Se es joven y se sabe que ese es el único tesoro que se tiene. A mis casi 29 años puedo decir que llevo más de media vida dedicado a los recovecos de las letras, abarrotado de lecturas caóticas y escrituras que se esfuerzan en cubrir la página. Mis libros pudieran hablar por mí, pero a veces uno termina mostrándose u ocultándose demasiado a la hora de trashumar la existencia en palabras.
Vivo en un municipio que lleva el nombre de un país, Venezuela. Un municipio al sur de una provincia que recién cumple los 40 años —o sea que aún es tierna; no lozana, pero sí joven—, Ciego de Ávila. Antes era el Camagüey. Y el municipio era simplemente el batey aledaño al Central Stewart. Central que luego tomó el nombre del país, y que a esa misma nación le fuera obsequiado por el gobierno —como quien obsequia un par de zapatos o la llanta de un auto—, después de la absurda desmovilización de lo que otrora fuera la Industria Azucarera.
Mi municipio —el municipio en el que me desplazo, o al que vengo a comer y a dormir en las noches, y en el que paso a veces los fines de semana— dependía económicamente de ese Central que ahora no es nada. Que no existe, que se esfumó, que es solo viento, mole alquitranada de hierros y nostalgias.
Su gente vive pendiente de lo que no es, del pasado antes venturoso y de las tantas horas empeñadas en echar adelante la zafra del 70 o la de cualquier otro año. Algunos dicen tener las claves de por qué fue desgastándose cada hierro, cada ánimo. De por qué las producciones fueron cayendo en el ocio y en la suciedad.
La misma gente que ahora se desplaza día a día para laborar en la cabecera provincial, que llena en las mañanas la estación de trenes o la esquina de la botella, que regresa agotada por las tardes, aún con más disposición a hablar de ese ayer cada día más distante.
Me gusta decir de dónde soy, hablar del sitio en el que nací, lo cual me ha traído más de un percance con respecto a mi nacionalidad. Me gusta recordar las tardes del bagacillo disuelto en el aire, el estruendoso pito del central que no solo servía para el cambio de turno de los trabajadores, sino que orientaba a toda la población. Era tan común escuchar a mi madre decir !oh, qué tarde es, ya sonó el pito de las once!
Y como tanta gente, desde hace nueve años, yo también hago mi faena lejos de mi municipio. Tomo el tren en las mañanas y en el mismo tren trato de regresar en las tardes, pues el buen transporte no es lo fuerte de mi terruño, ya sin fuerte alguno. Y a veces hasta vuelvo a tomar ese tren en su retorno de Júcaro —ya no hasta Morón—, pues lo poco que ocurre en materia cultural en mi provincia se concentra en su cabecera.
Así los días van y vienen, y la juventud, hoy divino tesoro, se muestra como mi mejor aliada; a la vez que resulta un acicate a la añoranza, pues mientras algunos me dicen qué esperas pa mudarte —los hay que me dicen para Ciego, y otros para La Habana—, yo entiendo, no solo que mudarse no es tan fácil, sino que haber nacido en esta tierra no es exactamente un estigma.
Si Eliseo Diego aseveraba que se nace en un sitio con la única razón de dar testimonio; yo, que en mis poemas y cuentos no he sido muy leal a este poeta, ahora elijo escribir estas palabras como pórtico a mi persona y como deuda que quisiera ser saldada. Venezuela seguirá esperando por mí cada día, y el pito de ese central, que ahora es solo un esqueleto en ruinas, seguirá resonando en mi memoria.


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