La bandera cubana resalta en aquel quiosco berlinés donde venden cocteles. Es el desfile del Christopher Day, la mayor marcha de la comunidad LGBTI en Europa y tras la barra, con una camisa estampada en flores tropicales, Arnaldo Guerrero corta limones en rodajas, sonríe y nos pregunta:
—¿Cuba… de qué parte?
Arnaldo nació en Bayamo, pero hace doce años que vive en Alemania.
A sus casi 33 años trabaja haciendo mojitos para la cadena Orange Point. Se casó, tiene dos hijos, se reúne con otros cubanos en conciertos o en el Parque del Muro, en Berlín, y hace ocho años que no ha visitado Cuba… Pero Arnaldo extraña lo verde, extraña su ciudad y su gente. Su plan es muy simple: no hacerse viejo en Europa.
En 2003, en Bayamo, quiso trabajar como animador de fiestas. Tenía por entonces 19 años y ya hablaba inglés, alemán y algo de italiano. Pero le dijeron que existía un Decreto Ley que prohibía que los jóvenes que trabajaran con turistas estuviesen tatuados, por cuestiones de aspecto.
Seguía estudiando alemán cuando se presentó en la Embajada y tuvo la osadía de hablarles en su propio idioma. En esa época, su dominio de la lengua no era el de ahora, pero fue suficiente. Entrevistado por el Embajador en persona, Arnaldo consiguió su visa en el primer intento. Quince días más tarde volaba a Europa; unas tías lo ayudarían a empezar.
En los siguientes doce años Arnaldo cambió su forma de vivir Cuba: los mojitos que prepara, una comunidad cubana unida por el baile y la música, algunos restaurantes alemanes que dicen hacer comida cubana —aunque no pasen del anuncio y la decoración interior del local—. Esos son ahora sus puntos de anclaje visibles. Con esos reencuentros ocasionales tratan los cubanos de mantener viva la relación a distancia en que se convierte la emigración.
Además, está el respeto que ha encontrado hacia su país. “Al cubano aquí lo respetan mucho, goza de buen prestigio. Los alemanes están enamorados de Cuba, la familiarizan con buena onda, buena bebida, buena música. Donde llegas y dices que eres cubano, tienes las puertas abiertas”, asegura mientras gira levente la cabeza y observa a sus compañeros de trabajo.
También se ha molestado. “La visión de muchos europeos es que hemos estado oprimidos por mucho tiempo. Hablan de opinión pública, derecho de expresión. Pero yo no me sentía ni tan enjaulado, ni tan oprimido como ellos imaginan. Aunque es cierto que un poco más de libertad no hubiese hecho mal a nadie”. En sentido general, no le gusta que usen la palabra tiranía.
Arnaldo no opina mucho de los cambios que ha vivido Cuba en la última década. Hace ocho años que no ha vuelto, que no vive en su país. “No puedo hablar de lo que no he visto”. Pero sigue atento las noticias de lo que sucede en Cuba, del país en que se convierta esta isla, dependerá también su futuro y el de su familia.
Tiene claro que su “final” es regresar. Aún no sabe si será remodelando su casa para rentarla a turistas, o si tratará de emprender otro negocio. Pero los años trabajados lejos de casa le servirán para edificarse un futuro. El que él decida.
“No tengo otro sueño, ni otro deseo. Después de luchar tanto en Europa, cuando regrese quiero estar cerca de la playa. Ni en Bayamo ni en Berlín tenemos playa. No importa lo bien que se viva aquí, yo extraño mi tierra. Extraño conocer a los vecinos, al de la esquina. Aquí en mi edificio no conozco al que vive en el apartamento de encima ni en el de abajo. Por eso te digo, antes de mi vejez ya tengo que haber regresado a Cuba”.
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Que siga con sus mojitos
GERARDO
wilber
Ramón