Por David Cruz
A los 7 años me enfrenté a mi primer miedo.
Me eligieron jefe de colectivo en la escuela. No levantaba una cuarta del piso y eso me hizo sentir grande. Satisfacía esa necesidad de reconocimiento que todos tenemos, ¿no? Esto duró hasta que me enteré de que tendría que hablarles a 300 alumnos cada día sobre la escuela y sobre como debían ser pioneros buenos y revolucionarios.
Mi cerebro colapsó. Recreé las formas en las que haría el ridículo. Desde que se me saliera un gallo hasta que se me cayeran los pantalones. No importaba lo que hiciera, iban a terminar riéndose de mí. ¿A quién no le aterra esa idea?
No recuerdo exactamente cómo pasé de eso, a estar frente al espejo rapeando efemérides, hablando con voz grave. Ensayaba para que no se rieran de mí, sino conmigo. El espejo se volvió mi mejor amigo.
Lo hacía cada día y completamente solo, más que nada porque me daba vergüenza que mis padres militares acostumbrados a dar órdenes frente a cientos de oficiales se dieran cuenta de que tenían un hijo cobarde.
Después de días perfeccionando mi técnica, me sentí listo.
Cuando finalmente estuve frente a la multitud silenciosa, el pánico volvió. Temblaba y cuando pude articular palabra, claro, se me fue un gallo, tartamudeé y cosas que ya mi cerebro bloqueó. Lo que sí recuerdo fue una voz que me dijo: «Estás listo. Te preparaste y mereces que te salga bien».
Empecé a hablar, a sonreír y a desplazarme. Todos me atendían. Fue la primera vez que vencí al miedo, al menos que recuerde. Fui jefe de colectivo desde tercero hasta octavo. El miedo disminuyó, aunque los nervios siempre estuvieron. Creo que si no sientes algo de nervios en lo que haces, deberías plantearte hasta qué punto vale la pena.
En sexto grado me anoté voluntariamente, y por «embullo», a la ESBEC. «Las becas» eran internados que combinaban el estudio con actividades agrícolas. Solo ibas a casa los fines de semana.
Había que desyerbar surcos, recoger papa o boniato bajo el sol; cargar sacos que pesaban más que yo, mantener una higiene correcta, velar por mis pertenencias, racionar mi comida, aprender a defenderme de los abusadores, que desgraciadamente siempre los hubo y siempre los habrá. No tenía a mis padres cerca, ni siquiera a la mayoría de mis amigos que se arrepintieron y no se becaron. Tenía 11 años.
De nuevo tuve miedo. ¿Sería capaz? ¿Me quedaría demasiado grande? Ganó la curiosidad y estuve 5 años becado.
Fue un quinquenio duro, pero caminé mientras me temblaban las piernas. Fui más valiente, menos tímido, más independiente y más consciente de mis actos. Me volví, creo, un hombre.
Luego mis padres debutaron con dos enfermedades temibles. Criar tres hijos en un país con tantas dificultades fue calando en ellos. Eso dijeron los especialistas.
Ahí estaba yo, cuidando a mis padres, a mis hermanas menores, estudiando una carrera universitaria y viviendo solo. Cada uno de estos escenarios es particularmente aterrador, imaginen cuando se combinan. Lloraba casi cada día; tenía pavor de perderlos e iba con mi viejo amigo, el espejo, a darme ánimos. Contra todo pronóstico, pude lidiar con aquello sin graves secuelas para mí.
Casi a los 20 años mi novia quedó embarazada. Decidimos tenerlo a pesar de saber que era una locura. Mi hija nació y eso me cambió la vida. El miedo que conocía se convirtió en fuerzas, pero resurgía cuando se enfermaba o el tiempo o los recursos no me daban para cuidarla como ameritaba. Tenía pánico, sí, pero desplomarme era un lujo.
Crecí mucho. La necesidad me obligó a crecer también profesionalmente. Descubrí la fotografía y luego la cinematografía, que se convirtió en mi pasión y mi modo de vida.
Analizaba mi entorno como si fuera una película. Yo era el protagonista al que le pasaban cosas buenas y que tenía que vencer obstáculos. No importa si siente miedo, está bien que lo sienta, pero tiene un objetivo y para lograrlo tiene que superarse. Este juego rige mi vida hoy. Entendí que soy el protagonista de la película más larga que he visto. Jugando a esto he sido buen hijo, un buen hermano, buen amigo, buen padre y buen profesional.
Hace 2 años salí de mi país. Separarme por un tiempo de mis padres, mi hija, mis hermanas, mis mejores amigos, y también poner en pausa mi carrera es traumático y aterrador.
Nada me ha dado más miedo que eso. Sigo en el juego, lo hago para que tanto ellos como yo nos sintamos orgullosos. Doy lo mejor de mí para que esta película tenga un buen desenlace. Filmaré cientos de ellas, pero estoy viviendo la más importante. Llevo 36 años sintiendo miedo, y sé que seguirá, pero estoy agradecido de que exista, porque me ha ayudado a avanzar.
Creo que fue Mandela quien dijo: «El coraje no es la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él».
Abraza tu miedo, úsalo, gánale y avanza.
Este artículo es parte de una colaboración entre elTOQUE y 5min, una plataforma de discursos cortos que busca fomentar la conexión y reflexión en la ciudadanía cubana, sin importar dónde se encuentre.
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