Esquina de 23 y L, en el Vedado, La Habana. Cuatro de la tarde. Hace calor. Hay un flujo amplio de personas saliendo de trabajar o de estudiar. Debo ir a casa de una compañera de clases que vive en el municipio Playa. Comienza una vez más el gran dilema de todos los días: el transporte.
Por Laura Granados Samper
Es interesante todo lo que se puede decir (y lo que ya se ha dicho) sobre el tema. Por eso no pretendo escribir un ensayo sobre la situación del transporte habanero en la ciudad. Solo quisiera referirme a algunos detalles que no deberían quedarnos por fuera en la catarsis diaria.
En La Habana, el número de guaguas ha bajado considerablemente, se han dado explicaciones oficiales, pero continúa siendo insuficiente. Hay rutas más afectadas que otras, sin embargo, la frecuencia entre un ómnibus y otro disminuye de manera progresiva. Medidas como los ómnibus de 5 pesos, que deberían ser temporales, se van naturalizando hasta establecerse como norma.
Pero el transporte no solo atañe al sector público. Ha aumentado el flujo de dinero en la capital, lo que sumado a las deficiencias del transporte público hace que cada vez más personas busquen solución en las máquinas particulares.
Acá se dan otro tipo de complicaciones. Ya no es el calor, el tiempo que se pierde esperando que la guagua pase y que cuando pasa es tal la cantidad de gente dentro que quedas como “rotando” por obligación. Ni siquiera es la pelea con los choferes que ponen toallas en la alcancía para que se les entregue el dinero a ellos y puedan elegir si guardarse o no las monedas más grandes.
Definitivamente, el mundo de los “almendrones” es otro. Los taxistas se abrogan muchas veces el derecho de subir los precios de una ruta. Hace unos años, para ir del Capitolio a Alamar eran 10 pesos, ya son veinte, y los fines de semana en la madrugada pueden llegar a ser 30 pesos. Y ahora de Coppelia a Playa están buscando establecer 20 pesos para una ruta que siempre ha sido de 10.
Volviendo al ejemplo de Alamar, el Estado había puesto como medida que las máquinas que salieran del Capitolio antes de la 1pm debían cobrar 10 pesos. Como respuesta, no salían antes de esa hora para cobrar los 20 pesos del pasaje. La conciencia gremial de los boteros hizo que esa medida no se sostuviera por mucho tiempo.
No importa cuán injusto pueda ser el cobro. Hay una necesidad de la que aprovecharse: la gente sigue demandando llegar a su destino.
Ante todo esto: ¿cuáles son las salidas posibles?
Creo que por un lado está la salida individual, o sea, que cada cual resuelva como pueda, y que elija si coge máquina o se aventura a la guagua, según su bolsillo. Es evidentemente más cómoda, no demanda pensar en los demás, sino resolver el drama personal.
También pudiéramos optar por la compra de un carro, pero no todos tenemos esa posibilidad. Además, el sueño de un carro para cada uno es insostenible ambiental, política y económicamente.
Por el otro lado está la salida colectiva, que implica presionar a las instituciones a que den una respuesta más efectiva, pero también demanda nociones básicas de conciencia ciudadana: cuidar los ómnibus, no quedarse como yunques en la mitad del pasillo y no ceder ante las presiones de los boteros que buscan subir la tarifa o acortar el recorrido.
Aquí está la disyuntiva. Pienso que no debemos legitimar la salida “por cuenta propia” como la única posible. Por muy difícil que parezca, un transporte público de calidad es la mejor solución para Cuba y el mundo. Vale más que una salida individual.
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Eduardo Azcue González