Luis Manuel en Oslo

Foto: Enrique del Risco / Facebook.

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Oslo tiene aire de pueblo pequeño. Ciudad tranquila, cuyo corazón se recorre en tres paradas de metro, y sus barrios periféricos con tranvías apacibles. Esa, la de pueblo pequeño, es la impresión que se tiene a primera vista sin que te lleguen a confundir palacios, teatros, tiendas o museos dignos de grandes metrópolis. Luego escuchas y la impresión cambia: Oslo tiene ritmo de aldea, pero espiritualmente se ubica en el centro del mundo. Te lo dicen las manifestaciones sobre todos los temas humanos y divinos que, con frecuencia, se celebran en el parquecito que se encuentra frente al Grand Hotel.

De los humanos se entiende por las banderas: Palestina, Ucrania, Irak. Solo alguna vez emerge algún asunto local que no alcanza a discernir mi inexistente conocimiento del noruego. Como si el aire de la ciudad invitara a locales y visitantes a contemplar el mundo como un todo desde ese olimpo político que cada año entrega en el Ayuntamiento de la ciudad el premio Nobel de la Paz. Y uno entiende cómo, en ese rincón del mundo, Ibsen alertó al resto de la humanidad de la necesidad de la liberación femenina o de los peligros que acechan a la democracia con Casa de muñecas y Un enemigo del pueblo; y Munch iluminó los abismos de la angustia moderna con El grito.

Esa aldea universal fue la escogida por la Human Rights Foundation (HRF) para celebrar cada año el Oslo Freedom Forum, cónclave en el que disidentes de todas partes del planeta denuncian sus respectivas tiranías. La HRF es en sí una organización anómala en el mundo de las ideas convencionales sobre lo que significan los derechos humanos. Una organización que reniega de las falsas equivalencias entre democracias más o menos funcionales y regímenes francamente autoritarios. La HRF evita distracciones.

En un tiempo en el que el autoritarismo cotiza al alza y domina más de dos tercios del planeta, la organización no se entretiene en el complejo de culpa occidental sobre las limitaciones del sistema democrático. A riesgo de parecer maniquea, la HRF no confunde las ovejas con los lobos: existe para mirar al mal a la cara y denunciarlo con toda la soltura que le viene de no recibir fondos de ningún Gobierno. Y cada primavera estremece esa capital apacible y atenta que es Oslo con su batería de denuncias a las peores tiranías del universo conocido.

Thor Halvorssen Mendoza, el venezolano fundador de la HRF, lo tiene claro. No se trata de seguir ninguna corriente humanitaria de moda ni obedecer las consignas del progresismo que insiste en clasificar las dictaduras en buenas y malas según se acercan o alejan de sus preferencias ideológicas. Las dictaduras de Venezuela, Cuba y Nicaragua son sentadas en el mismo banquillo acusatorio que otras del Medio Oriente, África o Asia o que los gigantes del despotismo que son Rusia, China e Irán. De ahí que compartan complicidades un disidente ruso y una artista siria, un activista serbio y una periodista georgiana; o que un artista sudanés intercambie impresiones con una norcoreana que acaba de escapar de esa inhóspita cárcel que es su país. Nada parece haber en la trastienda de los compromisos. Se trata de una reunión sobre la libertad celebrada por gente libre.

Por el escenario del Oslo Konserthus, el teatro que alberga los principales conciertos de rock y pop de la ciudad (la programación anunciaba que en unos días me perdería un concierto de Jon Baptiste), desfilaron los rock stars de la disidencia mundial. Vladimir Kara-Murza, a quien Putin envenenó dos veces y luego destinó a 25 años en una cárcel en Siberia para que a los dos años, antes de ser canjeado, se hubiera enseñado a sí mismo a hablar en español; Yulia Navalnaya, actual presidenta de la HRF y viuda de Alexéi Navalni, asesinado el año pasado en la cárcel por el régimen de Putin; la artista siria Azza Abo Rebieh, quien en los cuatro meses que pasó encarcelada (en prisiones en que cada mes pesa décadas enteras) no permitió que la angustia le curara su deseo de crear; Leopoldo López, el opositor venezolano encarcelado por Maduro que escapara milagrosamente de Venezuela en 2020; el mozambicano Venancio Mondlane, a quien le robaron las elecciones en su país sin que semejante estafa lo haga darse por vencido; la artista rusa Alexandra Skochilenko, que por un performance contra la guerra contra Ucrania fue «premiada» por el Gobierno ruso a pasar siete años en sus prisiones; el norteamericano Tom G. Palmer, una suerte de Indiana Jones del antiautoritarismo por donde quiera que lo lleva su espíritu inquieto; o el cubano Luis Manuel Otero Alcántara, quien hizo sentir su voz en una grabación hecha desde la cárcel de alta seguridad de Guanajay.

