Niño en escuela cubana antes de que se decretara el cierre por COVID-19. Foto: Yailín Alfaro (Periodismo de Barrio)

Niño en escuela cubana antes de que se decretara el cierre por COVID-19. Foto: Yailín Alfaro (Periodismo de Barrio)

Cierre de escuelas: el costo social de estar aislados

30 / marzo / 2020

Desde antes que el gobierno cubano decidiera suspender la asistencia a los centros educativos, Mariana Valdés* decidió dejar de llevar a su niña a la escuela en la que cursa el preescolar, en el municipio Habana del Este. “Una vez que yo supe de la presencia de la enfermedad aquí, de manera oficial, me pareció que había que extremar medidas, sobre todo porque inicialmente las políticas que se estaban tomando no me parecían seguras ni responsables”, dice.

Cree que ella ha sido un poco “histérica” con todo esto de la COVID-19, porque es madre soltera, vive sola con su niña, tiene problemas de salud y no puede darse “el lujo” de enfermar. Su niña cuenta con que ella la cuide. Por eso también dejó de ir a su trabajo y ahora lo realiza desde la casa. Mariana trabaja en el centro histórico de La Habana Vieja, que es uno de los principales polos turísticos de la capital y, por tanto, un sitio riesgoso.

Pero lo que la convenció de no volver a llevar a clases a su niña fue llegar el 17 de marzo a recogerla a la escuela y encontrarla jugando en el suelo —como es habitual— junto con otras niñas y niños sin el menor cuidado. Además, días atrás, en una reunión de padres, la maestra había advertido que en el baño no contaban con jabón para el lavado de manos y una madre le había contado que todos los meses viajaba a Italia, el país del mundo que, después de China, había reportado más casos positivos en ese momento.

“Entonces yo realmente no sentí seguridad. Pensé que valía más la salud, que perder unas semanas de escuela o incluso hasta el curso”, dice.

El 17 de marzo fue el último día que la hija de Mariana puso un pie no en la escuela sino en la calle. Desde entonces se encuentran ambas en aislamiento total. Dibujan, cantan, se disfrazan y ejercitan de manera creativa los contenidos del programa de estudios. No han salido de casa y apenas han tenido contacto con otras personas. Mariana cuenta que solo ha abierto la puerta tres veces en siete días: una para recibir un encargo de frutas y vegetales y las otras dos para recibir a los estudiantes de medicina que pesquisaban la zona en busca de personas con síntomas.

El lunes 23 de marzo, cuando el primer ministro cubano, Manuel Marrero, informara en el programa Mesa Redonda las estrictas medidas de contención que tomaría Cuba para evitar el contagio con el SARS-CoV-2 (nuevo coronavirus), entre las cuales estaría la suspensión de asistencia a clases en los distintos niveles educativos, la “histeria” de Mariana comenzaría a convertirse en una política nacional. Ella sería entonces una precursora, al igual que Carlos Melián y Claudia Rodríguez, un padre y otra madre que determinaron aislarse con sus hijos menores antes de que el gobierno lo decretara.

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Foto: Yailín Alfaro (Periodismo de Barrio)

No es casual que Manuel Marrero iniciara su intervención en la Mesa Redonda del 23 de marzo por “la situación de las escuelas”: el tema más recurrente —según explicó— entre las más de 6 000 opiniones que el gobierno analizara en los días previos, a partir de un levantamiento de los comentarios dejados por lectores en el portal oficial Cubadebate. A la población le preocupaba, en específico, el hacinamiento y las deficientes condiciones sanitarias que existen en distintas instituciones educativas del territorio nacional; por tanto, la primera medida que el primer ministro anunció fue que quedaba suspendido el curso escolar a partir del día siguiente y hasta el 20 de abril, si el contexto epidemiológico permitía que se reanudara entonces.

Ese 23 de marzo, la cifra de casos positivos en Cuba, según José Ángel Portal, ministro de Salud, ascendía a 40; que es una cifra muy inferior a las que registraban países como Italia (3 900), España (9 100), Francia (7 700) o Inglaterra (5 100) cuando efectuaron el cierre nacional de sus escuelas. Habían transcurrido apenas 13 días desde que se detectaran las tres primeras personas infectadas por el nuevo coronavirus en Cuba —las tres, de origen italiano.

La Escuela Internacional de La Habana (ISH, por sus siglas en inglés), a la que asisten principalmente hijos de diplomáticos, había cerrado desde el 16 de marzo “debido a la amenaza del coronavirus”. Su director, Michael Lees, precisó para esta cobertura que esa decisión obedeció al Protocolo de Respuesta a Epidemia por el cual se rigen distintas escuelas internacionales en el mundo, al agravamiento de la situación en Europa y al anuncio de que en Cuba había cientos de personas bajo observación, es decir, a criterios internos. Pero, a pesar de que la ISH no se subordina al Ministerio de Educación (Mined), esa noticia avivó la discusión en redes sociales sobre la pertinencia del cierre de los centros educativos cubanos.

