Las historias “funestas” persiguen a Máisel López desde que comenzó a pintar la serie Colosos, de rostros infantiles. Hasta unas velas acompañaron su obra, debido a que el mismo día que realizaba uno de sus murales tuvo lugar un accidente cerca de allí. Desde entonces, no ha faltado quien arroje un “solavaya” o mire con “malos ojos” los polémicos retratos.
Muros olvidados, portales y fachadas, se convierten en el espacio de trabajo de este artista que hoy insiste en contarnos otra historia. No la suya, sino la de sus alumnas porque cada miércoles a las 2 de la tarde, Máisel deviene profesor del taller Cuenta conmigo, un proyecto protagonizado por adolescentes y mujeres con síndrome de down.
(“Hoy dibujaremos un paisaje, ¿qué no debe faltar en un paisaje?”, pregunta a sus alumnas de la Casa de la Cultura Mirta Aguirre, de Playa. Ese es el punto de partida de la clase. Minutos después de entregar pinceles y acuarelas, el muro del jardín se empieza a doblegar ante el verde de la campiña cubana).
“Para las talleristas no existen los límites y lo mejor es que disfrutan muchísimo los encuentros”. Cada año, las obras de las integrantes del grupo se exhiben en el Museo Nacional de Bellas Artes y en otros espacios expositivos, refiere él. Un trozo de papel, una cartulina o simplemente una pared son suficientes para dar rienda suelta a los mundos maravillosos que “el profe” les ayuda a revelar.
“Me interesa que desarrollen sus habilidades en las artes plásticas pero lo más importante es que vean el arte como una vía para expresar su espiritualidad”; asegura sin detener el paso mientras va rectificando líneas, halagando trazos y alentando nuevas incursiones sobre el espacio en blanco.
Máisel no es fundador del taller pero ha sabido ganarse el respeto de las madres y alumnas que lo acompañan en cada clase. “Quizás algunos subestimen el trabajo en las Casas de la Cultura, pero yo no tengo esos complejos”, nos cuenta este joven artista -graduado de la Academia de San Alejandro- que se siente feliz de “poder entregar lo poquito que sabe a los demás”.
Cada semana la historia se repite. Comparte su tiempo entre los talleres de la Casa de la Cultura –donde también recibe a niños y ancianos– y los proyectos creativos personales. Para financiar sus murales urbanos y las obras en lienzo, recurre a la venta de sus piezas. No hay otra forma, asegura, porque el salario no alcanza para desarrollar esos proyectos.
Sin embargo, nunca ha pensado en trasladar los talleres a un espacio más personal que pudiera reportarle otros dividendos. “Siento que privatizaría el asunto y se llegaría a malinterpretar la idea de mi trabajo con la comunidad. Prefiero hacerlo en el sector estatal. Desde aquí puedo ser más útil y, por suerte, tengo bastante alumnado.”
Máisel sigue trabajando en la Casa de la Cultura sin renunciar al sueño de que un día sus murales puedan extenderse por avenidas y paredes abandonadas de todo el país, aunque bien sabe que “el muralismo no se ha desarrollado con fuerza en Cuba y todavía hay quienes reciben mal una obra tan inmensa.”
Su nombre no figura en los grandes catálogos del arte contemporáneo cubano pero es algo que no le quita el sueño. Reconoce que “una galería no determina la calidad de un creador”. “Yo expongo para todos”, nos dice; y en ese intento, comparte su talento con los demás.
Y aunque todavía haya hasta quien perciba “corrientes espirituales” ante sus retratos urbanos, el verdadero misterio de este pintor nace en sus talleres comunitarios o cuando alguien depone su andar agitado para contemplar esos Colosos que, como él, hoy animan el desteñido rostro de esta ciudad.
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