Los suicidas

Foto: Carlos Melián

Los suicidas

12 / agosto / 2016

Un hombre que sale a la calle dispuesto a suicidarse encuentra una reafirmación en todo lo que ve. En una pareja que discute, en una anciana que cae al suelo y patalea bocarriba como un insecto, en un carretonero que arremete a palos contra su caballo. El entorno inmediato se le vuelve un texto alegórico y contundente a favor de la desesperación, de la asfixia.

Pero hace una semana, un año, o apenas unas horas, ese hombre tenía otra visión del mundo. Comía, copulaba, defecaba como una bestia, y se echaba a la calle con igual apetito. De irrebatible su decisión de morir pasa a paradójica, y hasta cómica y se cumple aquella observación de Borges de que se lee según una predisposición.

Según el argentino, el lector de poesía está mejor dispuesto, y abierto ante las elipsis, los súbitos rompimientos del nivel de realidad, las fugas metafóricas y acaso el caos del género. Y de forma ejemplar aconsejó leer el Ulises de Joyce como si fuese un poema.

Del contenido acumulado previamente en esa buena disposición o predisposición del lector depende también el éxito de la lectura. Uno no arroja un libro a la basura porque no lo comprende, sino porque no comprenderlo le humilla. Del mismo modo existen predisposiciones de lectura hacia todo lo que le rodea a uno.

Pero dicha enjundia está provocada digamos por una curiosidad compulsiva (que acaso de forma colateral va dejando una huella humanista en el lector), un respeto por la voz del otro como se respeta la voz del sol, la respiración de un hijo que agoniza.

Ante la locura, ante el caos natural y encontrado de las cosas, se desvanece nuestra zona conquistada, nuestro patrimonio, y ese algo que nos cuelga entre las piernas, vale decirlo, se vuelve poco menos que una verga. Así que al menos por esta vez podríamos admitir que la lectura es poco más que leer, la lectura es algo así como una educación.

Siguiendo la misma cuerda simbólica podríamos plantear que el gran competidor de la lectura es ahora mismo el cine y otras experiencias audiovisuales. La empresa de consumir el contenido de un libro dura digamos que una semana. La de ver una película una hora y media. El libro necesita una predisposición al detenimiento en pequeños indicios, el esfuerzo de construir un universo con ese lego de piezas que son las palabras, las oraciones, las subordinadas, el diccionario, que el cine -salvo excepciones de cine-lectura que consume apenas una minoría- trata de superar.

¿En última instancia el cine pudiera tener la capacidad de salvar al mundo? ¿No será el cine una deriva, una aberración, la espuma que se genera en la cresta de la ola y no más que eso? Espuma.

El esfuerzo triplicado que debe hacer un realizador, en comparación con otro artista para ver concretada su obra –la búsqueda del financiamiento necesario, el pago a actores y actrices sobrevalorados, la alta tecnología-, no se traduce como norma en una pieza de lectura donde el usuario debe volverse activo ante la comprensión del universo sugerido en letras y enunciados, sino en un espectáculo que busca deslumbrar y recuperar con creces la cifra invertida.

El cine último, con sus salas Imax y 3D, -necesarias para captar la atención de una audiencia que cada día prefiere quedarse en casa viendo series- expresa una elefantiasis, el ingenio rebosado del hombre que finalmente, a fuer de la competencia mercantil, redunda en un eterno hacedor de parches, una entelequia, un fin en sí mismo.

Si utilizáramos la hipótesis de que la lectura supone idealmente una predisposición activa ante un paisaje, una sociedad, el cine se configura idealmente como constructor de una pasividad, un cumulo de frases y consignas pre-elaboradas e intuitivas, cómodas de recibir que alimentan prejuicios preexistentes. Un potencial reduccionista que como norma utiliza el Poder más conservador para perpetuarse.

Pero como todos sabemos, el ritual de la lectura, de la curiosidad compulsiva, suele tener escapes siniestros de vez en cuando. Grandes científicos, humanistas, filósofos y escritores, curtidos en una insaciable curiosidad -grandes por el tamaño de su obra no porque en sus fueros fueran menos vulnerables que el más inútil ser humano-, justificaron y empujaron como cualquier iletrado durante décadas regímenes perversos como el nazismo o el stalinismo.

La lectura en este caso se había vuelto un dispositivo de confirmación de miedos y no en puntos de superación. La lectura en todo caso había dejado de ser lectura. Dicha curiosidad se había convertido en un fin tecnológico en sí mismo. En espuma. Una debilidad nuestra hacia la tecnología, los retos, las circunstancias, hace que tanto política, economía, literatura o medicina se deshumanicen y deriven en entelequias, fines en sí mismos. Nos pasa a todos. Suicidio y Espuma.

 

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