El 19 de marzo el periódico Granma publicaba una nota en la que una funcionaria del Mined explicaba que el curso podía seguir adelante con una serie de medidas preventivas —aislamiento de estudiantes con tos o aspecto febril, aseguramiento de recursos desinfectantes y material de aseo, promoción del lavado frecuente de manos, entre otras. Sin embargo, la realidad de muchas madres y padres con hijos en edad escolar difería de la proyectada por la funcionaria, porque esas medidas preventivas no siempre podían implementarse.

Claudia Rodríguez, el mismo 19 de marzo, denunciaba en su perfil personal de Facebook que en la primaria Frank País García, en La Habana, donde estudia su hijo Diego, se había roto el único lavamanos disponible y los estudiantes no tenían dónde lavarse las manos. En Santiago de Cuba, Carlos Melián y su esposa habían percibido una sensación de inseguridad similar en la Ciudad Escolar 26 de julio, donde su hija Giovana cursa el quinto grado. Cuenta que a la entrada se habían colocado unos pomos para que las personas se lavaran las manos, pero que nadie vigilaba que en efecto se usaran. Y tampoco él creía que con esos pomos bastaba para evitar el contagio por el nuevo coronavirus. Diego y Giovanna fueron por última vez a clases el 19 y el 20 de marzo, respectivamente.

Cuando se decretó el cierre de las escuelas en Cuba, todavía no se había informado sobre ningún estudiante contagiado. Algo que puede ser una excelente noticia. El médico y cientista social Nicholas Christakis, de la Universidade de Yale, quien desarrolla software y métodos estadísticos para pronosticar la propagación de epidemias, explicó en una entrevista reciente con Science Magazine que el cierre proactivo de las escuelas —el que se realiza antes de la detección de un caso positivo— constituye “una de las intervenciones no farmacéuticas más poderosas que podemos implementar”, porque permite no solo poner a salvo a los niños sino también a toda la comunidad.

No obstante, si bien el cierre de escuelas ayuda en un sentido a prevenir los contagios, en otro, genera grandes desafíos. Christakis reconoció que implica costos económicos y de salud sustanciales. “Muchos niños reciben almuerzos escolares —argumentó el científico—; su salud podría sufrir al cerrar la escuela. Trabajadores de la salud podrían quedar fuera de servicio para cuidar a sus propios hijos precisamente cuando los necesitamos en los hospitales. Los padres podrían perder oportunidades de trabajo”.

Un reporte del 13 de marzo de la Saw Swee School of Public Health apuntaba que la prolongación del cierre de escuelas y del confinamiento en el hogar por meses puede impactar de manera negativa en la salud física y mental de los niños, pues supondría mayor tiempo frente a pantallas, menor actividad física, patrones irregulares de sueño e interacciones sociales reducidas. “Los gobiernos —sugiere el reporte— podrían considerar la búsqueda y aprovechamiento de cursos de educación en línea que fomenten estilos de vida saludables desde el hogar (actividades físicas, dieta balanceada, etcétera) y hacerlos accesibles a niños y familias”.

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Niño en las afueras de una escuela en Nueva Gerona. Dennis Valdés Pilar.

De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO), hasta ahora 165 países han implementado cierres a nivel nacional para contener la pandemia, impactando a más de 87 % de la población estudiantil mundial, y con consecuencias “particularmente graves para los niños desfavorecidos y sus familias”. Hasta el 25 de marzo, había más de 1 524 millones de estudiantes afectados.

La UNESCO considera que el cierre temporal de las escuelas es necesario en el contexto actual, pero alerta sobre sus efectos perjudiciales: la interrupción del aprendizaje, la pérdida del acceso a comidas gratuitas o de costos bajos que proveen algunas escuelas, la falta de preparación de los padres para emprender la enseñanza a distancia, el acceso desigual a las plataformas de aprendizaje digital, las tendencias al incremento de las tasas de abandono escolar, entre otros.

Por su parte, el Programa Mundial de Alimentos de las Naciones Unidas (PMA) informa que más de 365 millones de niños en edad escolar, de los cuales unos 11 millones forman parte de sus programas en distintos países, no están recibiendo en estos momentos las comidas escolares de las que dependen. Y prevé que las cifran aumenten en las próximas semanas.

En el caso de Cuba, el PMA reporta que 827 070 niños están perdiendo las comidas escolares.

Ante el cierre de escuelas, los trabajadores con hijos pueden enfrentar enormes vulnerabilidades, en particular quienes no cuentan con el apoyo constante de una pareja, que son casi siempre las mujeres, pues en muchos casos deben dejar de trabajar para dedicarse al cuidado de los hijos. En este aspecto, el escenario que proyecta la Organización Internacional del Trabajo (OIT) tampoco es alentador: estima que, debido al nuevo coronavirus, hasta 25 millones de personas podrían quedar sin empleo y que la pérdida de ingresos de los trabajadores podría ascender a 3,4 billones de dólares estadounidenses.