Se preguntarán qué hacía yo allí. Yo no dejé de hacerlo desde que Javier El-Hage, directivo de HRF, me pidiera semanas atrás que hablara sobre Cuba en el escenario principal del Konserthus. Me lo pregunté con más insistencia cuando me vi rodeado en Oslo de veteranos de prisiones y salas de torturas, yo que apenas pasé una noche en una estación de Policía habanera hace demasiado tiempo. Pero, para contrapesar mis terrores escénicos y mi complejo de impostor, estaba la tremenda oportunidad de pasar de la queja por la poca presencia del tema cubano en foros internacionales a hacer una denuncia lo más coherente posible ante un público sensible e interesado.

La encomienda era complicada: resumir en una charla de diez minutos mi historia personal y la situación cubana buscando la comprensión y el apoyo de la audiencia. Más complicado era el acto de escenificar la charla. El mismo que en sus años universitarios había constatado su incapacidad para pronunciar un bocadillo creíble en una obra de teatro, ahora debía memorizar 1 400 palabras en idioma prestado y darles la suficiente entonación para que no parecieran pronunciadas por un robot. Si me acerqué a ese objetivo en mi presentación final, el mérito es de Nicole Cassesso y Álvaro Piaggio, miembros del equipo de HRF, por su asesoría y apoyo. Pero si algo me movió a aceptar la invitación de la HRF fue que nunca me sugirieron ni lo que debía decir ni lo que no, deferencia que los honra. El idioma era prestado, pero las palabras serían mías.

El foro en sí fue uno de los momentos más reconfortantes que he experimentado en mi vida pública. Pasé, de la crónica apatía o el desprecio discreto que todo exiliado cubano atraviesa entre quienes no han compartido su experiencia, a la complicidad inmediata y profunda con gente a la que —más allá de su origen nacional, raza, ideología y religión— atrae el indefinido pero irresistible fulgor de la libertad. Mi complejo de impostor estaba perfectamente justificado pero, al mismo tiempo, fuera de lugar.

Surgieron amistades instantáneas a través de palabras dichas en un inglés maltratado por todos los acentos posibles, pero con la misma ansia de comunicarse, de entenderse. Nada de exhibición de currículums ni competencia de desgracias, y mucho de complicidad inmediata, de preocupaciones y pasiones compartidas. Como dijo el disidente ruso Vladímir Kara-Murza en la cena inaugural, lo que nos hacía repeler las tiranías no era una particular comprensión de la política, sino su condición de obstáculo a nuestro deseo de vivir una vida más plena.

En el Oslo Freedom Forum se reunió gente que aprovechaba el pequeño alto en sus ocupadísimas y turbulentas vidas que representaba aquella reunión para sonreír, bromear, intercambiar títulos de películas y libros, y hacer del comer y beber una comunión tremenda y transformadora. Seres menos interesados en explicarte su visión del mundo que en escuchar y comprender.

Mi esposa, quien voló a Oslo por su cuenta, me lo resumió de la mejor manera posible: «¡Qué bueno es sentirte entre gente que no vienen a explicarte tu país, que te escucha! Gente que no piensa que, hablando de playas, de tabacos, de carros americanos o del embargo, te hacen un favor». Gente, en fin, que no te hace carne de exotismo y que le devuelve el sentido a la propia idea de humanidad compartida sin siquiera haber pisado tu país.

También tuve encuentros con compatriotas en Oslo como quien vuelve a un plato de frijoles negros tras un largo ayuno de comidas criollas. En la ciudad vi a Luis Dener, influencer con multitud de seguidores que se encargan de sostenerle su necesidad de café cubano, tipo amable e inteligente que no ha parado de reinventarse ni de entregar lo mejor de sí mismo. Y a la salida del Oslo Konserthus me encontré con Norges Rodríguez, gestor de Yucabyte; y con Alian Collazo y el resto de los jóvenes cubanoamericanos de la Cuban Freedom March que viajaron hasta Oslo para asistir al evento. Mientras exista gente así hay esperanza para Cuba.

Decir que había aceptado una encomienda tan por encima de mis capacidades impulsado por mi compromiso con los presos es inexacto. Lo hice en primer lugar por mí, para no pasar el resto de la vida avergonzado porque el miedo al ridículo de hablar en público me impidiera explicar la realidad de mi país y denunciar su tiranía. Pero pesar de mi perfecta invalidez escénica y de mi inglés macarrónico, pude hacer visible la normalizada hecatombe cubana: la de los encarcelados por reclamar derechos que en Occidente dan por sentados; la del hambre y las carencias infinitas de casi todos los cubanos; la de la tendencia del mundo a justificar la miseria cubana con el embargo estadounidense; la de la perversidad de un régimen que usa esas mismas carencias para manipular al pueblo; la de las empresas extranjeras que lucran con tanta miseria.

