hombre, ventana, casa

Al día siguiente o al otro vinieron a fumigar. Fue algo rápido porque no había mucho petróleo. Lo ideal hubiera sido que fumigaran varios días seguidos, pero lo ideal es precisamente eso y los fumigadores no regresaron más. Foto: elTOQUE.

Mis días de oropouche

28 / agosto / 2024

Justo después de almorzar, entré a la cocina para hacer café. De momento noté un ligero mareo combinado con un escalofrío y tuve que apoyarme en la meseta porque me sentí debilitada. Debo haber cambiado la expresión de mi cara porque mi pareja, que acababa de entrar en la cocina, tocó mi frente y mis hombros y me dijo: «Tienes fiebre». Lo miré con cierta burla y repetí lo que digo mucho: «Nunca me enfermo, no me da fiebre desde hace más de 20 años, los malestares no me duran más de 24 horas, no necesito ir al médico, soy un tronco».

No era así esta vez. Había llegado el oropouche y yo lo ignoraba. Lo ignoraba, sí, pero él a mí me había escogido para aposentarse; yo podía pensar que lo ignoraba, pero el virus no perdona, no deja pasar.

Corrí entonces a buscar un termómetro para demostrar que yo estaba bien. El que tenemos mide la temperatura en grados Fahrenheit, así que luego de usarlo tuve que indagar en Internet cuál era la equivalencia en grados Celsius. Sí, tenía fiebre, más de 38, pero estaba dispuesta a esperar a que se fuera sola como mismo había llegado.

Reposaré un rato, me dije, y a pesar del enorme calor de un mediodía de julio en Cuba, me acosté y me quedé dormida.

Soñé que había muerto en esa misma cama. No estaba asustada ni triste, pero sí profundamente preocupada. Sabía que la persona que descubriera mi cuerpo sin vida iba a verme a través de la ventana que da al pasillo lateral de la casa. Desde afuera, vería que yo no tenía movimientos, que no respondía a sus llamados. No me molestaba la desatención, pero me atormentaba pensar que me encontrara con la boca abierta. La sola idea de mi mandíbula descolgada y los dientes exhibidos me provocaban una vergüenza infinita. Me parecía que sería horrible de ver. Me recordaba una película infantil en la que el esqueleto de una reina muerta era capaz de quitarse y ponerse la mandíbula inferior. Es una imagen perturbadora que me ha acompañado toda la vida y que, en el sueño, me parecía espantoso que se repitiera en mi propio cuerpo.

Entre los sueños de la fiebre intentaba acomodarme de lado en el colchón para calzar mi cara con un brazo y evitar que mi boca se abriera. Era una tarea que repetía durante la siesta, sin saber si estaba dormida, despierta o si de verdad me había muerto antes de despertar. Creo que fue un proceso de unas dos horas y solamente terminó cuando abrí los ojos. Me puse el termómetro todavía medio impresionada por mi sueño y supe que mi temperatura no había bajado, al contrario, ahora estaba por encima de los 103 grados Fahrenheit, o sea, yo no sabía cuánto, pero estaba alta.

Al intentar levantarme para buscar un analgésico me percaté de lo difícil que me resultaba moverme. Era muy complicado entender cómo podía haber pasado de tener una mañana de gran actividad al estado en el cual apenas levantar la cabeza de la cama o cambiar de posición me lucía tan trabajoso y hacía que me doliera casi todo.

Sentí que el cuerpo no me pertenecía, que las fuerzas me habían abandonado, que entraba en un túnel solitario sin vuelta atrás.

Según Internet, el virus oropouche fue descubierto en 1955 cerca del río al que debe su nombre, en Trinidad y Tobago. Luego se extendió hacia Brasil a tal punto que fue calificado como dolencia amazónica; pero desde 2020 y hasta nuestros días se ha reportado su existencia en muchos países de Latinoamérica como Bolivia, Argentina, Perú, Colombia y ahora Cuba.

No sé si existe alguna explicación de por qué la enfermedad, que se encontraba más o menos controlada en una región, se amplía hacia otras con tanta rapidez. El verano y los mosquitos existen y han existido desde antes de 1955, pero hasta este año no se había reportado algún caso en la isla. No sé mucho de propagaciones de epidemias y esos temas, pero sí sé que desde que escuché por primera vez hablar acerca del virus hasta que me atrapó no pasaron más de tres meses.