Guy Ryder, director general de la OIT, advirtió este 27 de marzo que la pandemia no es solo una crisis sanitaria sino también económica y social, que ha expuesto los profundos fallos de los mercados laborales. “En un mundo en el que solo una de cada cinco personas tiene derecho a una prestación por desempleo, los despidos son una catástrofe para millones de familias. (…) Todos sufriremos por esta situación. No solo aumentará la propagación del virus, sino que a largo plazo amplificará drásticamente los ciclos de pobreza y desigualdad”.

Ryder dejó a los gobiernos una serie de recomendaciones para evitar que la actual caída precipitada de empleos se convierta en una recesión prolongada y que 2022 no sea una repetición de los años treinta: aplicar políticas fiscales y monetarias expansivas sin precedentes, garantizar que la gente disponga de suficiente dinero para llegar a fin de mes, asegurar que las empresas puedan mantenerse a flote y volver a funcionar tan pronto las condiciones lo posibiliten, atender a los trabajadores más vulnerables (quienes trabajan por cuenta propia, a tiempo parcial o de manera temporal), y proteger con medidas especiales a los millones de trabajadores de la salud —la mayoría de los cuales son mujeres— que arriesgan su propia salud por el bien del resto.

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Foto: Yailín Alfaro (Periodismo de Barrio)

Este lunes 30 de marzo en Cuba comienza una programación televisiva especial que pretende orientar el estudio desde los hogares. La ministra de Educación, Ena Elsa Velázquez, en la Mesa Redonda del 23 de marzo, solicitó la cooperación de los padres para lograr que los estudiantes atiendan a clases y cumplan con las actividades docentes que se indiquen.

Por supuesto, el éxito de este sistema dependerá también, en gran medida, de las condiciones económicas, familiares y habitacionales en las que se encuentren los menores. No se puede pasar por alto el hecho de que en Cuba el 39% de las viviendas clasifica en estado malo o regular y que, en más de 254 000, existe hacinamiento. Además, el aislamiento por causa de la pandemia implica un reto adicional.

“Yo estoy tratando de evitar que la tensión, el miedo y la sensación de incertidumbre que prima le afecte lo menos posible, intento mantenerlo alejado de todo eso, aunque comprendo que es una situación complicada, que hay que cuidarse y tomar medidas”, dice Claudia, la mamá de Diego.

Claudia es fotógrafa por cuenta propia y tuvo que dejar de trabajar. Su trabajo, en primer lugar, estaba relacionado con el turismo, pero también ahora se encarga de cuidar a su hijo. No es madre soltera y cuenta con el apoyo del padre de su hijo, que es ingeniero y aún debe continuar trabajando fuera del hogar, lo cual supone un riesgo con el que deben lidiar constantemente, pero de todas formas estar con un niño de once años en casa sin salir ha puesto a prueba su creatividad.

“Llevamos pocos días de aislamiento —dice Claudia— y hasta ahora ha ido bien. Yo he preparado un plan diario de actividades para que no se aburra tanto: dibujamos, leo fragmentos de libros que leía yo cuando niña, él me lee a mí algo que le gusta, hacemos yoga, vemos películas, jugamos cartas… El lunes cuando empiecen las teleclases se adicionará el estudio a las actividades. Espero tener suficiente imaginación para un mes completo. La verdad es que siento que estoy aprovechando para pasar tiempo de calidad junto a mi niño”.

A Carlos, periodista de profesión, no le preocupa particularmente el tiempo que su hija Giovana, de diez años, pueda pasar distanciada de la docencia convencional. Dice que su hija lee mucho, tiene curiosidad, y eso es algo que a él le da confianza. “Lo que yo sé —afirma— no lo sé tanto por la escuela como por mi propia curiosidad. En la carrera de Periodismo yo no aprendí casi nada. Todo lo he aprendido yo solo leyendo cosas. Puede que mi niña no sea buena en Matemáticas, pero sí sé que va a seguir leyendo, y podemos revisar el libro de texto de Matemáticas y enseñarla por ahí”.

Y Mariana, a una semana de aislamiento total, reconoce que mantener a una niña dentro de la casa tantos días es “super difícil”, al igual que el trabajo a distancia, que no ha podido realizar como esperaba y ha empezado a acumularse. “Siento que me paso el día entero cocinando, porque la niña no para de comer, y también hay que prestarle atención”. Mariana, en estos momentos, desempeña cuatro trabajos: el que le paga un salario, el de madre, el de ama de casa (que se endurece con las medidas de higiene extraordinarias que amerita el nuevo coronavirus), y el de profesora de su niña. Y así estará, no se sabe por cuánto tiempo.

Pero lo que más preocupa a Mariana ahora no es que el día siga teniendo las mismas 24 horas de siempre sino el tema de la comida: “yo siento que según mis inventarios tenemos suficiente para aguantar un período largo, pero me da miedo verme con la responsabilidad de una niña chiquita, y que en medio de la crisis no haya comida afuera”.

*El nombre empleado es un pseudónimo para proteger la identidad de la fuente.

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