces, el fracaso de la Tarea Ordenamiento, devuelve una pregunta recurrente, ¿quiénes y cómo responden por el fracaso?
Muchos podrán argumentar que la respuesta fue la destitución de Marino Murillo de sus cargos —ministro de Economía, jefe de la Comisión de Implementación de los Lineamientos y vicepresidente del Consejo de Ministros—.
Sin embargo, la destitución de Murillo (como la de tantos otros antes que él) no puede considerarse una sanción o no al menos una que resarce el daño real del desastre de una decisión política que le han endilgado porque requerían un chivo expiatorio. En cualquier caso, Murillo solamente —como se dice en Cuba— explotó para arriba o para el lado. Pasó de ser el gurú de turno de la economía cubana y de los lineamientos a atender uno de los pocos grupos empresariales rentables del Estado cubano, Tabacuba.
Pero más allá del debate, en Cuba una decisión como la Tarea Ordenamiento no es exclusivamente el resultado del entusiasmo unipersonal de un burócrata; sobre todo después de la muerte de Fidel Castro y del abandono oficial de Raúl Castro de la vida pública. Es la decisión de la fuerza política que controla el país sin otras alternativas y, peor aún, es la decisión de la casta política que tras bambalinas maneja los hilos al margen de cualquier estructura.
Es indiscutible que las organizaciones políticas se enfrentan de manera constante al dilema de conceder a los gobernantes un margen de maniobra suficiente para ejercer el Gobierno, al mismo tiempo que evitan que alcancen un nivel de poder incontenible.
Ante la disyuntiva, las democracias contemporáneas han buscado establecer un equilibrio mediante mecanismos como la accountability — en términos cubanos, la «rendición de cuentas»—.
Accountability vs. rendición de cuentas a la cubana
El 20 de diciembre de 2023 la Asamblea Nacional del Poder Popular se reunirá en el Palacio de las Convenciones. Es muy probable que Alejandro Gil Fernández —quien sustituye a Murillo— ofrezca un informe oral en el que explique nuevamente por qué su Gobierno no logró mejoras en 2023. La propaganda cubana denominará el discurso —que podría ser igual al de seis meses atrás— «rendición de cuentas».
Sin embargo, en muchos lugares del mundo rendir cuentas implica mucho más que reconocer la debacle, pedir más confianza y resistencia y proponer un futuro mejor que nunca llega.
En la teoría política más consensuada, el accountability (o la «rendición de cuentas») comprende dos elementos esenciales, 1) answerability y 2) enforcement.
El concepto «answerability» se refiere a la responsabilidad que tienen los funcionarios públicos de realizar dos acciones fundamentales: a) informar sobre las decisiones que toman y b) explicar y justificar por qué las toman.
Para que exista un adecuado desarrollo de la accountability, no basta —como constantemente repiten los burócratas cubanos— con que se divulguen «oportunamente» qué acciones se llevan a cabo o qué decisiones se esperan tomar. Requiere también que se expliquen y se debatan con la ciudadanía los motivos que llevaron a tomar una decisión en particular. El poder público no puede estar ajeno a la lógica del razonamiento público.
Por eso no basta que los responsables de una decisión salten hacia adelante y recalifiquen una tarea bajo el título «plan».
Es imprescindible recordarles a los entusiastas del castrismo —que dicen que en Cuba se explica todo y que los funcionarios están en constante comunicación con la ciudadanía— que aunque la información y la transparencia de las acciones de los funcionarios estatales son elementos necesarios, tampoco son suficientes para lograr la «rendición de cuentas».
Una «rendición de cuentas» real requiere otro componente vital para desarrollarse, la posibilidad de que los funcionarios públicos enfrenten sanciones en caso de incumplir con sus deberes y funciones o, lo que es igual, la accountability requiere del «enforcement».
La posibilidad de ser objeto de sanciones sirve de incentivo y lleva a quienes ocupan posiciones de poder a pensar dos veces antes de incurrir en actos de corrupción o abusos por temor al castigo que sobre ellos pueda caer. Sin embargo, en Cuba no existe la transparencia ni el razonamiento público de las decisiones políticas y, además, el enforcement está limitado a explosiones hacia arriba —como las de Murillo o el plan pijama de Carlos Lage, Felipe Pérez Roque y los purgados en 2009—.
Solamente en casos excepcionales la corrupción y los abusos de poder de los altos mandos de la burocracia enfrentan consecuencias legales; como los relacionados con los generales Arnaldo Ochoa y José Abrahantes en 1989 o el de Juan Carlos Robinson en 2006.