Pero no hubo en el Oslo Konserthus testimonio más elocuente de la insondable desgracia cubana que la ausencia del artista Luis Manuel Otero Alcántara en la entrega de los premios Václav Havel. El premio —que toma el nombre del primer presidente honorario de la HRF— se entrega a artistas consagrados a la lucha por la libertad y la democracia en sus países; y este año correspondió a la siria Azza Abo Rebieh, la rusa Sasha Skochilenko y al cubano Luis Manuel.

No era la primera vez que se le otorgaba a Luis Manuel un reconocimiento en Noruega por su activismo heroico e inteligente. Me contaba Luis Dener que, a principios de noviembre de 2024, se celebró en la ciudad Bergen la entrega del premio Rafto a Luis Manuel Otero Alcántara. En una ciudad en la que unos días antes muy pocos habían escuchado el nombre del cubano, en los días previos a la ceremonia niños y adultos aprendieron, consternados, de un artista condenado a cinco años de prisión por razones que a estos noruegos civilizadísimos se les antojan absurdas y repugnantes, como si de un acto de canibalismo político se tratara. Por él llenaron las calles de Bergen de afiches con la imagen e información del artista y realizaron un desfile de antorchas que involucró a cientos de habitantes de la ciudad, especialmente jóvenes.

Por Luisma, el alcalde de Bergen y la intelectualidad de la ciudad se reunió en el principal teatro para homenajearlo. Solo un detalle pudo ensombrecer la celebración: músicos cubanos establecidos en Noruega y programados para actuar en el evento, a última hora, renunciaron a hacerlo por puro miedo. Pero su negativa, más que afectar la lucidez del evento, contribuyó a reforzar su sentido: cuán terrible debe de ser una dictadura —se preguntaba la prensa noruega— que incluso a tanta distancia puede intimidar a sus antiguos súbditos.

En la ceremonia del pasado 27 de mayo de 2025 en el Oslo Konserthus, la siria Azza Abo Rebieh dedicó su premio a su madre y al pueblo de Gaza; y Sasha Skochilenko concluyó el agradecimiento con una bellísima interpretación a capella de «Redemption Song», la canción del jamaicano Bob Marley a la que tanta opresión no le permite envejecer.

La ausencia de Luis Manuel, en cambio, la suplió una grabación brumosa realizada por el artista desde la cárcel que la traducción al inglés proyectada en la inmensa pantalla del teatro se encargó de hacer comprensible. Pero incluso sin la traducción, bastaba la voz angustiosa y firme de Luis Manuel para hacerle saber al público el sufrimiento y la determinación de un artista encerrado desde hace cuatro años por exigir para su pueblo privado de todo el privilegio primermundista de ser libre. «Gracias por este premio y a los seres de luz que se detienen a escuchar mi voz, que es el eco de millones que sufren y gritan contra la dictadura cubana ayer, hoy y siempre», dijo el artista en su mensaje.

Me cuentan sus amigos más cercanos que Luis Manuel no ha parado de producir e imaginar proyectos. Como todo artista verdadero, más que por la obra creada, el fundador del Movimiento San Isidro se define por su inagotable necesidad de seguir creando. Allí, en la cárcel de Guanajay, ni las durísimas condiciones de encierro ni el aislamiento al que ha sido sometido, sobre todo durante los dos primeros años, han conseguido acallar su impulso expresivo ni su voz que, siendo muy suya, intenta abarcar las ansias de todo un pueblo. Una voz que debió tener resonancia especial en la ciudad de Ibsen, el mismo que una vez escribió que «El hombre más poderoso del mundo es el que está más solo». Sobre todo, si desde su soledad, esa voz es capaz de encarnar los deseos de tantos que no pueden, (o no se atreven a) expresarlos.


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liezel

Y no hubo ningún premio para "artistas" libios, gazatíes, iraquíes, afganos??...joder, que democracia!!, ...los suecos son los bárbaros entregando premios democráticos...a un tipejo que lo único que ha hecho en su vida es hacer el ridiculo con el pedazo de tela llamado bandera para provocar...Cuba es el país donde más rápido se construye un disidente...con tanta gente muriendo de verdad en Gaza y que esta gente se fije en ese farsante...los cubanos dan verguenza
liezel

Carlos

Cero vuelos a Cuba desde US Cero envío de remesas Cero envío de recargas Que el Gov federal haga lo necesario para que esto se materialice

liezel

se ve que no tienes familia en Cuba...
liezel
Carlos

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