Que Karl Lagerfeld venga a La Habana con sus esqueléticas modelos de dos metros, sus telas vaporosas y diseños para celebridades… No me da más frío que este invierno tropical en el que apenas pude ponerme un suéter. Un suéter para nada fashion, déjenme aclararlo, para nada Coco Chanel.
Debe ser que mi relación con la moda se limita a usar —por cierto, de muy buen grado— toda la ropa que me regalen. Sin reparar en nacionalidades ni etiquetas, con lo cual me saco de arriba la angustia de las marcas: que si Lacoste, que si GAP, que si Batos…
Ahora que digo Batos, recuerdo un shortcito gris de la entonces incipiente industria deportiva cubana que me ponía un día sí, otro también y que recogió estoicamente buena parte del churre de las clases de Educación Física de primaria.
Pero la industria de implementos deportivos de entonces dejó de producir prendas y la ligera, la que debía vestir al pueblo cubano, nunca logró despegar lo suficiente. Ni en cantidad, ni en calidad y mucho menos en diseño, justo lo que viene a restregarnos en las narices la casa Chanel.
La llegada de la corte francesa —nunca mejor dicho— pone a la Cuba revolucionaria frente a sus propios prejuicios: los de una isla que desterró de a cuajo el glamour como síntoma inequívoco de lo burgués y vende ahora el desfile de la colección Crucero como la primera pasarela de Chanel en América Latina. O ya la alta costura no es sinónimo de la enajenación consumista que produce el capital, o queríamos demostrar con un golpe de efecto hasta qué punto va en serio la apertura.
A juzgar por los últimos acontecimientos, va viento en popa y a toda vela: Ana de Armas se propone frente a los medios alternativos para filmar una película en su país natal, Vin Diesel posa ante las cámaras de los fotógrafos como si fuera un mulato del montón de Centro Habana, los almendrones corren por el circuito del malecón y, de paso, exprimen a más no poder su minuto de fama.
Nada de eso sería cosa del otro mundo si no fuera porque hasta ayer series como El internado, donde actuó la cubana De Armas, eran consideradas productos chatarra; la interminable saga de Rápido y furioso se esgrimía para ejemplificar el derroche de recursos y tecnología en obras de guion precario, y los desfiles de Coco Chanel… Bueno, los desfiles de Coco Chanel ya venían mereciendo el título de cierta obra literaria: La insoportable levedad del ser.
Y no digo yo que la moda no sea frívola. Lo que digo es que tampoco es el quinto jinete del Apocalipsis, y que se puede ser un cubano de estos tiempos —cubano 100 por ciento, como dijera un amigo— y perseguir las tendencias de Chanel, de Armani y de La Maison. Supongo que es cuestión de tumbar las talanqueras del pensamiento maniqueo y echar abajo los compartimentos estancos: blanco o negro, bueno o malo, norte o sur.
Muy en el fondo, a Karl Lagerfeld no le interesa la Cuba real más allá de ese retablo para el turismo de farándula en que se ha convertido La Habana. Ni siquiera le interesa La Habana en sí misma, con su Paseo del Prado como un espejo, sino el acto irreverente y provocador de recorrer sus calles y decirle al mundo paralelo en que vive: “Miren esto, celebrities, Cuba existe y es una isla donde la gente usa ropa, no taparrabos”. Karl Lagerfeld, el conquistador VIP de La Habana, el hombre que bautizó a la guayabera como el esmoquin cubano.
Aunque, pensándolo bien, no somos del todo incoherentes con el discurso de años: Karl Lagerfeld estuvo en La Habana con sus esqueléticas modelos de dos metros y sus telas vaporosas y sus diseños no aptos para guaguas. Y a la mañana siguiente Juventud Rebelde lo incluye en su sección Qué hay de nuevo, con una nota de dos párrafos.
comentarios
En este sitio moderamos los comentarios. Si quiere conocer más detalles, lea nuestra Política de Privacidad.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
el ina