La accountability o «rendición de cuentas» también se refiere a una relación de control desde la sociedad hacia el Estado y de las diferentes instituciones estatales entre sí.
En el caso cubano, el «enforcement» es un componente impensado de la rendición de cuentas y, además, es indefendible la dimensión vertical del accountability. En sociedades democráticas, la rendición de cuentas tiene un componente electoral trascendental. Las elecciones son un mecanismo mediante el cual la sociedad puede controlar a quienes ocupan posiciones de poder en el Estado. Unos gobernantes corruptos e incapaces, en condiciones democráticas mínimas, muy probablemente no sean votados por muchos sectores de la ciudadanía en los siguientes ejercicios electorales.
Para que la accountability vertical se desarrolle es imprescindible que exista pluralismo político y alternancia en el poder. El primero está prohibido en Cuba y el segundo es impensado desde el momento en punto en que constitucionalmente se considera que el futuro cubano solamente puede estar vinculado a un modelo de desarrollo —el socialismo, que empodera y mantiene en cargos de gestión a funcionarios incapaces de impulsar transformaciones y otorgar progreso al país—. Entre otras causas, porque el modelo es incapaz de ofrecer transformaciones y progreso.
No obstante, los defensores de la idea de que el sistema cubano es «singularmente» democrático podrán decir que el problema no sucede solo en Cuba y que tampoco en las democracias representativas de hoy la accountability electoral es efectiva. Lo anterior, en parte, es verdad; pero debido al déficit es que en las democracias se habla de otra dimensión de la accountability que en Cuba es inexistente, la horizontal.
La accountability horizontal implica que el Estado también debe tener la capacidad de autocontrol mediante instituciones que vigilen el accionar de otros órganos estatales. Dentro de la accountability horizontal destaca la que los teóricos denominan de «balance», que surge cuando una institución estatal reacciona contra otra para evitar que invada su jurisdicción o usurpe sus funciones.
Lo que está sucediendo ahora en España con la discusión sobre la amnistía es un ejemplo de lo anterior. Una institución que no está contemplada en la Constitución española, pero que quiere ser impulsada por el ejecutivo como parte de los acuerdos con otras fuerzas políticas del país que le permitieron formar Gobierno. Ante la posibilidad de una amnistía, el poder judicial español ha dicho que Pedro Sánchez y el PSOE pretenden invalidar decisiones judiciales legítimamente dispuestas y que la idea de una amnistía contradice las reglas del Estado de derecho.
Este tipo de discusiones tampoco tienen lugar en Cuba. En Cuba, los jueces —según el presidente del Tribunal Supremo Popular— son los jueces del Partido Comunista y de la «Revolución». El sistema cubano no se basa en la independencia de poderes o jurisdicciones. El Estado cubano como régimen totalitario responde a una única jurisdicción, la del Partido Comunista.
Por eso, antes de «rendir cuentas» a los diputados a la Asamblea Nacional del Poder Popular —que en teoría es el máximo órgano de poder del Estado— Alejandro Gil Fernández tuvo que rendir informe ante el Comité Central del Partido Comunista.
En Cuba no solo hay ausencia de accountability horizontal de balance, también la hay de lo que la doctrina califica «accountability horizontal asignada». El término se refiere a la existencia de órganos estatales que, a diferencia de las instituciones de balance, no ejercen un control político reactivo basado en la superposición y posible usurpación de funciones, sino que están dirigidos a vigilar que otros organismos del Estado no traspasen los cauces institucionales que los limitan.
En teoría, en el caso cubano la Fiscalía General de la República y la Contralaría General son los órganos encargados del control. Pero en la realidad, su control no alcanza —a menos que la burocracia y la clase política lo disponga— a las más altas esferas de dirección del país o a los organismos de mayor poder económico y de decisión (el Ministerio de las Fuerzas Armadas y del Interior).
En Cuba hay rendición de informes, pero jamás habrá rendición de cuentas. Entre muchas causas, porque la rendición de cuentas con sus desdobles es una característica de las democracias y de los Estados de derecho.
Ninguno de los calificativos aplica al caso cubano. Nadie debería dudar que el próximo 20 de diciembre de 2023 Alejandro Gil Fernández dirá de nuevo —con muchos números— lo mal que está el país, culpará al bloqueo y volverá a pedir confianza. Entre otros motivos, porque sabe que su cinismo no tendrá consecuencias.
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