En el barrio habanero en el que vivo todos hemos estado enfermos. Cuando digo todos no exagero, es así. Es un sector casi rural en una zona apartada de la ciudad donde abundan las lluvias y, por lo tanto, los mosquitos, así que siendo estos insectos los que transmiten la dolencia no es de extrañar que haya proliferado con tanta rapidez y profundidad.

Durante julio, en las 20 cuadras del reparto, las noticias de quién había caído en cama se hicieron cada vez más frecuentes. Las personas compartían su experiencia, alguna medicina, algún remedio casero. Estaba claro para todos que era estrictamente necesario hacer reposo casi absoluto. El oropouche quita la energía y, además, tiene fama de regresar cuando pareciera que se ha marchado.

Así me pasó. Después de una semana de malestares, cuando pensaba que estaba en plena mejoría, regresó la fiebre y fue todavía más insistente que durante los primeros días.

Tuve temperaturas altas que no cedían ante los analgésicos más que unas líneas por casi cinco días.

Me dolía la cabeza, los huesos, los músculos, los globos oculares; me dolía hasta la sombra.

Me invadió un rash cutáneo que cambiaba de lugar en mi cuerpo, me ocasionaba gran escozor y se ponía caliente y rosado, como si esos pedazos de piel desearan desprenderse de mi estructura y hacerse de una vida propia.

Sentí taquicardias y arritmias que al principio me aterrorizaron hasta que me di cuenta de que eran de la enfermedad.

Perdí por completo el apetito y lo poco que comía me hacía mucho daño porque mi estómago no lo toleraba.

Lo más duro, sin embargo, era la pérdida total de la energía asociada a una notable inflamación en el hígado. Era consciente de este órgano, podía sentirlo, me molestaba al sentarme o al moverme en la cama, no podía recostarme del lado derecho, era una presencia dolorosa.

Estuve varias semanas sin apenas poderme levantar. Si había algún momento en el que me esforzaba en caminar un poco o en permanecer sentada por un rato, luego debía pasar mucho más tiempo en la cama, agotada como si hubiera corrido tres maratones el mismo día.

Cuando casi llevaba un mes en ese estado, pasaron unos individuos del policlínico por las casas de la cuadra. Querían saber cuántas personas habíamos estado enfermas. No querían creer que todos, desde niños hasta ancianos, habíamos tenido el virus con mayor o menor gravedad. Recomendaron no tomar naproxeno ni infusión de hojas de guayaba, dijeron que regresarían al día siguiente para comenzar a fumigar contra los mosquitos, aconsejaron reposo y se fueron.

Al día siguiente o al otro vinieron a fumigar. Fue algo rápido porque no había mucho petróleo. Lo ideal hubiera sido que fumigaran varios días seguidos, pero lo ideal es precisamente eso y los fumigadores no regresaron más.

En cama, como aquel primer día de sueños enrarecidos, vinieron a mí muchos pensamientos malsanos.

Pensé que en verdad a este Gobierno le conviene que en un mes tan caliente como julio la población enferme.

Pensé que este Gobierno no tiene medicamentos para enfrentar una enfermedad de buen pronóstico como el virus oropouche, así que imaginen otra peor.

Pensé que este Gobierno nos prefiere enfermos, callados, sin hambre y energía.

Mientras pensaba, los vecinos anunciaron que todavía no había llegado el arroz de mes a la bodega, pero que en su lugar estaban vendiendo por familia una botella de vodka.

Entonces me di cuenta de que, efectivamente, Cuba no es un país para enfermos, Cuba no es ni siquiera un país.

Cuando todos estuvimos bien del virus regresamos a nuestros trabajos de siempre. En Cuba, si no te mueres, debes seguir sin mirar atrás.

De hecho, en Cuba es mejor no morirse tampoco. En los días agudos de mi malestar leí una noticia de Holguín, allí pedían a los familiares de las personas fallecidas que llevaran las balitas de gas para hacer la incineración porque el crematorio no tenía para hacerlas. Recordé haber leído en una novela que se desarrolla en Calcuta que cuando no había dinero para la cremación completa de los cadáveres, estos eran arrojados al río a medio quemar, allí terminaban descomponiéndose a ojos de todos.

Ojalá no lleguemos a ese punto o ¿será que ya hemos llegado?


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Liz

Me pregunto por qué el gobierno cubano ante una situación epidemiologica tan crítica no hace el más mínimo esfuerzo para una campaña de fumigacion. No pueden ellos prescindir de sus autos con aires acondicionados, oficinas y casas climatizadas a bajas temperaturas, viajes al extranjero para que se invierta ese petróleo en fumigaciones.
Liz

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