Coro vacío

Coro vacío

21 / junio / 2016

Todavía aparece alguien que se arrepiente, o que siente vergüenza por algo, esa gente bien vale una misa.

En Santiago de Cuba, la mayor parte de la transportación urbana se da en camiones y camionetas privadas. Los muelles no amortiguan. Se suda copiosamente. Cuando el vehículo frena la gente se lanza hacia adelante, y cuando acelera se lanza hacia atrás. La vista hacia el exterior trascurre a través de un estrecho rectángulo entre el techo y la pared de la caseta, y por las bocinas casi nunca se escucha otra cosa que reguetones estridentes y taladradores. El viajante no convive, se repliega. Se limita a tratar de sujetarse bien hasta que llegue su parada. Rara vez sucede algo digno de contar salvo que el chofer es un hijo de puta, y tal.

Pero hace unos días, presencié algo conmovedor. Subí a un camión en la Plaza de la Revolución rumbo a Ferreiro, y aparecieron dos muchachas de la nada, sudorosas, descompuestas. Una de las dos, la jabaíta, exclamó: “¡ñoj! caballero, ¡la Mendive…! la Mendive va a ser el último lugar, ¡qué vergüenza!” La muchacha se plantó a mis espaldas y comenzó a rogar a toda garganta: “profe Socorro, por favor, disculpenos, disculpenos profe Socorro.”ç

La jabaíta me parecía grande, un pequeño milagro, una conquista humana

La Mendive es el preuniversitario rival del Cuqui Bosch. No se sabe cuál de los dos Centros tiene el cuerpo más guapo o inteligente de muchachas y muchachos, y la emulación ha sido eterna, permanente y absurda.

Socorro – justo a mi lado- no se inmutaba, a su edad, unos 45 años, ya no se estalla, ya no se cree en arengas de arrepentimiento.

Parecía promotor cultural o profesor de cultura física. Pero por la pinta, por la clase de actividad que les impartía allí, una tabla gimnástica, yo diría que profesor de cultura física: zapatos Adidas, pulóver y pantalones deportivos Puma de tejido sintético, cadena de oro y mochila. Un luchador. Profesor aún, pero sobre todas las cosas un luchador. Si algo aprenden los profesores de educación física que salen del Fajardo es que con el salario que recibirán no les alcanzará ni para mantener la pinta deportiva. Que es, de hecho, una buena pinta: el deporte es tecnología en tejidos, pero también voluntad; el deporte es lucha, virilidad; es levantarse cada mañana a trabajar por conseguir la mejor marca. Eso, disciplina, aprenden los graduados del Fajardo, tanto hombres como mujeres, y está bien que así sea, pero esto no es lo que aprenden los pichones de Mendive.

Ay, todo está perdido, se reirán de nosotros

Y probablemente Socorro estaba pensando en ello, en la falta de entraña, cuando les plantó el “terminé con ustedes”.

La jabaíta, en general, parecía la única verdaderamente afectada. La mulatica que la acompañaba demostraba más esfuerzo por creerse el drama que firmeza. Cuando aquella dijo que sentía “vergüenza” –una palabra digamos de “alta cultura”- se ganó toda mi simpatía, aun sabiendo yo, porque tuve esa edad, que probablemente ninguno de esos muchachos se merecía ni el esfuerzo del profe Socorro ni el radio moral que despliega la palabra vergüenza.

Miré hacia la explanada de la Plaza y venían corriendo casi medio millar de muchachos hacia el camión. Lo rodearon y no lo dejaron avanzar hasta que no bajara el profe: ¡So-co-rro, So-co-rro! Gritaban. Y Socorro parecía de piedra. La jabaíta desfalleció y dijo algo demasiado literario como: “Ay, todo está perdido, se reirán de nosotros”. Subieron cuatro muchachos, y las hembras bajaron. Los muchachos lo trataban de persuadir con el lenguaje de cómplices de la calle: “asere qué bolá, te vas a poner en esa; asere Socorro, que bolá”. Pero Socorro se mantuvo firme, incluso mandó arrancar el camión, y que les pasara por encima si era necesario: “yo terminé con ellos”.

La multitud coreaba, y yo, -ah que personajillo melodramático-, me emocioné. Era fácil ver que la mayoría se divertía de lo lindo, y que a muy pocos les importaba un bledo realmente el profe Socorro y la ridícula tabla gimnástica. Solo a tres o cuatro que podían concebir el mundo en términos de vergüenza les removía algo aquello. A mí me emocionaba que precisamente esos dos o tres no fueran más que dos o tres. La jabaíta me parecía grande, un pequeño milagro, una conquista humana. Pero, digamos, había  una figura superior, que me cosquilleaba por debajo, alegóricamente. La Cuba actual, digamos, se parece demasiado a esa escena. Somos esa multitud que corea a veces sin entraña, sin hígado, sin verdadera franqueza, por algo que pudo ser, que todavía es en esencia, y que nos supera con creces en términos morales.

El profesor Socorro se bajó dos paradas después y atravesó el parque de Ferreiro. Los pasajeros lo vimos alejarse como aleccionados. Yo, en particular, me sentí miserable, o sea, me sentí parte del alumnado bellaco.

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